Martha Robles

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Alfonso Reyes, otra mirada

Cuidó en sus diarios la memoria del escritor menos expuesto, celoso de su intimidad: nada infrecuente en miedosos de la apariencia y el qué dirán.  Vanidoso, dejó sin embargo huellas del hombre  detrás de sus libros. Su archivo es una siembra de signos velados, datos de su carácter depresivo y cartas, muchas cartas. Apuntó claves históricas y personales de la monumental figura paterna que tanto padeció, hasta quedar abatido en la Ciudadela el 9 de febrero de 1913, durante la llamada “Decena trágica”. A su madre dedicó un casi clínico y sentimental libro de recuerdos el día que él cumplió sus 68 de edad. Si en Parentalia trazó la semblanza del México porfirista como retrato de familia, en los entresijos de su trato con las mujeres  proyectó el perfil del conservador que difiere de la figura en bronce que estamos habituados a enaltecer. Abundan infiltraciones contrapuestas entre el personaje público y el privado. En este sentido, solo las miradas resignadas, cómplices o impotentes conocieron  al licencioso que no se privaba de goces, a pesar de que decir Alfonso Reyes y fervor por las letras ha sido y es prácticamente la misma cosa.

“Una razón mediadora”, escribió María Zambrano. Lo evocó en Las palabras del regreso al referir que él llegó por ahí cuando, en Pátzcuaro, ella lloraba frente al lago con el dolor del transterrado. Lo llamó  “hombre sosegado, dueño de sí, consolador, de esos hombres que hacen falta siempre, de esos que se hacen imprescindibles en determinadas ocasiones”. Amigo y colaborador de Genaro Estrada y otros  protagonistas en la doble historia del exilio –la de España por lo que perdió y la de México por lo que ganó-, nunca han faltado agradecimientos por participar de esta noble misión de la que varias generaciones salimos beneficiadas. Sin embargo, no sería México la tierra de acogida que elegiría esta enorme filósofa, pero no dudó en llamarlo sabio, como él mejor gustaba ser reconocido.

Unas dos décadas atrás, cuando al llegar a Buenos Aires como embajador conoce al portento femenino de libertad, inteligencia y fervor por la cultura, cuya pasión por las letras le daba el quién vive, Reyes la describe el 17 de octubre de 1927, con estas  cursis palabras: Victoria Ocampo, diosa colosal, volante, en manto de plata, como en Rubens sin carnes flojas, en esta catarata de síes. Políglota, viajera, cosmopolita, heredera y mecenas, promotora, ensayista, intelectual fuera de serie, casi de su edad y cofundadora de la emblemática revista Sur, tanto su obra como su vida  son un hito en la historia argentina. Consciente de que su personalidad opacaba a sus coetáneos, lo invitaba de tanto en tanto a tomar el té en su famosa casa, convertida en centro de cotilleos y de cultura. Presidía el ambiente tertuliano que el mexicano no dejó de disfrutar ni de aprovechar, aunque gustaba quejarse de su activa vida social. En realidad, en sus diarios se exhibe como  un melindroso. Sobre cuán útil le era Victoria Ocampo para relacionarse con los connotados, escribió en 18/10/28: Los hombres me hubieran servido de poco. Las orientaciones que yo necesitaba, solo de una mujer podrían venir: y de una superior, como ella. Durante periodos intercalados de proximidad y distancia mantuvieron una  amistad literaria, inclusive por correspondencia. A su muerte, en 1959, en una especie de obituario Victoria  reconoció con largueza las virtudes intelectuales del mexicano.

Reyes se carteó con Gabriela Mistral y con la infortunada y doliente Juana de Ibarbourou.  Testimonios de  cortesía,  las cartas  no comparten la camaradería que lo hacía sentirse a sus anchas con sus pares masculinos. Bajo su formalidad mantuvo intacto al libidinoso sutilmente descrito por Carlos Fuentes cuando, en Cuernavaca, “se sentaba a florear a las muchachas que pasaban por la plaza que entonces lo era de laureles y no de cemento”.  Reconocido mujeriego, este es el Reyes menos explorado y lleno de detalles desagradables que confirma lo que sabemos: el ámbito intelectual no se sustrae del machismo ni de la vulgaridad.

Las coetáneas del escritor regiomontano eran menos que invisibles. Las intrépidas o adelantadas, si acaso, asomaban la cabeza o algo más aun a sabiendas de que “a la que asoma la cabeza, se la cortan”. Eternas ninguneadas, cabe decir que lo que no se ve no se puede nombrar. Por eso esta reveladora omisión dota de sentido  lo que  aún brilla por su ausencia. La evidencia pone de manifiesto la escasísima presencia social de las mexicanas en el pensamiento, las letras, las artes, las ciencias y la cultura en general. Más ostensible es la inadvertencia si consideramos que nuestro escritor cumplía sesenta años de edad cuando, a propósito de la profusa publicación de El segundo sexo, las mentes más avezadas  comenzaron a repetir, con Simone de Beauvoir, que no se nace mujer sino que se llega a serlo. Indiferente a las reacciones internacionales sobre este importante hallazgo, la visión del mundo y de la mujer  fue el ejemplo opuesto en la personalidad de Reyes: el machismo.  Hay que agregar que tanto en lo individual como en lo colectivo el hombre –o la idea del hombre- es asimismo el producto mejor logrado de una cultura, un país y un credo específico. A excusa de la religiosidad el credo fomenta prejuicios en detrimento de la justicia y la dignidad. Las excepciones, en ambos casos –el del hombre y la mujer-, confirman la regla. La relación de Alfonso Reyes con las mujeres demuestra que se puede pertenecer a los más altos estratos, gozar de una educación privilegiada o ser un hombre de letras y de manera simultánea, dejar intacto el machismo que se encarniza donde escasea la  educación emocional. Esto significa que es y ha sido tan potente la supremacía del patriarcado que ni siquiera el saber adquirido elimina la inercia deformante de lo recibido.

A la voz “a tu mujer no la alabes, que lo que vale tú lo sabes”, Reyes añadió para sí una advertencia asegurada: “no te cases con mujer que te gane en saber”. Con estos y otros refranes como telón de fondo, a partir de que en 1911, a sus 21 de edad, desposó a Manuela Mota ya embarazada,  aplicó la consigna: “a fraile no hagas cama ni a tu mujer ama”. Dicho lo cual, mantener mujer y hacer del matrimonio un mal necesario fue norma no declarada, aunque cumplida hasta el fin.  La conservación convencional del matrimonio y la paternidad sería trámite del “buen esposo” para sortear con ella y el único hijo malos y buenos tiempos. Templada por su educación porfirista, gracias a la tolerante complacencia de Manuela, nuestro memorable escritor tuvo el ánimo y las condiciones para vivir a plenitud como mejor disfrutaba. 

Los períodos de “la grata compañía” que celebrara el comelón don Alfonso, tan amigo de la conversación como de los buenos platillos, no solo fortalecieron su perspectiva intelectual en Madrid y París sino que contribuyeron a hacer de él, en plena madurez, lo que Unamuno definió “un carácter”. Así, con una obra que ya en España lo acredita como una figura en el ámbito de las letras, emprende en principio a regañadientes y cuando no cumplía sus cuarenta de edad, el que será durante algo más de una década un fecundo y placentero servicio diplomático en Argentina y Brasil.

Con especial visibilidad en la próspera sociedad argentina, que durante la segunda y tercera décadas del siglo XX tuvo un gran auge económico y social que repercutió tanto en la europeización de los criollos como en un fuerte impulso a las actividades culturales, en Sudamérica compartió su pasión por las letras con goces menores y por demás transitorios. Prefería deslices con mujeres casadas y a la sazón tertulianas, como indican  indicios en su correspondencia o en sus Diarios. No que lo supusiéramos un gran amante o siquiera un amador caballeresco, a la manera  de modelos medievales que transitaron por sus lecturas; más bien don Alfonso, quien ya era don Alfonso en sus cuarenta, se entretenía con encuentros furtivos: ninguna hoguera digna de mencionar; ni siquiera vislumbres del romanticismo que tanto admiró de Goethe; ninguna constancia de desgarramiento a lo Werther o siquiera algo parecido a los dramones de Stendhal, Flaubert o tantos más, de cuyas novelas algo brincó hasta sus ensayos sobre autores y letras.

Amante de Grecia, reconoció  la señal del destino. Mantuvo fidelidad a la palabra e hizo de ella su única y verdadera patria: la patria del idioma. Supo desde edad muy temprana que el Hado no le había deparado pasión mayor a la pasión por el saber y las letras, que no es poca cosa. La circunstancia, sin embargo, no le impidió disfrutar del affaire de peau o sin compromiso, como el que sostuvo en su casita cercana a Buenos Aires, La Pascuala, en Tandil, con  Nieves Gonnet, a partir de 1928, de quién él mismo describiría su perfil: Nieves Gonnet de Rinaldini es una de las mujeres más notables de Buenos Aires (…) Tiene cenáculo literario, y Pedro Henríquez Ureña la adora a su manera. Su esposo es un hombre agradable e inteligente, muy discreto. Su casa ha sido posada familiar de todos los mexicanos ilustres (sólo de esos) que han pasado por las tierras del Plata (…) sería perfecta si fuera francesa (…). Y es metálica, gritona, acerada, como buena argentina y buena catalana. Pero vale mucho, y en ella la constancia sustituye del todo a la ternura.

El cambio de sede diplomática dejaba atrás los amoríos a cambio de los nuevos. Así lo confirma a Nieves en estas líneas cercanas al final de su vida, que ilustran hasta dónde las pasiones se activaban de un solo lado y no del suyo, por cierto: Tu posees la naturaleza epistolar que yo perdí en la adolescencia. NO sé decirte nada que valga la pena ni equivalga a tus admirables efusiones, que tanto me interesan y me conmueven… Mientras buscaba las cartas entre ellos, no halladas en libro impreso, descubro hasta dónde vigiló este hombre que ninguna palabra propia o ajena quedara fuera del registro puntual en su archivo. Leo, por ejemplo, que hay 30 misivas a Gonnet y 45 de ella, cuya data abarca de noviembre de 1926 a la muerte de él, en 1959. Quiso la casualidad que encontrara esta importante confesión a la “Güerita”, de enero de 1932, escrita en Río de Janeiro:

La vocación de las letras ha sido una de las razones que me detuvo la mano cuando pensé seriamente en suicidarme.- Cuando yo tenía la edad de mi hijo, yo era un líder de estudiantes; tenía éxitos oratorios todos los días; una estupenda cabellera rubia; era campeón de esgrima francesa en la Escuela Preparatoria, y de esgrima italiana en el salón de Timperi; era futuro príncipe heredero (mi Padre iba a ser Presidente cuando le diera la gana, y era ya uno de los prestigios más poderosos, era un objeto de adoración mística). Yo, que me daba cuenta de lo que son las vanidades políticas y veía los resultados ya en la casa de mi hermano (que era el primer bufete de abogado de la República) no me dejaba marear con los éxitos. Además, me defendían dos cosas: mi melancolía enfermiza, natural, que de tiempo en tiempo subía a flote y me borraba todos los halagos de la vida,- yo entonces lloraba mucho a solas; y, por otra parte, mis amigos. Mis amigos se llamaban Pedro, Caso, Vasconcelos: me decían la verdad, no me dejaban envanecerme.- Me enamoré de un modo único, espantoso, asolador, indescriptible; pasé por todo, lo afronté todo. En mi casa había el respeto pánico a la autoridad de mi padre, y la reacción sagrada de la intangible voluntad de mi hermano mayor, en cuya casa yo vivía entonces. Nada me acobardó: me hice mi nido de amor aparte. Me encerré allá con la mujer y los libros. Me impuse a todo y a todos de tal manera, que nadie se dio cuenta, Fue como el aire: nadie lo siente, nadie lo ve, y nos rodea. No tuve que luchar: fui naturalmente libre. Eso me salvó. De otro modo, yo me habría matado: Pero como el amor trae consigo sus propios sufrimientos, yo quería morirme todos los días a causa del mismo amor. ¡A qué frágiles pretextos que agarraba mi vida, mi instinto de salvación! Mira: después de un día de estragos sensuales, de horribles tragedias de inconformidad, de lágrimas y violencias, cuando yo había pedido cien veces la muerte, me quedaba completamente exhausto. Eran las ocho de la noche. A esa hora yo tomaba el tranvía para volver, desde el lejano barrio, a la casa familiar de mi hermano. Era tal mi fatiga, que a veces me dormía en el tranvía, pobre criatura rubia de menos de veinte años! No tengo piedad cuando me acuerdo! Entonces sentía yo que mi vida se refugiaba en su mínima expresión, se aferraba a su egoísmo mínimo para no acabarse. Me daba yo cuenta de que, en ese instante, Ella no me importaba, de que ya sólo me interesaba sentir la sorda continuidad de mi respiración y mi sangre, el bienestar de mi máquina biológica que seguía funcionando. Y me decía yo a mí mismo, -sin duda porque me lo dictaba al oído mi ángel guardián-: "Puesto que hay horas del día en que ESO nada te importa, debes seguir viviendo: concibes la posibilidad de una vida sin ESO. Además ¡acuérdate qué feliz eres cuando haces versos!" Y de esto se prendía mi vida, Nieves, te lo juro.- No se lo he contado nunca a nadie. No sé cómo te lo estoy contando a ti. Perdóname que lo haya hecho. Quiéreme: Haces bien, porque me hace falta, me hace bien, Calla: no digas nada. Mi mano en tu boca. A.

Propio de su generación, la consigna en todos los casos, incluida la relación con la poeta brasileña Cecilia Meireles,  era una e inviolable: disfrutar las estaciones amorosas, como los marineros, y dejar los menos vestigios testimoniales posibles, como se esperaba de cualquier adulterio para no vulnerar la tranquilidad de su nombre o su rutina. No faltan curiosos que escudriñan los hábitos amatorios de don Alfonso  y arrojan luz sobre una intimidad que supuso resguardada. No obstante, es pertinente realizar “un deslinde”, entre las relaciones literarias con escritoras como María Zambrano, Victoria Ocampo, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral o Cecilia Meireles y las huéspedes de paso o adulterios decantados por la amistad epistolar, cuando la abandonada así lo quisiera. En realidad,  Reyes cumplió con los usos de los casados en lo tocante a las infidelidades y las formas de utilizar a las mujeres. En el común entendido de que la esposa era la “catedral”  y las amantes las “capillitas”, el muy apreciado y no tan encubierto affaire de peau sería uno de tantos hechos que se daba por sentado, pues cuando se trataba de fuego la única hoguera que lo mantenía encendido era la atizada con papel y tinta para potenciar la escritura.