Martha Robles

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Abelardo y Eloísa: una tragedia medieval

La describen alta, más alta que la media, de carácter firme, no bella ni fea, pero súper dotada desde pequeña. Tanto, que la inteligencia causó su infortunio. Laxos, tolerantes o no, rígidos o brutales, cada época impone sus peculiares modos de ser mujer. Transgredirlos desencadena consecuencias inimaginables. Más aún en la Edad Media, cuando la sexualidad y los arreglos matrimoniales eran asunto de la más alta y compleja consideración política, diplomática,  económica, social y no se diga monárquica y religiosa. Amar, por consiguiente, no era estar en aptitud de elegir. Desoír este delicado eje de las negociaciones entre clanes, familias o intereses concretos significaba atentar contra los cánones establecidos.

Si a ninguna doncella se le permitía elegir esposo sin la anuencia del padre o sustituto, para las nacidas en buena cuna ese renglón era incuestionable. Agréguese que sobre el estrecho régimen conyugal recaía una ortodoxia intimidante, por ceñida a la idea del pecado y a cuanto de él se derivaba: aborrecimiento a la mujer, la condena a la sexualidad, el manejo de la confesión cual vía unívoca de atesorar secretos  y, desde luego, el subsecuente poder de perdonar mediante los recursos del arrepentimiento, la penitencia, la expiación y la lucrativa venta de reliquias e indulgencias, promovidas desde la cabeza papal.

Sobre las ruinas del imperio romano, prolongadas durante siglos de ortodoxia y repudio a la razón, la cristiandad se fortaleció  más como una cuestión de poder mundano que de espiritualidad. En tan impenetrable  régimen de control de ésta y la otra vidas, infringir lo establecido significaba clavar una daga en el propio destino. Pedro Abelardo y Eloísa lo hicieron. Lo que sucedió por consumar un amorío prohibido fue tan enredado y tremendo que, 900 años después, continúa repitiéndose su infortunio entre los altos ejemplos no sólo de intolerancia, sino de lo que son capaces la sinrazón y la envidia.

De las consecuencias de tal estallido  -breve no obstante intenso-, en primera instancia quedó el registro en la Historia Calamitatvm de Abelardo. A ésta se agregaron  el célebre epistolario, la oración fúnebre de ella a la muerte del amado y las reglas monásticas –primeras pensadas y escritas estrictamente para mujeres- de la abadía del Paraclet, fundado por Eloísa (segunda abadesa en la historia de la cristiandad) a instancias y con la tutela de Abelardo, cuando fue confinada en la vida religiosa tras haberse casado en secreto y dar a luz a su hijo Astrolabio, quien quedó a cargo de una de las tías paternas. Es curioso observar que, no obstante inspirar numerosos relatos y novelas y a pesar de que además de sus dotes intelectuales,  fuera reconocida por sus tempranas composiciones musicales, nada se conservara de su autoría.

Además de haber inspirado unos cien versos del Roman de la rose, curiosos y poetas no desaprovecharon el contenido de sus epístolas para alimentar la leyenda de los amores proscritos con invenciones atribuidas a los autores. Legítimas sin duda, al menos cuatro cartas que continúan publicándose se consideran joyas de la literatura medieval. Otras, compuestas o no por ellos, no obstante proceder de manuscritos copiados y en posesión d la biblioteca de Troyes en el siglo XIII (ciento cincuenta años después de los sucesos), tienen el valor de reflejar el interés medieval por las ficciones verdaderas.  Lo que es indudable es que la  correspondencia  atribuida a la pareja funda la literatura francesa.  Inclusive conserva el valor agregado de reflejar el espíritu de la hora, la singularidad de los protagonistas y los componentes de una tragedia que, ochocientos años después, aún resuena entre los ecos de un mundo feroz.

A diferencia de la postura de Abelardo, que nunca renuncia a su certeza de estar entre los filósofos más respetados y adelantados del siglo XII, el lamento doliente de Eloísa, confinada en la vida conventual por el propio amante y guía, nunca se resigna a la pérdida del amado y así comienza a dirigirse a él, a distancia: A mi único después de Cristo. / su única en Cristo. Es su palabra emblema del amor imposible, en el perfecto estilo del amor cortés, que sirve a las convenciones sin sanar las heridas infligidas a causa del pecado de amar, sin arrepentimiento posible:

¿Qué puedo esperar, ahora que te he perdido?¿Para qué proseguir este viaje terrenal del cual tú eras mi único sostén?  (…) Ojalá pudiera gritar: ¡Dios no ha dejado de ser cruel conmigo! ¡Oh clemencia inclemente! ¡Oh fortuna infortunada! El destino me ha lanzado sus dardos asesinos, hasta el punto en que ya no queda un lugar donde golpear....

Desde el estallido del deseo compartido, todo está dispuesto para que la pareja atente contra el principio obediencia. Su transgresión sacude el medio y el medio los doblega hasta dejar al desnudo la intolerancia de un poder religioso más feroz e implacable cuantos mayores los desajustes impuestos a la feligresía entre instinto y pensamiento,  razón y fe, entre obediencia y devoción y en primerísimo término, entre la idea de Dios y el odio a la más alta de sus creaciones: el Hombre en sí, marcado por el pecado original.

Heloísa, Eloísa, Elysa,  Heloissa o Héloïse,  como los “anticuarios” la fueron llamando según la lengua de referencia, nació fuera de matrimonio quizá el 1 de diciembre de 1092, en Montléry. Era, por consiguiente, hija ilegítima de un influyente noble, aliado de los Montmorency. Unos dicen que del senegal de Francia, Gilbert de Garlande, y otros que del hijo de un miembro del séquito de la Dama de Montlhéry, convertido en cura a poco del nacimiento de la niña.  Al margen de la identidad paterna, es indudable que pertenecía a la más alta alcurnia y que gozó de privilegios nada comunes, como la atención otorgada a su temprana curiosidad intelectual.  Noveladas a veces por exceso de admiración,  las versiones aseguran que Heloíse  vivió rodeada de doncellas y que, desde los siete años de edad, miembros de la orden benedictina de Argenteuil se encargaron de su formación, con especial énfasis en la Gramática,  música y  lectura, más griego, latín, su francés natal, y quizás hebreo; lenguas que,  con la filosofía que la llevaría a enamorarse de Abelardo, le permitieron abarcar tanta y tan inusual cultura que se encumbró como “la mujer más sabia de su tiempo”: algo nada difícil de creer en un ámbito tramado de situaciones absurdas, en el acomodo religioso y social de feudos y reinos germano franceses.

De su madre, una tal Hersenda, se dice que fue huérfana, dama, dos veces casada, viuda y  monja a partir de 1096: mezcla nada inusual en la Edad Media, pues en la fiebre de la Iglesia por fundar y multiplicar conventos y abadías el requerimiento de la castidad era tan laxo que los casados podían dejar de serlo para entregarse “al servicio de Dios” en estado de hipotética abstinencia. De este modo la propia Hersenda, que sentó fama de ser “una caverna de fornicación”, pudo colocarse entre las fundadoras de la Abadía de Fontevrault, fechada en el período 1101 y 1115.

El de la carne era (es) el pecado más aborrecido por un clero al que sobraba autoridad y escaseaba congruencia. La carne avivaba los encendidos discursos antifemeninos y llenaba mamotretos sin cuento con deliberaciones doctrinarias que se iban al traste con más efectividad que los castigos susurrados en confesionarios. Poco y mal se sabe de esta Hersenda que deja a la niña a cargo de uno de sus dos hermanos para tomar los hábitos e  incorporarse a una orden religiosa, acaso sin renunciar a la potencia sexual que le atribuyeron. Por la abundancia de testimonios sobre la disipación semi oculta en las órdenes religiosas,  podemos suponer que ni la castidad ni el celibato, vigorosos en el posterior  lenguaje de la Iglesia, no eran  requisitos entre la expansiva población conventual.

Es fama que de Cluny para arriba y para abajo, abundaban las noticias francesas sobre desbordamientos y escándalos sexuales de la clerecía. Así que no sería nada excepcional que la madre de Heloíse  “facilitara la entrada de hombres en el convento”.  Cabe recordar, sólo por asociación, que muchos siglos después,  al hacer excavaciones arqueológicas en el convento de las Jerónimas, al que perteneció Sor Juana Inés de la Cruz en México, los especialistas del INAH encontraron en fosas ocultas muchos restos de fetos y recién nacidos, acaso producto de abortos, de malos partos y muertes de niños engendrados entre hábitos y sotanas. 

Así era el enredo de sexualidad desbordada y confinamiento conventual, tal y como ocurriera a uno o ambos padres de Eloísa cuando, aún con niños pequeños, tomaron los hábitos cada uno por su lado, tal y como también lo harían Abelardo y Eloísa tras el dramático nacimiento de su hijo, al que bautizaron con el nombre de Astrolabe o Astrolabio. Lo propio hizo Hersenda cuando decidió confiar a su hermano Fulberto, canónigo de París, la tutela de la muchacha –su ahijada- cuando Eloísa aún con concluía su infancia.

Considerada sabia y primera mujer de letras, desde su tumba comenzó a ampliarse la  leyenda de Heloíse hasta elevarla a uno de los personajes más sugerentes y representativos de una Alta Edad Media que todavía tambalea entre la ficción y la realidad.  Su amplísimo conocimiento, en especial de autores antiguos, no solo la expuso a ser reinventada a capricho, sino a ser admirada, envidiada y repudiada por las mismas causas.  Sea Hipatía de Alejandría, Safo, la reina de Saba, Leonora de Aquitania, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa, la propia Eloísa o cualquier otro  gran talento femenino, sin distingo de época,  quebranta los cánones  y suscita reacciones encendidas. Y es que el saber con genio, cuando de mujeres se trata, es un hachazo a los convencionalismos y el golpe más desafiante para el orgullo masculino.

Es de creer que Fulberto no fue indiferente al genio de la sobrina y ahijada, pues mientras  Abelardo vivía en su misma casa le confió el cultivo de su orientación filosófica en el 1118, cuando ella recién cumplía 17 años de edad y él 38. Es decir, él era 21 años mayor y en posesión de toda la experiencia que a Eloísa le estaba vedada: mecha y fuego, el drama estaba servido. Además de su fama, Abelardo era admirado por su noble cuna y cuanto de ella se derivaba: refinamiento, galanura y gusto por la música y lo bello. Sus confesiones al respecto en Historia calamitatvm, no tienen desperdicio:

No dudaba de mi éxito: yo brillaba por la reputación, la juventud y la belleza; mi amor no temía ser rechazado por  aquella mujer. Heloísa –pensaba yo- ofrecía menos resistencia en cuanto poseía una sólida instrucción y deseaba extenderla aún más. A pesar de que a veces estuviéramos separados, podríamos, por la correspondencia, estar presentes el uno en el otro. Además, las palabras que se escriben suelen ser más ardientes que las que se pronuncian por la boca. El júbilo de nuestras conversaciones no conocería interrupción.

Inflamado de amor por esta joven (…) me hice presentar a su tío por amigos comunes, que le propusieron tomarme en pensión (…) Fulberto no solo era avaro; también estaba preocupado por facilitar el progreso de su sobrina en las artes literarias (…) Él cedió a su amor por el dinero (…) y confió a Heloísa a mi dirección soberana (…) La ingenuidad del viejo me dejó estupefacto…

“Confiar así una tierna oveja a un lobo hambriento”, según reconociera en su arrepentimiento posterior, facilitó la ocasión para que la pareja explorara “todas las fases del amor y la pasión”. Más allá de los límites contemplados por el amor cortés, instaurado en el siglo,  Eloísa se entregó por entero y de por vida al estallido del amor-pasión que Tristán e Isolda, en contrapunto, consagraron al idilio al renunciar a la entrega y elegir la muerte antes que el adulterio. Cercano a los cuarenta de edad y dedicado al estudio, la voluptuosidad dominó por entero a un Abelardo al que cegaba el amor al grado de abandonar sus quehaceres, dejar de lado su inspiración y, si de escribir se trataba, no hacer otra cosa que versos dictados por su hoguera interior.

Como no hay enamoramiento sin riesgos, la pareja se atrevió con el peligro en pleno milenarismo. Más allá de la intervención de la Iglesia, hay que agregar el escándalo en sus respectivas  familias ilustres, el afán de venganza de Fulberto, la diferencia de edad entre los amantes y la sucesión de desdichas que no descontó la ira del tío. Nada podría superar lo descrito por el propio Abelardo:

Fulberto y los suyos buscaban siempre una ocasión para vengarse de mí. Empezaron a divulgar nuestro matrimonio, violando así la fe que me habían prometido. Heloísa protestaba violentamente sosteniendo lo contrario, juraba que nada era más falso. Fulberto, exasperado, la maltrató muchas veces. Cuando lo supe, envié a mi esposa a una abadía de monjas, en Argenteuil, cerca de París. Allí había sido educada en su infancia y recibió la instrucción elemental. Le hice hacer y la vestí con los hábitos correspondientes a la profesión monástica, excepto el velo.

Cuando la noticia fue conocido por su tío y la familia, imaginaron que yo la había engañado y que mi propósito era desembarazarme de Heloísa. Cediendo a la indignación y a la cólera, tramaron una conjura contra mí. Una noche, uno de mis servidores, a quien habían comprado a precio de oro, los introdujo en la cámara retirada donde yo dormía y me hicieron sufrir la venganza más cruel, la más vergonzosa y que el universo conoció con estupefacción: me amputaron las partes del cuerpo con las cuales había cometido el delito del que se quejaban. Luego, huyeron. Dos pudieron ser detenidos; fueron condenados a la pérdida de la vista y a la castración. Uno de esos desgraciados era el sirviente del que antes hablé y que, ligado a mi persona, se había dejado corromper por codicia.

Dotada como él con cualidades superiores, a Eloísa se reservó, sin embargo, la peor parte del desenlace. Él por su parte, herido en lo más profundo y sin embargo reconocido entre los pensadores más destacados del Medioevo, no abandona su postura crítica ni, aún en su carácter de abad, deja de ser perseguido inclusive por los benedictinos, compañeros de orden, hasta el último día de su vida,  a causa de sus postulados críticos en la teología, incluida la gracia divina.

Así fue como se mantuvo el ensañamiento de la razón contra una inteligencia en libertad, pues si Abelardo estuvo dispuesto a asumir las consecuencias de su elección, Eloísa en cambio aparece como la figura desvalida, la despojada de voluntad, aunque no de entendimiento, desde el momento en que todos determinan por ella y contra ella, cada paso en su vida: su juventud entre monjas, su pasión por Abelardo, la renuncia a su maternidad, su posterior confinamiento conventual, el apartamiento definitivo de su amado esposo y la condena de padecer una constante ausencia, al grado de decir que el hueco de Abelardo, más que ningún otro suceso, llenó absolutamente su vida.

Eloísa, más que el amante, es la figura a observar. Eloísa y su pasión mutilada; Eloísa enamorada y sin embargo atacada por el sentimiento de culpa, mientras Abelardo, en su perfecto papel de amado, se deja querer y recomienda encauzar su fuego al camino de salvación. Y ella, en sus cartas, nunca cesa de reclamar  Dios su penar:

Allí hacia donde me vuelvo aparecen ante mis ojos y aquellos deleites despiertan otra vez mi deseo... Aun durante las solemnidades de la misa, cuando la plegaria debería ser más pura que nunca, imágenes obscenas asaltan mi pobre alma y la ocupan más que el oficio. Lejos de gemir por las faltas que cometí, pienso suspirando en aquellas que no puedo cometer más...", le escribe a Abelardo decidida a desacralizar la vida religiosa en el que él mismo la confinó, sin darse cuenta que, al profanar una religiosidad que no experimentaba absolutamente ella sin embargo consagraba su verdadera pasión.

La historia es fascinante. Lo suficiente para abundar más y más, hasta atinar con el hueso de una verdadera tragedia medieval. En lo que a estas líneas respecta, Abelardo, como monje de la orden de San Benito apela al Papa Inocencio II, en Roma, para resolver las confrontaciones que lo condenan. Enfermo de gravedad, es recibido en la Abadía de Cluny por Pedro el Venerable, hasta su muerte, ocurrida en 1142, a los 63 años de edad.

Enterrado en principio casi en secreto en el cementerio del Père-Lachaise, en París, de inmediato Eloísa, acude al conde de Champaña Thibaut IV de Blois para negociar con Pedro el Venerable el traslado de los restos a la Abadía del Paraclet, situada en Ferreux-Quincey.  Eloísa lo sobrevive 22 años y muere en 1164, a los 72 años de edad. A cambio de su petición de ser enterrados juntos y de que pusieran su cuerpo boca abajo, encima del amado, aceptó que la Abadía del Paraclet fuera incorporada a la orden de Cluny. Tal filiación no sería aceptada por Roma hasta el año 1198.

Los desdichados amantes comparten tumba en el cementario del Père-Lachaise desde el siglo XIX.