Martha Robles

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A propósito de Vila-Matas

Fotografía de elmundo.es

Guardo una gran simpatía por Vila-Matas. A veces creo que lo conozco, que le digo esto y me contesta aquello con familiaridad. Desde las primeras páginas supe que estaba ante un ensayista que narra para pensar y piensa narrando. Él mismo se asoma en relatos poblados de otras voces, entre autores, ironías, situaciones y palabras viajantes por el universo literario. Mira con piedad a sus entrevistadores, pero responde adelantándose a lo que sea, lo que de antemano sabe que no se le va a ocurrir al otro.  Tales travesías verbales entre lo verdadero y lo ficticio  tientan a los buenos lectores. No que el escritor tenga que inventar el lenguaje en cada página; tampoco, como los tontos suponen, que deba ser el Adán de la palabra, pie de cría de un nuevo lenguaje, sin ligas ni parentescos. No, no se trata de asumir esa imposibilidad. El arte de las letras cada vez más se realiza en libertad y se vuelve más exigente. Por eso desconcierta a los necesitados de cinchos, fronteras, referentes o géneros. Como enseñan los grandes, la gran literatura es de suyo  un prodigio combinatorio de todo lo que se nombra, se reconoce, se vive o no se vive, se sueña y se transforma… o lo escrito va a parar al socorrido surtidor de medianías, tan apreciado por editores y consumidores de obras “no complicadas” y “entretenidas”.

El genio del escritor consiste en singularizar -en fondo y forma- lo que se ha dicho de maneras tan distintas cuantas historias existen y se reinventan desde la noche de los tiempos.  Ya se sabe que el ser humano tiene poco de original, así que la expresión de su naturaleza se limita a unos cuantos temas; trasuntos que, mejor si de calidad, son la mira y la sustancia de las letras. De ahí que en lo fundamental la memoria sea el logos, contenga el logos y se expanda con el Verbo en curso. Memoria prima de lo que somos, contiene el saber recibido y el apropiado. Es también la suma de lo que pide nombrarse a la par de lo nuevo y de lo traído de lejos. Y para que esta urdimbre brille y cobre sentido, exige una voz, la propia del autor. De eso está hecho el mundo de Vila-Matas: de lo asimilado entre páginas, de lo recordado/apropiado, del ojo que guía la mano y de lo figurado que hace visible lo que oculta la apariencia de verdad.  Como en las grandes películas y en los libros de excepción, él hace creer al lector que lo que piensa/dice/escribe es lo que es o podría serlo, aunque lo que es o puede ser verdad sea lo que menos importa.  Lograr esa dosis de “verdad” requiere el don de hallar/hallarse en las honduras de la realidad ficticia, donde mejor se  descubre y se recrea su sentido vivificante. Desde ese fondo particularísimo lo recompuesto se va deslindando de lecturas, sueños, imágenes e ideas para que, desde el fondo de la memoria, donde se sabe sin saber que se sabe, la historia o la situación adquiera “otro” sentido, el suyo propio. Yo, por ejemplo, no me identifico con Bartleby, pero en su carácter de rastreador de Barlebys Vila-Matas facilita el acceso “a esos seres en los que habita una profunda negación del mundo”. El talento consiste en hallarse entre la singularidad y la diversidad adquirida, acumulada, transformada… Es la gracia de ver, descifrar, comprender lo del otro lado; es el “golpe” y el vislumbre, es ir y estar más allá de lo común y ordinario; en suma, es el don de dar en la diana. Todo esto, por supuesto, es parte de un proceso complicado. De que se trate del arte de las letras y no de simulaciones.

Mientras subo/bajo y doy vueltas por el mal llamado bosque, depositario de todos mis secretos, me ha dado por escuchar podcasts, audiolibros y/o entrevistas. Elijo a Vila-Matas al hablar con uruguayos, argentinos, españoles… Y yo, pues yo no dejo pasar la ocasión de sonreír cuando se refiere a quienes, desde que publican su primera línea, se sitúan en el Olimpo; allá arriba, donde reinan “los mejores”.  Recolector de citas, como su personaje Okusai en Esta bruma insensata, recuerda a nuestro querido crítico norteamericano, Edmund Wilson, cuando escribió que al publicar a los 25 de edad su Gran Gatsby,  Scott Fitzgerald “ya se comparaba con los mejores.” Y claro que era extraordinario que se comparara con los mejores -bromea Vila-Matas parafraseando a Wilson, “porque así podía sentarse en la cumbre y esperar a bajar”. Eso, como a tantos vemos amontonados en la cima del delirio y las ilusiones, indica la dimensión de sus pretensiones.

“Apuntar muy alto, pero ¿hacia dónde?” -dice-. Todo depende de las miras y las jerarquías de cada quién. Se puede, por ejemplo, apuntar a la medianía de Emilio Prados “un poeta español de quinta fila” -agrega citando ahora a Gabriel Ferrater-, y así caer hasta el subsuelo. Kafka no aspiraba ni a la solemnidad ni al estrellato; tampoco pretendió forjar universos, como lo ambicionó García Márquez, pero Kafka era Kafka a pesar de su extrema humildad, pues tuvo la lucidez de suponer que a los demás les importaba un pepino lo que él escribiera. Lo demás es historia… Esa cuestión de pesos, miras, ambiciones, alturas y medidas es cosa tan frecuente y sugestiva que atesora un sinfín de historias alrededor de las pretensiones.

Al escuchar esto y más durante mis caminatas siento que una tras otra se despiertan con nerviosismo en mi memoria las Biografías clandestinas que me acompañan desde sabe Dios cuando.  Unas escritas, las más inéditas y otras en proceso, sobre todo cuando el insomnio es más implacable, les da por pincharme la punta de los dedos. Entonces confirmo que hay desconocidos que se extrañan. Eso me ocurre con Enrique Vila-Matas.