Martha Robles

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Binomio mexicano: injusticia y violencia

 

  La violencia refleja la cultura que la engendra. Imposible ocultar  esta correlación con lo que es un pueblo, lo que ha sido y aspira a ser y las deficiencias del Estado que contraviene la justicia e impide la equidad, empezando por su indicador más vulnerable: la situación de la mujer y su prole.

Exacerbada por la impunidad, por las desigualdades insalvables,  el desempleo, el castigo al compromiso social de los gobiernos y la cancelación de garantías vitales, la realidad no puede ser más contraria a un régimen de derechos y libertades.  Basta examinar  el impacto adverso del “adelgazamiento” del Estado, para comprobar que al privilegiar el enriquecimiento de minorías adueñadas de la producción y del consumo, la violencia creó su nicho idóneo en la ruina del tejido social y la disfunción institucional.

Injusticia y violencia, de este modo, comandan el creciente ejército de “sobrantes” de humanidad, cuyo infortunio ni es mitigado por  políticas sociales ni encuentra respuestas en una sociedad cada vez menos “social”, menos confiada en la democracia, más asustada por la irracional devastación del planeta  y más proclive a ceder ante cualquier extremo que tensa esta época de contradicciones: el de la violencia y el caos o   la indiferencia del egocentrista que cree que nadie puede hacer ni transformar absolutamente nada.

En situación tan aciaga y amenazante, es cuando menos limitado  referirnos al feminismo en sí como un derecho de excepción, aislado de una complejísima problemática que ha puesto en jaque el sentido de humanidad. Hay que tener en cuenta que cuanto más se pregonan y ensalzan los derechos humanos,  más adverso e insalvable es el abismo entre política y sociedad y gobernantes y gobernados, entre instrucción y analfabetismo, entre justicia y desigualdad y entre hechos y  derechos. Esta observación radical no niega, sin embargo, la inminente urgencia de subsanar las apremiantes necesidades que se deben priorizar en atención a que la mujer ha sido y sigue siendo no únicamente el eje reproductor de la miseria, sino el centro emblemático –culturalmente hablando- de la discriminación, la minusvalía y el desprecio.

Victimizados por un tiempo esquizoide, hemos hecho nuestros  padecimientos y mesianismos milenaristas, como si el pensamiento social y los logros civilizadores no existieran.  Bajo democracias utópicas, el neoliberalismo global deshumaniza a los más –igual que en tiempos feudales-, impone el consumismo excluyente y encumbra la injusticia con violencia, de acuerdo a la jerarquía de la riqueza y sus privilegios. Así, mientras los pobres en países ricos tienen cada vez menos cabida, atención, presencia social y representatividad, los países pobres dominados por el puñado de ricos son más prescindibles en lo internacional, aunque en lo interno reproducen con agresiva impunidad los elementos devastadores de su cultura.

 Los mexicanos tenemos un régimen de derecho en papel, aunque sin posibilidad mayoritaria de hacerlo valer. No somos libres ni podemos pensar que la educación pública –sin modelos pedagógicos, sin ideales ni aspiraciones éticas- tiende a humanizar, a formar mejores personas y un país digno y justo. La mayoría carece de lo fundamental y mal puede decirse que con dos o tres dólares diarios millones de familias pertenezcan a un estado de bienestar. Subsistimos bajo una partidocracia espuria que actúa como franquicia mercantilista y ávida de lucro que se ajusta a la perfección a la inmoralidad de   gobernantes y políticas  espurias.  Nos creemos parte de una sociedad que ya no lo es, aunque lo único cierto es que  nos une  el terror, la criminalidad, la inseguridad y las consecuencias de la corrupción generalizada.

No queda en el territorio situación ni reducto sin afectar por el envilecimiento social y político. En consecuencia, mientras la población divaga sin rumbo ni organizaciones racionales; mientras las pequeñas y grandes  quejas distraen los males mayores y la injusticia avanza sin freno en medio de una espantosa inseguridad teñida de robo de niños, esclavitud sexual, secuestros, narcotráfico, hambre, brutalidad, robos, extorsiones, etc., la “democracia” subsidiada arroja más mexicanos prescindibles y residuales.

Justicia y reparación social dependen de buenas políticas que, para serlo,  exigen componentes distributivos. Un buen gobierno se  adelanta a los problemas sociales para preparar, en vez de reparar a costos altísimos e inadecuada planeación que redunda en desperdicio. Anticiparse al conflicto cambiaría nuestra realidad, pero los “representantes” no entienden que los mayores retos de la justicia se concentran en los más vulnerables: mujeres, ancianos y niños.

A la política, pues, corresponde en primera instancia modificar el efecto del fracaso acumulado en el sello de la justicia. A los políticos, rescatar derechos civiles y humanos y al Estado en su conjunto vigilar instituciones y priorizar intereses ciudadanos. A veces hay que insistir, aunque parezca obvio: sin sociedad integrada no son posibles la gobernabilidad, los buenos gobiernos ni los políticos responsables. Sin buenos gobiernos a cargo de políticas oportunas e instituciones sanas y confiables  jamás podrán desaparecer nuestros jinetes apocalípticos: corrupción, injusticia, violencia, inseguridad y destrucción ambiental.