Martha Robles

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ADRIANO: UN SUEÑO CREADO

Padecer una “larga noche del alma” con suerte culmina en sueño creador. Es un estado latente, brumoso y denso que facilita los tintes trágicos. Contra el deseo de librarse de su avance nefasto se afianzan las ataduras, los pensamiento fijos y un dolor cortante que separa de sí mismo al que lo padece, hasta dejarlo en un pozo estéril. Entre espíritu recios, sin embargo,  la mente halla luz y, lejos de ceder a la tentación de la caída algo, desde el fondo, arroja destellos de lo aún  impreciso por alcanzar. En tal estado Marguerite Yourcenar prefiguró a Adriano desde la distancia que la separaba de sí.

Al trazar sus indicios ya había frecuentado la lectura de autores antiguos. Inclusive anotó su propósito de “reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del XIX habían hecho desde afuera”. El de su juventud, no obstante su precocidad, no era aún el tiempo del estallido, sino el de una poderosa concentración interior que, acaso inconscientemente, la inducía a perseguir “su mundo”, el mundo del escritor. Así consta en apuntes que dejó aquí y allá, en sus baúles emblemáticos, para reconocer años después, que tanto su voz como la sustancia de su obra ya palpitaban en sus primeros papeles. Enriquecida por la experiencia, adquirió por fin domicilio fijo, que no quietud ni pasividad. Tiró lo inútil y se quedó con lo que María Zambrano llamó “La Guía” o sustrato del autor que subyace detrás de la obra.

Para entender su memoria fecunda, así como el ideal de Zenón y desde luego la disciplina de Adriano, pensemos por analogía –con la filósofa española- que Don Quijote “bien puede ser una confesión; una confesión ejecutada, en vías de hecho, encubierta, por tanto, y que a medida en que se avanza en la modernidad se va haciendo explícita, pues que el autor va cada vez hablando más de sí mismo, de lo que sueña (…) de lo que se sorprende sintiendo, pensando…” Y en eso consistió la genialidad de Yourcenar: en probarse en situaciones límite y salir bien librada al explorar recovecos del alma, gracias al auxilio de los clásicos.

Al crear otro modo de inquirir contrastes existenciales y vencer el cíngulo de los géneros, confirmó que una historia no tiene principio ni fin, porque al fusionar su legado al hombre que cobra vida y pide ser definido, la biografía reinventa las letras.  Ella desdobló la memoria posible a partir del combate implícito en la agonía que, a la manera griega, la llevó a describir con similar esplendor la angustia de Alexis, el sacrificio de Antínoo, su más íntima pasión o el afán constructor de Adriano desde la difícil perspectiva del destino humano. Al deslizarse entre eventos del pensamiento desentrañó las edades del ser, sin las cuales no se logra unidad en la ficción verdadera.

Al respecto, Graham Greene escribió que “uno elige arbitrariamente el momento de la experiencia desde el cual miramos hacia atrás o hacia adelante”. Tal el instante en que el hombre aclara su justa libertad ysu verdadera servidumbre. Reflexivo, dócil a su natural melancólico, en agonía y consciente de los combates humanos, Adriano vio el punto sin retorno de dar forma a su aventura, así como de pensar el poder y explicarse en función de la historia. El cómo hacer literatura de su dilema y a quién dirigir el mensaje fue una disyuntiva de difícil solución, hasta que Marguerite aceptó que era el reino de la vida interior el que debía dominar la obra porque, en todos los casos, buscó al hombre que, bajo el aspecto del ser silencioso, la conduciría al método único del soliloquio para probar su estrecha dependencia de la palabra.

Tras escribir varias versiones entre sus veinte y sus veinticinco años de edad y después destruir los manuscritos que anticiparon a Adriano, el “momento” o sueño creador de una Yourcenar en plena madurez ocurrió al reencontrar un pasaje subrayado, quizá en 1927, en la correspondencia de Flaubert: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Por uno de esos vislumbres con que el destino decide manifestarse en seres privilegiados, comprendió que el emperador romano era este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo que al fin retrató desde el fondo de sí misma, auxiliada por un sin fin de voces y documentos.

Absorta en su tiempo convulso y en las afinidades expansivas de la Historia Augusta, ante la aventura de Memorias quedó atrapada no en la naturaleza imperial sino en la del hombre “casi sabio” que, al filo de la muerte, divide en dos al imperio y nombra co-emperadores a Lucio Vero y al memorable estoico que el propio Adriano renombró Marco Aurelio, autor de Meditaciones, consideradas un monumento al poder perfecto en plena decadencia de la literatura latina.

 Mediante la pasión por Grecia que uniría una obra tan amplia como profunda, Marguerite eligió el eficaz recurso de la carta dirigida a Marco Aurelio, precisamente para abarcar vínculos entre una misma herencia cultural, embates de la política, la disciplina y el poder, el envejecimiento, los términos siempre imprecisos del compromiso humano, así como lo referente al amor/dolor y desde luego a la belleza y la muerte: temas que, por cierto, la acompañaron de punta a punta. “Sólo una vez he sido amo absoluto. Y lo fui de un solo ser”, haría decir al emperador enfermo mientras evocaba la intensidad de su “Edad de Oro”. Al ensayar la muerte mediante el insomnio, él, en posesión del mayor cetro del mundo, perseguiría indicios de dignidad al dolerse de que el amor, el placer o lo bello lo abandonaron.

Y por abundar sin temor a reconocerse y exponer al lector a tal estado del alma, le debemos a Marguerite Yourcenar uno de los textos modernos que mejor se aproximan a su certeza de que es trágico el destino del Hombre. Con Greene, sin embargo, podríamos agregar que no es la tragedia lo único que nos hiere, ya que “lo grotesco también tiene sus armas, ignominiosas y ridículas”: algo que tampoco la autora eludió, inclusive en los extremos del final de su propia vida. Como ella misma, Adriano rogó que lo bello y el amor continuaran para siempre. Estas ausencias fueron el nervio de su existencia, el motor de una sensación de vacío que cursó la senda del poder ajustada al exacto término de su melancolía, disfrazada del estoicismo de Yourcenar.

A nada aspira más el verdadero escritor que a encontrar su voz, pues “tener un mundo” no es otra cosa que definir un carácter o consumar el codiciado estilo. El término, por desgracia, perdió valor al caer en manos de quienes, con la temeridad del ignorante, se denominaron “correctores de estilo”, como si eso fuera posible, pues ya se sabe que se tiene o no se tiene porque, en esencia, es la seña de identidad del autor.  Se la busque en verso, en Fuegos, en sus Cuentos orientales o en cualesquiera de los varios títulos de largo aliento, Marguerite es la misma que cursa entre llamas, en aguas quietas, durante la contemplación y el silencio o en pasajes en que el pensamiento le exigía disipar las sombras de un hombre que, frente al mar, en la lucha homosexual de Alexis o con el corazón quebrantado en su lecho, enfrenta la muerte y mira hacia atrás hasta reconocerse a cabalidad, a excusa de anhelar la paz.

El Adriano histórico, como sus antecesores, construyó caminos y mejoró la vida de las ciudades; hizo puentes y puertos en regiones imposibles, lo que vino a sumarse al gran legado civilizador de Roma. Con el modelo de César en mente aprendió a dictar diversos textos a la vez y a hablar mientras seguía leyendo. Discurrió un método de vida en el que podía cumplirse la tarea más pesada sin una sola tregua. Se propuso eliminar la noción de fatiga. Practicaba, por ejemplo, una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajo interrumpidos para ser reanudados como si nada porque podía ahuyentarlos o llamarlos a capricho, como si fueran esclavos. Esa aptitud le otorgaba, como a su biógrafa, la certidumbre de que, en vez de someterse a ellos y en atención a su imperativo de orden, eliminaba todo sentimiento de servidumbre a ideas o trabajos, así como al ánimo o al desaliento. Todo, pues, así fueran banalidades, se apoyaba en una arquitectura interior perfecta, “como los pámpanos en un fuste de columna”.

Otras veces dividía al infinito: cada pensamiento, hecho o minucia era objeto de segmentación pormenorizada en múltiples reflexiones o hechos, de manejo más simple. Lo difícil, así, se desmigajaba en un “polvillo de decisiones minúsculas”. El mayor rigor, sin embargo, lo aplicó en la “libertad de aquiescencia” (del latín <acquiescere>, quedarse tranquilo, consentir, o <quiescere>, descansar). Entrenar su conformidad ante lo grave y lo placentero le permitió gobernar sin sobresaltos internos en tanto y a ella, siglos después, la llevó a realizar la hazaña de las letras modernas con idéntica “virtud augusta”. Virtud que los llevó a cumplir  lo tedioso, amargo o indigno como “un ejercicio útil”, saboreándolo lo mejor posible.

 Autora y personajes compartieron la gracia de convertir lo tedioso e insignificante en tema de estudio, al extraerle un motivo de aprendizaje o alegría. Frente a un suceso imprevisto y una vez adoptadas las medidas precautorias concernientes a los demás, puso en boca de Adriano lo probado por ella: “me consagraba a festejar el azar, a gozar lo que me traía de inesperado. La emboscada o la tempestad se integraban sin esfuerzo a mis planes o en mis ensueños.”

Alejandro fue determinante para los grandes emperadores romanos. Trajano y Adriano no fueron excepción. Trajano, por ejemplo, soñó equiparar sus conquistas de Asia, y superarlo de ser posible. Su intento fracasó, pues a su muerte brotaron una gran cantidad de rebeliones que, herencia de Adriano, hubo que pacificar a toda costa o, en el mejor de los casos, continuar la costumbre de la guerra en nombre de la paz. Adriano, por su parte, aplicó estrategias de equidad en el ejército, similares a las del macedonio: permitió a los oficiales dar órdenes en su propia lengua; también hizo desposarse a los veteranos y procrear con bárbaras para facilitar la colonización y legitimar a sus hijos. Procuró que se afincaran allá, en el rincón de la tierra que debían defender, y no vaciló en regionalizar el ejército. Pretendió, mediante políticas casi idénticas a las del macedonio, que cada hombre defendiera su campo, su granja y sus leyes nacionales, las de Roma en primer lugar: tales centros civilizadores eran considerados palancas o cuñas para entrar poco a poco allí donde se emborronaban los instrumentos más delicados de la vida civil. Adriano también acudió, como el macedonio, al Oasis de Siwah con Antinóo, y antes visitó la tumba de Héctor, el héroe de la Ilíada. Cazó un león y un oso. Le rindió tributo en el Faro de Alejandría y acompañado del extravagante Lucio, tampoco le dio importancia a su trato con las mujeres.

Apasionante y apasionado, amante de oráculos y presagios, Adriano fue el más intelectual y cultivado de los emperadores. Helenista, fue un patrón generoso. Muchos de sus lugares visitados se beneficiaron de su liberalidad. Atenas recibió una biblioteca, un gimnasio y un pórtico y pudo también concluir el templo de Zeus Olímpico, comenzado por Pisístrato unos 700 años atrás. En Roma fundó el Ateneo, para conferencias y recitales. Construyó el Panteón, el templo de Venus y Roma, y su mausoleo o moderno castillo de S. Angelo y el puente por el que se accedía a él, el Pons Aelius. Se construyó una gran villa en Tíbur (Tívoli), convertida en fuente de ricos tesoros artísticos.

Dio otro sentido creador a la recaudación de impuestos: ordenó fortificaciones, dragó puertos y cambió paisajes ásperos. Creó bibliotecas y graneros para prever el futuro. Reconstruyó lo ruinoso y prefirió el uso de los ladrillos en Roma; En Grecia y Asia, el mármol natal. Trascendió las posibilidades de los cuatro órdenes arquitectónicos de Vitruvio. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del Partenón. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas, misteriosos monumentos metafóricos del pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de dolor, recintos de plegaria: todo para entregarse a su duelo. Dispuso su tumba a orillas del Tíber: reproducción a escala gigantesca de las de la vía Appia, aunque con recuerdos de Babilonia o Ctesifón... La Villa Adriática: “tumba de los viajes, último campamento del nómade, equivalente en mármol de tiendas y pabellones de los príncipes asiáticos...” Cada edificio era el plano de un sueño creador que se valió del poder para revolucionar su mundo. Fue tolerante con el cristianismo, a condición de que los creyentes se plegaran al orden establecido. Se dice que murió en Tíbur con un poema en los labios, dirigido a su alma: “animula, vagula, blandula” (<<almita, errante, dulce...”). Sus cartas, discursos y una autobiografía se perdieron.

Asus 47 años de edad, entre enero y marzo de 1950, Yourcenar redacta el episodio de la muerte de Antínoo en el sótano donde vivía en Bronxville, con las paredes decoradas con imágenes de la Villa dei Misteri. Llora profundamente. Sueña y evoca… No sólo está conmovida por la muerte del joven amante del emperador; también confirma lo incomunicable del dolor humano. Y así lo consigna en sus apuntes: “Un hombre lo ha sufrido, se ha debatido contra ese sufrimiento, y luego lo ha olvidado. Está muerto.” Y, más allá, la afirmación decisiva: “La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana (…) en tanto y la vida me aclaró los libros”. “Sólo podrán comprenderme algunos conocedores del destino humano”. Así, cuanto más se esforzaba en lograr un retrato fiel, más se alejaba del hombre y del libro que podrían agradar. El resultado: la obra de un genio sin la cual no podríamos comprender la turbulencia de nuestro tiempo.