Martha Robles

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Alberto Manguel, otra vez

Manguel, en su Biblioteca de Noche (de la web)

Celebro que ha sido distinguido con el Premio Alfonso Reyes 2017: una buena noticia en medio de tanto horror.  Tenía otra página lista, pero preferí publicar de nuevo (corregida) esta entrada de agosto 21 de 2015 a modo de homenaje.

Vivir en los dos lados de la palabra –silencio y comunicación, lectura y escritura-  es su verdadera patria. Hijo de diplomático argentino, canadiense por adopción y residente en el sur de Francia por razones de amor, entre viajes, lenguas y alguna institutriz avezada, forjó la personalidad del apasionado de las letras que ahora es acreedor de la más alta distinción que existe en el país: el Premio Internacional Alfonso Reyes, otorgado por la Secretaría de Cultura y el Gobierno de Nuevo León al través de varios organismos académicos y culturales. Y como para el destino no existen casualidades, lo primero que noté es que anuncian el Premio no en el cumpleaños de Reyes (17 de mayo), ni siquiera en el aniversario de su muerte (27 de diciembre), sino en 118 aniversario del nacimiento de Jorge Luis Borges: 24 de agosto. A querer o no, estamos hechos de signos y símbolos; en este caso, Manguel puede explicarse sin Reyes, aunque jamás sin Borges.

Escritor de raza como Malraux,  Steiner, Sebald, Paz o el propio Reyes, lo imagino perfectamente como lector elegido por un Borges casi sexagenario, ciego y, al percibirlo, seguro de una vez para siempre  de que “cada hombre ha sido todos los hombres”. Quizá eso pensaron los dos al estar uno frente al otro y reconocerse, cada cual desde su orilla: Manguel, casi niño, en la identificación no tan inconsciente de un destino consumado; Borges, al evocar en el otro al joven que fue… Pasado y futuro como dos espejos, dos tiempos que se encuentran.

Lo supo el memorable ciego al advertir que el muchacho de 16 años trabajaba después de la escuela en la librería anglo-alemana Pigmalion.  Guiado por su madre, acaso intuyó que era uno de los suyos.  Fue un gesto o cierta manera de hablar y desplazarse sin titubeos de una a otra lengua. Es factible que percibiera en su andar sigiloso un reflejo leve de su propia persona.  Tal vez anticipó la precocidad del lector entrenado que tarde o temprano sabría, como el mago soñador de “las ruinas circulares”, que “es el sueño del otro”. Lo cierto es que antes de que el muchacho mismo lo asimilara, Borges no dudó de que el mundo de Alberto Manguel era el libro y su pasión, como buen fabulador, explorar las infinitas posibilidades del misterio y del destino; es decir, sin duda estaba tocado por “el perdurable fin de la literatura”.

Muchos años, experiencias y textos después, a la vera de recuerdos entretejidos de verdades ficticias y sueños fabulados, un reconocido Manguel, que para su escritura eligió el inglés antes que el español, publicó en En el bosque del espejo “Borges enamorado”: semblanza del maestro evocado desde sus pobres danzas con un Eros que si alguna vez lo flechó, lo hizo con letras. Consciente del poder que adquiere el detalle en el perfil del personaje, cuidado tuvo de apuntar “la eficacia con que Borges usaba el temblor de su voz”. El relato fluye con soltura inusual en Manguel y hasta deja entrever la desastrosa intimidad de su fugaz matrimonio con Elsa Astete de Millán, recomendada por su madre porque “era viuda y conocía la vida”.  No que se ignoraran episodios como éste, es que Manguel lo fusionó al amo de la palabra y amante inepto para mostrarlo en el difícil contraste que mejor lo humanizaba: como un hombre de pies increíblemente chicos que “saludaba dando una mano flácida, como sin huesos, como si le resultara incómodo soportar el contacto”. Un hombre, pues,  capaz de inventar la historia del Aleph, “un lugar en el que se ha reunido la existencia entera”, y dolorosamente pequeño a la sombra de las mujeres.

Líneas como ésta no tienen desperdicio: <<En Harvard, a donde habían invitado a Borges a dar una conferencia, (Elsa) insistió en que le pagaran más y le dieran un alojamiento más lujoso. Una noche un profesor se encontró a Borges fuera de la residencia, en pantuflas y pijama. “Mi mujer me echó de la pieza”, explicó profundamente embarazado. El profesor lo alojó por esa noche y a la noche siguiente se enfrentó con Elsa: “A usted no le toca verlo debajo de las sábanas”, le respondió ella>>.

Y en lo que a mí respecta, agregué a Manguel a la sección de los imprescindibles, muy cerca de mi escritorio, desde el día que en una hermosa y antigua librería madrileña descubrí Guía de lugares imaginarios, escrita en colaboración con Gianni Guadalupi. Con puntualidad y no sin dejar pasar por alto la desgracia que éste de las letras verdaderas es por excelencia El infranqueable universo masculino, donde ni por accidente entra una mujer, he seguido con puntualidad su obra: editor acucioso, traductor, prologuista y autor de antologías tan claramente relacionadas con las aficiones de Borges, que no hay más que abrir los dos volúmenes de literatura fantástica, titulados Black Water 1 y 2 para confirmar que entre estos dos argentinos se tiende una nada misteriosa fascinación. Lector arquetípico, ensayista, narrador y borgeano al fin, por determinación de las Moiras, todos sus libros son uno solo y cada uno  incita a releerlo como si fuera distinto.

Recorro sus temas como los alfabetos labrados que sueño y, renovados, vuelvo a soñar desde niña.  Es la imagen circular que asciende y desciende sembrada de palabras, como la mítica Torre de Babel.  Son los referentes de los nombres, de los biblos y las voces que no cesan de maravillarme, como la Esagila o templo de Marduk e igual que el misterio sobre el enredo de lenguas que consagró el zigurat Etemenanki, desde que el hombre quiso igualarse con Dios.

Como no ser a Borges, Alberto Manguel no se parece a ninguno. Solo a él vislumbro encerrado en “la celebrada Biblioteca de Babel, que algunos llaman ‘el Universo’ y contiene todos los libros posibles, incluida ‘la relación verídica de tu muerte’.”  Únicamente el autor de Ficciones pudo haber discurrido el resumen de “la infinita biblioteca” “en un solo libro de páginas infinitamente finas…” que Manguel –conocedor absoluto de sus obras y respectivas traducciones, notas, comentarios y todo lo demás- habría auscultado con todos los alfabetos e interpretaciones posibles. No es extraño por eso que también descubriera que “mucho más que el laberinto, lo que insistentemente aparece en su escritura (de Borges) es la idea de un objeto, lugar, persona o momento que es todos los objetos, lugares, personas o momentos.”

Y para colmo de las identificaciones no tan secretas entre los dos argentinos, desde 2016, hace apenas un añito, Manguel dirige la emblemática Biblioteca Nacional de Argentina que, como se sabe, resulta imposible separar de la biografía del autor de la Historia de la eternidad, Historia universal de la infamia, Ficciones, Otras inquisiciones…

Un título me llevó al otro y al mismo de nuevo; siempre uno y distinto. Así e invariablemente comencé a imaginarlo integrado al Museion, durante el esplendor alejandrino, discutiendo con Eratóstenes de Cirene sobre las ventajas de aumentar los rollos de la Biblioteca o experimentando con registros temáticos, ya discurridos por Zenódoto de Éfeso. Sus títulos, el libro en sí, la fantasía libresca, el rescate de universos en donde todo es posible y la aventura erudita que suele fijar en el eje de sus ensayos, más narrativos que reflexivos y más circulares que emparentados al Michel de Montaigne que casi todos los ensayistas llevamos en el alma, reflejan esa filiación teñida de identidad con el Borges de carne y hueso que conoció al dedillo.

Más que al frágil ciego y emperador de la paradoja a quien le fascinaba el cine y el que tras sus malos negocios con Eros reconoció que “el destino del héroe moderno es no llegar a Ítaca ni alcanzar el santo Grial”, Manguel lleva en sus venas al enamorado de los libros, al coleccionista de historias y al peculiar perplejo que dejaba a sus escuchas boquiabiertos. Un Alberto Manguel con todos los Borges y uno creó su nombre propio con la certeza de que nuestras vidas, las verdaderas,  de tiempo atrás han quedado encerradas en las páginas impresas.

Como quien realiza la misma y paradójicamente distinta exploración del libro -esa prodigiosa “extensión de la memoria y la imaginación”-, Manguel ha realizado su propia e intransferible historia de la lectura, sus relecturas y extravíos de la razón, sus ensueños y su Babel particular, donde guarda su sitio Lewis Carroll y sin que lo arredren los saltos de Platón al Medievo, del Renacimiento a las glorias de Shakespeare, de Dante a los enciclopedistas ni el inacabado paseo por 6 mil años de escritura hasta rematar en el lenguaje de la web.

Exquisito como pudo ser el filólogo alejandrino que aguardaba en el puerto de Pharos el desembarco forzado de cualquier libro que se encontrara en las naves; sensible al olor del papel, a las texturas, ilustraciones, capitulares, signos, tipos o caligrafías, imagino a Alberto Manguel en su “Biblioteca de noche” mascullando el arte de arrancarle historias nuevas a voces viejas, recreando la escena en que su totémico Borges describía el asombro de Dante cuando Beatriz, en un instante, se vuelve para siempre hacia la eterna fuente de luz. No me extraña advertir que este mullido hombre “de antes”, delicado si los hay en esta selva poblada de intelectuales feroces o desgraciadamente invisibles, es un bibliotecario en estado puro, un lector extraído de los mejores logros ptolemaicos que se antoja intocado por el tiempo.

Por eso no es difícil biografiarlo con y entre sus propios párrafos, pues si como lector particular de Borges la universidad le aburría, no le quedó más que fundirse al espíritu del libro para desplazarse como un soñador universal por su biblioteca de noche: un lugar “gratamente disparatado”, como lo reconoce, donde comparte tránsitos nocturnos de Stevenson y Kipling, celebra un hallazgo de la Enciclopedia Brockhaus o acaricia con fervor las varias ediciones comentadas de Dante. Borgeano al fin, no le son ajenas las voces ficticias ni las apariciones reales en sus múltiples espejos de personajes tan amados como Sherezada y Humpty Dumpty, Montesquieu y san Agustín, Chesterton y algún oscuro o luminoso medieval que, quizá residente de la pequeña localidad de Poitou-Charentes, dejó su alma entre muros de la granja renovada donde él y su compañero, Craig Stevenson, decidieron instalarse al iniciar el siglo.

Tema, sustento y entorno de su vocabulario inequívoco, la biblioteca de casi 40 mil ejemplares no es uno más de sus hermosos “lugares imaginarios”, sino el paraíso “disparatado” donde comprueba que “un libro se remodela con cada lectura” y donde se aventura en la noche “con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido”.