Martha Robles

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Calcinados en las puertas del infierno

Infobae en la web

El infierno está aquí y los condenados ya no son los otros. Somos todos, empezando por los migrantes.

La única democracia es la de la infamia: miles y miles de feminicidos. Cifras sin cuento de desaparecidos. Encarcelados a capricho, rehenes de un régimen discrecional de injusticia. Noticias de uno y otro y otro mutilado, asesinado, extorsionado, maltratado, humillado, violado, vejado y reducido a piltrafa… Listas así, que nos dejan la cara roja de vergüenza, son el nutriente cotidiano del mexicano. Mentira, burla, grosería y menosprecio, en contrapunto, son la argamasa envenenada que el poder nos arroja cada mañana desde la tribuna del Mesías. Nuestro país, paraíso del tonto,  es un pobre territorio mancillado, explotado y maltratado hasta la ignomínia. Aquí todos nos igualamos en el odio a la vida y la insensibilidad rspectiva: bosques, selva, llanos, aire, especies animales y vegetales, ríos, lagos, pantanos y mares y desde luego y a la cabeza, también las personas y las no-personas; es decir, los migrantes.

Unos más que otros conocemos el sufrimiento. Los que emigran como último o único recurso de supervivencia, aunque imaginaria, son sin embargo las más grandes víctimas de este tiempo en el que todo es posible, especialmente lo más bajo e infrahumano. Llegar al extremo de ver cómo se calcinan decenas de hombres encerrados tras las rejas y no abrir las puertas, no tiene nombre. Luego, trasmitir el video a nivel mundial: presea de la bajeza de un régimen que confunde autoridad con indignidad y derecho a la vejación absoluta. Ser uniformado y quedarse ahí; hacerse a un lado o atestiguar cómo se calcinan los atrapados sin salida ni posibilidad de defensa… Eso, entre tantas infamias, es tocar fondo en esta farsa restauradora.

Los crímenes que se cometen en México deberían ser juzgados por la Corte Internacional de Justicia, en La Haya. Éste último además exige ser condenado y señalado por todos los seres pensantes que hay en este mundo; pensantes y respetuosos de la justicia.

Emigrar es la última trinchera del condenado al hambre. La trayectoria del miserable es la rifa de la fortuna. Atrapados unos en trailers sellados; otros “levantados” por narcos o sabe Dios quiénes; ahogados en pateras infames; marcados por el horror de “la Bestia”; hacinados en la frontera durante semanas, meses o años, sin tener a dónde ir, sin regreso, sin visa ni dios que los pase pal otro lado. Resecos cual fiambres en las arenas del desierto; madres desamparadas; mujeres y hombres violados, saqueados, extorsionados… Niños prostituidos.  Si algo faltara y a excusa de que mendigar “afea” la ciudad, los “detenidos” en espacios oficiales  vienen a sumarse a las cifras del averno administrado por “los guardines del orden y la rectitud” por haber muerto calcinados en un centro de “refugiados” en Ciudad Juárez, fronterizo de El Paso, Texas.

Emigrar. Romper con todo y dejarlo mal. Sobrevivir en condiciones inhóspitas. Perseguir quimeras. Esperar. Probarse en el infierno y soñar… Atreverse con la adversidad y seguir soñando en la condición del héroe que triunfa sobre los poderes oscuros.  Imaginar que el mundo dejará de cargarse sobre los hombros. Toparse con el muro, con las rejas de la verdad, con la mendicidad y la falta de oportunidades, con uniformados justicieros, con acuerdos perversos… Y aun así, esperar. Mal comer, peor vivir, sufrir vejaciones sin cuento, enfermar. Seguir esperando. Creer que el inframundo es de paso y que, al triunfar en “la caja mágica” de Houdini, llegarán al paraíso de los bienaventurados.

Nunca fueron amables las migraciones. Las invasiones, tampoco. Las imágenes de Goya sobre los ahorcados y los empalados por los invasores franceses son causa de mis pesadillas más persistentes. Nunca, pueblo alguno, aceptó al “bárbaro” o al extranjero con agrado. Avanzada en su tiempo, Grecia también fue cerrada al distinto y ajeno. Persia, Troya, Egipto, China, Japón... No hay época ni nación de puertas abiertas. Estremecen los registros medievales sobre desplazamientos masivos de hambrientos y desalmados dispuestos a lo peor para hacerse con lo que pudieran. Cuando la muchedumbre iba a por todo, lo cogía. No había diferencia entre mujeres, animales, tierras, joyas o alimentos. Los vivos pregonaban el fin de los tiempos y los vivales miraban al cielo en nombre de Dios.

Ante la verdadera y persistente “historia universal de la infamia” -como diría Borges-, no hay mayor conquista que la de los derechos humanos: honra de nuestro tiempo. Que los reconozcan en buena parte del mundo está aún en la categoría de los milagros. México es de los que van en la retaguardia. Y no sólo van con los de atrás, sino que el gobierno presume de su pasión por “avanzar hacia atrás y para atrás”.  Con los feminicidios, el narcodominio, la inseguridad y la desestructuración de la sociedad, el tema de los movimientos migratorios abulta el drama de los derechos humanos. Si a esa realidad se agrega la ausencia de medidas ante el cambio climático y su tragedia subsecuente, la población ya debería despertar y reaccionar para empezar a contener y salir de este infierno.