Martha Robles

View Original

Ave Fénix

picstopin.com

Eso es lo quisiéramos, lo que nos salvaría del desastre y de la repetición de los propios fracasos: renacer de nuestras cenizas. Como lo enseñaron los griegos, en los mitos subyacen los sedimentos del ser, lo que de más humano y recóndito podemos compartir con cualquier miembro de nuestra especie, sin distingo de tiempo ni geografía. Así la mágica y singular ave, en cuyo prodigio encontramos una vía de salvación: recrearse para componerse y morir para ser, otra vez.

Consciente del poder transformador e interpretativo de los mitos, un filósofo tan notable como Albert Camus solía repetir que “hay que borrarlo todo y borrarlo bien”. Dada la desesperación del hombre moderno, esta afirmación suya solía implicar no una forma de olvido ni negación irresponsable ante el fracaso de la vida, sino de renacimiento y rectificación en pos de una segunda oportunidad. Y otra oportunidad es lo que,  en estos tiempos aciagos, desearíamos los mexicanos para “borrar” los errores que no hacen más que acentuar nuestro ancestral síndrome de la derrota.

Remontemos pues el pensamiento mítico de los remotos abuelos y recobremos lo que nuestra naturaleza nos brinda: la esperanza de rehacernos de raíz y en disposición de volar.

El primero en dar noticia de la existencia del Ave Fénix sería el griego Herodoto quien, en pleno siglo V a.C, se dedicó a viajar por Egipto y el mundo griego a partir de que se retiró o de que fuera exiliado de su natal Halicarnaso de Caria, a causa de los disturbios sociales ocurridos en los años 460 de aquella era. Lo anotó en el libro II de sus Historias entre el compendio de fábulas, observaciones, testimonios, anécdotas, sucesos y cosas raras que lo llevarían a crear una obra entre la ficción y la realidad, que aún fascina por su extraordinaria originalidad. Que aunque él mismo nunca la había visto sino en pintura, era fama en tierras de Egipto que el ave sagrada se manifestaba a la muerte del padre, cada quinientos años. Semejante al águila en contorno y tamaño, su plumaje era en parte dorado y en parte carmesí.

Por informantes de Heliópolis supo Herodoto que el Ave Fénix ejecutaba cíclicamente su traza a partir de Arabia para trasladar y sepultar en el templo del Sol el cuerpo incorrupto del padre, conservado en mirra. De tanto en tanto y sin fallar en las cuentas, el ciclo comienza cuando el ave sagrada forma un huevo de mirra o bálsamo tan grande como lo pueda llevar; luego prueba si puede con él. Lo ahueca y mete en su interior los restos del padre. Rellena con otra porción de mirra los espacios vacíos hasta completar con exactitud el peso inicial. Así conservado, vuela entonces con el cadáver a cuestas a tierras egipcias hasta sepultarlo en el sagrado templo del Sol y después desaparecer, quizá renacido, para cumplir otro ciclo de muerte y resurrección o, más sugestivo para entender la fuerza inagotable de la Ley del Padre, de des-nacimiento y renacimiento.

Que es infinitamente más hermoso que el pavo real y su plumaje ostenta los más bellos colores, agregarían poetas y artistas encargados de encarecer la leyenda del pájaro monumental que ilustra la muerte y el renacer en absoluto esplendor con éste, el más alto símbolo de eternidad y perfección. Misterioso, divino e incapaz de reproducirse, el Ave Fénix carece de prole. Único ejemplar de su especie, sin antecedentes ni continuidad, realiza por sí mismo el proceso de aparición/desaparición en un eterno y sugestivo retorno.

Fascinados con el relato mítico por cuanto puede desprenderse de su imagen renovadora, los latinos se encargarían de enriquecerlo a través de la inagotable imaginación imperial, especialmente a partir de Ovidio. Los nuevos credos acudieron a él como recurso de fe al ilustrar la idea de la resurrección y la vida eterna. Para los sacerdotes egipcios no obstante y quizá en atención a las crecidas y decrecidas del Nilo, al sentir la proximidad del fin de su ciclo vital el Fénix acumula incienso, yerbas aromáticas, plumas preciosas y cardamomo para formar con ellos un lecho aromático donde habrá de anidar unos días para renacer en toda su gloria en el lapso previsto.

Las versiones más ricas aseguran que el Fénix, antes de su ritual agonía, deposita en el nido su propio semen y en su interior se acuesta a morir para engendrarse a sí mismo. El nuevo Fénix recoge entonces el cadáver paterno, lo encierra en un tronco de mirra hueco y lo traslada hasta el altar del templo del Sol para que los prelados se encarguen de incinerarlo mediante la observación de complicados servicios rituales. En esta sola ocasión, escoltado por una bandada de aves que vuela respetuosamente a su alrededor rindiéndole honores, el Fénix se deja ver en tierras egipcias a partir del instante en que planea con el cuerpo del padre sobre el altar a la espera de que aparezca un sacerdote para iniciar la ceremonia de cremación. Según otras fuentes, el viejo fénix no se arroja a la pira antes, sino cuando concluye la celebración en honor de su padre. De sus cenizas renace entonces el joven Fénix que sin tardanza y de aspecto magnífico reemprende el vuelo con rumbo a Etiopía, donde habrá de alimentarse con gotas de incienso durante los siguientes quinientos años de su existencia.

La figura mítica más popular y sugestiva es ésta, la del ave que prende fuego a su nido, se arroja a la pira perfumada y renace de sus cenizas más bella, purificada y deslumbrante que nunca. Desde los días de Herodoto hasta los nuestros perdura la creencia de que muy raras veces se deja ver el sagrado pájaro. Su atrayente figura aún representa desde la propia depuración del ser hasta una esperanzadora fase de destrucción y reconstrucción, tal como desearíamos para depurar el propio destino. Su figura no solamente ha sido útil a la mentalidad religiosa para significar la dualidad de la caída y su redención, sino a la política y la social, como recurso de redención.  A la par implica el beneficio expiatorio que completa la ya muy discutida idea del pecado.

Entre los numerosos mitos que abultaron la doctrina cristiana en el tiempo de la Patrística, el del Ave Fénix fue uno de los que mejor se ajustaron a los alegatos de fe. Inclusive llegó a creerse que, desde la creación primordial, el Ave anidaba en un rosal del Edén y que cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, la espada de un ángel sacó una chispa que prendió fuego al nido que, sin remedio, dejó al pájaro reducido a cenizas. Gracias sin embargo a que era la única bestia que se negó a probar el fruto prohibido, se le concedieron múltiples dones. Además de su belleza sin par, se le otorgó el codiciado favor de la inmortalidad. Para diferenciarlo de la divinidad se discurrió el peculiar proceso de inmolación.  Sea por las llamas o por la fuerza del Sol, lo importante es destacar su capacidad para renacer de lo que se antoja imposible: sus cenizas. El Ave Fénix, de esta manera, alcanza la plenitud que toda criatura espera desde la inútil creencia de que es posible vencer las leyes del fin y del paso devastador del tiempo que a nadie perdonan, hasta donde sabemos.

Llevar a cuestas los restos del padre, de los orígenes y del propio pasado, por otra parte, ha sido manjar de psicoanalistas y condena cíclica de la historia de los errores que se repiten. Ardua durante el viaje, la carga se aligera al dejarla en manos de los prelados: sabio recurso que no es equivalente, por cierto, al de la confesión sino al desprendimiento. Libre al fin, el Fénix reemprende el esplendor de sí mismo y el ciclo continúa sin desgastarse ni transformarse. Justo así, en libertad, tal como desearíamos.