Martha Robles

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António Lobo Antunes en mis diarios

Vivir es como escribir sin corregir, se lo he leído dos o tres veces a Lobo Antunes. Tiene razón.  Pienso en el guión mal dispuesto y al fin entregado al azar que determina nuestras vidas. Compatible en lo esencial con mi talante, su relación con el silencio, la soledad y muy especialmente con la literatura ha sido eje de una estrecha, muy estrecha conexión de-un-solo-lado, siempre al través de la lectura.  No pierdo de vista que, desde Memoria de elefante, advertí que en su sensibilidad y su peculiar estética finca su identidad dubitativa y el nervio de su obra, una falsa dualidad que, en apariencia, aún lo sostiene al filo de la vejez.

En el modo peculiar de ver y entender el mundo de este portugués que dejó el tiempo completo de la psiquiatría para consagrarse a las letras descubrí el filón poético que a tantos contemporáneos ha sido negado. Para no apreciarlo demasiado tuve que separar al António Lobo Antunes que supuse real del autor en posesión de un finísimo estilete para escudriñar recodos del alma.  De preferencia oscuros, estos recovecos que al parecer tanto lo atraen, obligan al lector a meditar sobre los misterios de la existencia. Así en Tratado de las pasiones o en El orden general de las cosas.  Con la figura de la muerte en perspectiva, despliega los dones refinados de su profesión inicial  para bucear en las vilezas y las embrolladas razones que mueven la conducta,  tanto de los individuos como del Estado.

Uno de nuestros contemporáneos más notables, este gran novelista lisboeta no duda en zambullirse en el pozo inescrutable de la complejidad psicológica. Precisamente donde las frustraciones, los gozos y en general “las pasiones” van desnudando –de preferencia en primera persona- esa cosa extraña y con frecuencia enojosa que llamamos “condición humana”. Cuando pienso en la trillada “nuestra condición”  inevitablemente recuerdo el pasaje casi inicial de las Antimemorias de André Malraux. Me refiero a unas breves líneas que sintetizan la vida entera en voz del futuro capellán de Verçors, su dialogante en la Resistencia quien, en 1940,  entregaba partidas de nacimiento a manos llenas para salvar de los nazis a los judíos. Que después de unos quince años de confesar, “nada le había enseñado la confesión”, salvo que “la gente es mucho más desdichada de lo que pensamos….  “Y, además, lo que pasa es que, en el fondo, no hay gente madura”.

Ese mutuo afán de especular sobre la vida –acerca de la vida frente a la muerte-  me llevó a establecer vasos comunicantes entre el complejísimo Malraux y el no menos complicado Lobo Antunes.  No obstante la distancia entre sus edades, sus mundos, sus biografías y sus respectivos modos de abordar la aventura humana, ambos convergen al forzarnos  a reflexionar en nuestras propias interrogaciones.

Coincido con el capellán y con el padre y el abuelo de Malraux en que el hombre es un mísero montón de secretos. En lo fundamental, el hombre está hecho de olvidos, de lados oscuros, de muchas frustraciones y de esas pasiones en las que el portugués bucea dudando de si él mismo es en verdad el gran escritor que los demás creemos que es.  A diferencia del autor  de La condición humana y fundador del Museo del Hombre, Lobo Antunes suele preguntarse cómo es que los lectores de tantos países se interesan por sus libros. En contrapunto de las dudas e inseguridades confesas del lisboeta, el colega francés murió entronizado en un ego monumental.

Él era él en lo público y lo privado, en el amor y en el desamor, en la gloria y en el dolor. Vivió como el gigantesco Malraux de las letra de la V Republique: un hombre de su tiempo que supo a la perfección quién era en la historia, en la cultura, en las letras e inclusive en el aprecio que le profesó Charles de Gaulle.  Hay que releer Los robles que se abaten y La hoguera de encinas para comprender el trasfondo de la  monumentalidad de su dialogante Charles de Gaulle, quien a su vez colmaba los días y la imaginación popular al afirmar sin pudor: ¡¡¡Je suis la France!!!!, especialmente al encumbrarse como un gran estadista, a partir de 1958.

 Claro que la literatura es la vida y una pasión, acaso la más intensa de todas. De suyo desciende de la vida y se regresa a la vida. La voz, las voces de Lobo Antunes, rítmicas y hermosas, traspasan lo aparente y donde menos se lo espera, detienen el aliento. En su estilo caben la pausa y la fuerza vital del silencio. A diferencia del ensoberbecido e inalcanzable Malraux, aunque no menos talentoso,  este peculiar  escritor/psiquiatra portugués y protagonista él mismo de guerras internas y externas,  se aventura a cruzar el otro lado, como gustaba a Borges y al mismísimo Lewis Carroll; es decir, António Lobo Antunes es un explorador magnífico del revés del alma/espejo. 

Coincido con él en que muchas veces es preferible fascinarse con los escritores a través de sus libros que desilusionarse al conocerlos.  Sólo son gente como el resto del mundo, salvo que el talento los distingue. Él mismo suele decir que si vemos a quienes leemos con admiración, con seguridad nos van a parecer horribles en su vida cotidiana, aburridos o soberbios insufribles. Aseguró que sus verdaderos amigos son los que tenía antes de sus libros.  Por consiguiente, son los que te quieren como eres y  a pesar de la obra.  Para ilustrar esta distancia entre el hombre del diario y la celebridad relató que cuando un hombre encontró en una calle de París a la admiradísima actriz, le preguntó: “¿Es usted Sarah Bernhardt”?, y ella contestó: “Lo seré esta noche”. Yo misma he conocido a numerosos escritores que me harían coincidir en que “Ni siquiera Balzac era Balzac.”

Miedo, dolor, inseguridad, falta de autoestima, desesperación ansiedad, dudas, tendencias autodestructivas… Ese ramillete oscuro e inspirador de lo humano que como psiquiatra enseñó al portugués a ver el alma desde otras orillas es por necesidad  nutriente de la gran literatura. Lo supo Tolstoi, lo exploró Yourcenar; con esa materia Flaubert dio vida a su insuperable Mme. Bovary y no se diga del estilete de Shakespeare que no dejó emoción sin tocar. Y eso es lo que se descubre en la obra de Lobo Antunes: al hombre en sí que ya no puede ocultarse ni de sí mismo, como ocurre en el cuento falsamente infantil “El traje del emperador”.

La obviedad del carácter de Malraux, a pesar de su natural mitomanía, impidió que  las  excelentes biografías que de él he leído me sorprendieran con la revelación de algún secreto. Convencido de que todo en su vida era trascendental para la historia y/o las letras, acaso nada tuvo tan recóndito que no se descubra en su vastísima obra. Si los tuvo, los secretos de Malraux trasmutaron en verdades ficticias. No así Lobo Antunes, quien sabe cuál es el hombre portador de un historia privada que vive más allá de sus libros y cuál el escritor inseparable de sus obras.  De hecho y quizás como mecanismo de defensa, entrevista tras entrevista sigue neceando con que no sabe por qué se venden sus libros. Que si no sabe si es escritor. Que si hay cosas que le interesan más que su notoriedad o su fama, “como la forma en que el libro te lleva consigo cuando empieza a existir”, según consta en sus Conversaciones con María Luisa Blanco.

Que hay gente escribiendo sobre su obra y que está haciendo un gran esfuerzo por comprender “lo que yo no comprendo muy bien”. Y, más allá aclara el hombre de las contradicciones ostensibles  que  sólo lamentaría morir por dejar de escribir, “porque es el único sentido de mi vida. Mi vida sin la escritura no tiene sentido […] Sin libros me sentiría perdido […]” En sus ires y venires entre el yo doméstico y el yo público que se ostenta como creador de ficciones, para el Lobo Antunes que no abandonó del todo la psiquiatría cobra un gran sentido lo que Freud decía: que nuestra vida es un combate contra la depresión. “Y yo creo que eso es verdad –asegura António. Uno intenta atenuar la depresión con el trabajo, con el amor, con los amigos… Cada uno busca sus antídotos. Para Freud el objetivo de psicoanálisis es intentar cooperar con la depresión, transformarla en algo creativo. Jung, por su parte, decía que no envidiaba ni a los escritores ni a los pintores, porque quienes no crean tienen la fortuna de poder crearse a sí mismos, lo cual es mucho más importante”. 

“Crearse a sí mismos…” Dilemas y afirmaciones  así son los que nos dejan como al rey desnudo.

No obstante haberse jubilado hace años de la consulta, todos los días se va a trabajar en lo suyo al psiquiátrico. Allí, en ese universo y con esa población que tanto quiere y con la que dialoga hasta escudriñar el alma, lee, se relaciona y escribe lo fundamental de sus crónicas, sus ficciones, sus páginas todas. Con otros nombres que frecuento con similar simpatía, hubo un tiempo en mi vida en que me hubiera gustado iniciar la que creí que sería una gran amistad con Antonio Lobo Antunes. Al observar con detenimiento sus fotografías e inferir aquí y allá lo que podría haber más allá del silencio, no dudé en retomar sus libros y regresar al invaluable espacio que, inagotable, se tiende entre el creador y su lectora.

Y ése, entre otros, es el prodigio liberador de las letras: imaginar, escudriñar el inagotable espacio de lo sutil y posible mientras vamos leyendo historias y juegos del destino que, a querer o no, nos exhiben de cuerpo entero.