Martha Robles

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Alaíde Foppa. Su signo trágico

Empezaba a leer El segundo sexo cuando la conocí.  El feminismo se infiltraba a cuenta gotas en la Universidad. Con Cuba en el corazón, el ‘Che’ en las consignas, los ideales en las guerrillas y el estalinismo en la ceguera ideológica, las izquierdas no reparaban en la llaga más rancia de la opresión femenina. Era la Guerra Fría: la Iglesia tiraba con fuerza  hacia la derecha atada al capitalismo. Con igual intensidad el comunismo jalaba hacia una izquierda múltiple, pero tan intolerante y cerrada como su contraparte. En los agitados años sesenta y setenta, en medio quedaban colgadas las mujeres, los afroamericanos, los asiáticos, los “braceros” y la amplísima muchedumbre confinada en “minorías”: sórdida y confusa clasificación para los indeseables en Estados Unidos.

Un buen número de iniciadoras de los movimientos de liberación en ese país se decepcionaron con la New Left y demás vertientes en boga porque, en vez de tomarlas en cuenta, los activistas las usaban de secretarias, en la cama, para servir los cafés o repartir volantes. Así, la lucha de las mujeres siguió por su cuenta. Mientras tanto, a América Latina y empezando por las ideas, todo llegaba tarde y torcido. Las dictaduras no daban tregua y por montones los jóvenes soñaban unirse a las guerrillas. No regresó la mayoría de los atrevidos. Las lectoras en otras lenguas se contaban con los dedos. Hasta en eso era distinta Alaíde Foppa. Estaba marcada por residencias pasadas o recientes en Europa, por su inteligencia crítica y su amplitud de miras, por su matrimonio con un adinerado abogado formado en Alemania, Alfonso Solórzano, fundador del Partido Guatemalteco del Trabajo, con quien tuvo que exiliarse en México al ser acusado de izquierdista.

Fue de las poquísimas en conocer en estas tierras The feminine Mystique, publicado en 1963. Su autora, Betty Friedan, haría estallar la revolución sexual a partir de sus señalamientos no ideológicos, sino centrados en la invisiblilidad de las mujeres y con la tesis que Alaide enarbolaría como divisa de equidad más de una década después, al discurrir y cofundar, en 1976, la popular revista FEM: el feminismo hermana a todas las mujeres sin distingo de clase, credo, ideología, raza, cultura o condición económica. En tanto y los movimientos avanzaban con altas temperaturas en estados como California, en México unas cuantas mujeres elevaban a Beauvoir a santa patrona del feminismo. Las "de avanzada" la llamaban "Simona" con la pedante y falsa familiaridad de quienes creían saber todo lo que había que saber –y más- de equidad y alegatos liberadores, no obstante su actitud discriminatoria. Sin negar su importancia, la supremacía de El segundo sexo impidió en cierta forma un oportuno y necesario acceso de las latinoamericanas a la variedad de versiones que, sobre todos los aspectos de la realidad femenina, invadieron las editoriales en los países avanzados.

Por encima de las que comenzaban a darse a notar, Alaíde era un carácter. A primera vista me deslumbró su singularidad. Cubría su cabeza con turbantes de seda, como Simone de Beauvoir, pero sin renunciar a su individualidad. Poeta, maestra, traductora e historiadora del arte, nació en Barcelona, ​​pero vivió en Bélgica, Francia, italia, Argentina y Guatemala, su patria. Al emprender en México una historia familiar de exilios, en 1946 nació Julio quien, aunque procreado con Juan José Arévalo, expresidente de Guatemala, fue adoptado por Solórzano y considerado el primero de sus cinco hijos.

Compañeros en la Facultad, otro de sus hijos, Mario Solórzano Foppa, me llevó a conocerla. Adormilados por el espantoso aburrimiento de las clases, no dudamos en emprender la retirada. “Te invito a desayunar –me dijo con su sonrisa habitual- la vas a pasar mejor que aquí”. Era encantador. Ducho en varias materias, ya había transitado unos semestres por la carrera de arquitectura. Moreno, de abundantes cabellos rizados, de complexión maciza y talento notable, opacaba el tono general de la Facultad. En cuanto llegamos a su casa de la calle Hortensias, en la colonia Florida, entramos hasta la habitación de su madre. Y ahí estaba ella, sentada entre almohadones a media luz, como una reina en el centro de la cama. En sus piernas, sobre la manta, la mesita donde solía escribir antes de levantarse tarde; a su lado, una charola con el café en loza de porcelana. Sofisticada, seductora, distinta, Alaíde hablaba con voz dulzona y pausada, sin ocultar su gusto afrancesado y sin caer en lugares comunes. Tras revisarme con discreción de pies a cabeza, me indicó que me sentara a su lado. Cautivada, pasaron horas sin darme cuenta. Cultivamos cierta amistad solo interrumpida durante mis estancias en el extranjero.

Alaíde fue un carácter. De ascendencia guatemalteca por parte de madre y argentina por la vía paterna, nació en Barcelona. Antes de exiliarse en México e impartir clases de literatura italiana y sociología en la UNAM, vivió en Guatemala, donde inició su compromiso al sumarse a la Agrupación de Mujeres contra la Represión. Era una delicia charlar con ella y atestiguar cómo estaba consciente de su natural elegancia, a pesar de ser una legítima luchadora social. Respecto del refinamiento que lejos de ocultar afianzó, no faltaron prejuiciosas que descreían de su conciencia crítica acaso porque, en su cortedad, les costaba asociar inteligencia y feminismo con educación esmerada.

Las guerrillas guatemaltecas de los años setenta hicieron que la fatalidad entrara en su casa por la puerta grande. Los gorilatos eran feroces y fáciles de contagiar los ideales liberadores. La casa de los Solórzano Foppa, en México, nunca estuvo cerrada para combatientes ni luchadores sociales. En unos cuantos meses, entre 1980 y 1981, la familia quedaría rota y devastada: su hijo Juan Pablo, miembro del Ejército Guerrillero de los Pobres, fue abatido por las fuerzas del gobierno guatemalteco, en junio de 1980. No pasaron dos meses cuando Alfonso, su padre, en agosto fue atropellado acaso accidentalmente en la Avenida de los Insurgentes. Con el dolor a cuestas por el hijo y el marido, Alaide inventó cualquier excusa para regresar a Guatemala de manera clandestina e integrarse a la guerrilla. De inmediato fue secuestrada y declarada oficialmente “desaparecida”, el 19 de diciembre de ese año, 1980, con 66 años de edad recién cumplidos. Como si las desgracias no bastaran, mi amigo Mario, fundador del Nuevo Diario y director de un programa de televisión en el Canal 7 local, fue ametrallado a plena luz el 9 de junio de 1981, en la 9ª avenida de la ciudad de Guatemala, sin que quedaran rastros de su cuerpo. La noticia del crimen fue demoledora…

 De los tres hermanos sobrevivientes, leí que ninguno siguió en México: Julio y Silvia eligieron Guatemala; y Laura, Ecuador. De tantas tragedias que conocimos de cerca o de lejos en aquellos años, ninguna calaría tan hondo como la de Alaíde y su familia. Su memoria es un latigazo ardiente. Del psicoanálisis a la guerrilla, del arte en general a la poesía, del libre pensamiento al feminismo, de los derechos humanos a la defensa del planeta… Se trataba de abarcarlo todo cuando el mundo nos atiborraba de mensajes contradictorios que, de menos, desembocarían en la violencia actual. En aquella vorágine, forjar un destino no era desafío menor. Sobre la memoria de crueldad y tantos muertos, muchos de nuestros mayores cayeron en el olvido, legaron cenizas o se perdieron en laberinto. El recuerdo de Alaíde Foppa, en cambio, insiste en llenarme de dudas sobre el sentido y la trascendencia del sacrificio que solo deja dolor en quienes quedan para llorar las ausencias.