Martha Robles

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Confinamiento y silencio. Página del diario

Pentecostés. Copiado de Pinterest

Eremitas por necesidad, los solitarios saldremos de ésta iluminados, locos de atar, un poco más sabios, bastante más tontos y peor vestidos, lacónicos, atarantados, quizás compasivos, memoristas, purificados o ariscos, aunque conciliados con la tendencia a aislarnos que no nos atrevíamos a confesar. Los acompañados enfrentan muchos y con frecuencia tremendos retos, pero no el de ser invisibles, como quienes sobrellevamos el confinamiento entre el nihilismo, la contemplación y la certeza de que, dóciles ante lo desconocido, todo lo que suceda es posible. Sola, lo que se dice sola y reducida a lo esencial, advierto que el mundo no es “ancho y ajeno”, como Ciro Alegría les hiciera decir en su novela a los despojadores de tierras. Es más bien producto de nuestro proceso evolutivo que no podemos o no queremos enderezar. Se me ocurren cosas absurdas, como aquello de que “el hombre está condenado a ser libre”, que Jean Paul Sartre tanto gustaba decir.  Le quito el “ser libre” y me quedo con la verdad de Sísifo, válida para todos. Observo al detalle las estanterías donde permanecen decenas de diarios y pienso que en esa montaña de párrafos -con o sin sentido- he ido desenredando un ovillo, como el de Ariadna, para explorar laberintos y no quedar atrapada en ninguno. Entre sacudida y limpieza también deslindo lo fundamental de lo secundario mientras mis sentidos se aguzan al ritmo en que se aclara un raro sentimiento de quietud.  Lo comparto con Brahms, con Ralph Vaughan Williams, con Mahler... Hay momentos en que advierto que el tiempo rompe sus ligas con los relojes y que sin causa ninguna releo a los medievalistas y a mis autores más entrañables. Todo es extraño y, sin embargo, me dejo llevar por la inmediatez y en definitiva, renuncio a cualquier clase de expectativa.

Antes precisa, la disciplina rompe reglas que supuse inseparables de mi carácter. Es curioso, pero no me interesa buscar series ni películas. Prefiero la música, libros o nada.  Se siente el silencio en muros y en ventanas, en los peldaños, al cocinar, al releer a Isak Dinesen o al ir descalza por casa. Todo se llena de una ausencia que es presencia y poesía interrumpida. Al amanecer y en la tarde escucho pájaros a montones. En casas cercanas ladran los perros. Se dejan oír sirenas de patrullas y de ambulancias porque la violencia también está enchufada a las cuarentenas. A ratos percibo el yugo del tedio, pero lo dejo pasar: que fluya hasta dejar de sentirlo. Lo importante es conservar la actitud. Inclemente, empeora el insomnio: no ayudan el yoga ni las respiraciones espaciadas que voy practicando mientras me relajo de pies a cabeza. Discurro recursos alternativos: un baño caliente, leche con miel, la infusión de hierbas, melatonina, valeriana, el aceite esencial de lavanda que tanto me gusta… Entre que si y entre que no, dormito y despierto. Quizá ya es manía.

Meditar es pausa y remanso. Es inútil tratar de desenmarañar nudos recónditos porque, haga lo que haga, invariablemente triunfan las Moiras, las Erinias y los fantasmas que acechan como el virus que determina a capricho quién vive, quién se salva o quién muere. Así de arbitrario es el desfile de ausencias y mensajes no bienvenidos; sin embargo, no los rechazo porque –otra vez- en esta situación lo fundamental es la actitud, la buena actitud. En esta cabeza superpoblada con sabe Dios cuántas cosas, voluntarias e involuntarias, requeridas o no pedidas, aflora un saber que no sabía que sabía. Me pregunto de qué materia está hecha la especie humana, pues al toparnos con los asuntos del   cerebro o del corazón no hay explicaciones que valgan. De eso se trata el maravilloso misterio  del ser: de mostrar y hacer valer su prodigio sin revelar su secreto.

Entre que cavilo obviedades y repaso páginas en pos de respuestas, me doy cuenta de que veo de otro modo lo mismo y que, desprovista de resistencias, los que supuse sellos inviolables de la memoria no lo son tanto ni los recuerdos proscritos que refundí en el olvido son tan difíciles de soportar; al menos ahora, porque se asoman por donde menos espero. Veo, además, lo que no vi ni comprendí en su momento. Así, de golpe también, reaparecen párrafos y versos que aprendí hace miles de años y al deletrearlos deletreo también a la niña que jugaba con las palabras. Como ráfaga reconozco sensaciones, algún rostro, olores, sueños que di por perdidos. Todo vuelve -susurro-, y con optimismo me dispongo a recobrar historias que, escritas a vuela pluma al estrenar hace siglos mi primer ordenador, desaparecieron en el infinito por no saber cómo grabar, todavía.

No hay que refundirse en cuevas ni fantasear un idílico Shambala o Shangri-la para explorar las múltiples posibilidades de la soledad y el silencio. La casa es más que  símbolo y resguardo, también se parece a la caja de Pandora cuando libera imágenes y palabras en espacios que, por darlos por sentado, dejaron de percibirse.  Parada en cierto cuarto antes habitado, susurro que cada quien se lleva consigo el vacío y la visión del mundo, su mundo, que otros van recobrando en fragmentos. Esto es un tránsito incesante. No que yo sea de los que hablan solos, pero de repente digo algo, como fuga del alma, y calculo cuánto aliento contienen las palabras. No por nada los remotos abuelos recomendaban prudencia pues  los vocablos curan, dañan, enferman o matan por las mismas causas.

A veces me abrumo con las noticias y con la necia costumbre de repetir necedades. No me da por ordenar cajones ni me tienta el apetito insaciable. Entiendo que los días y las noches se suceden en ritmos que siendo más o menos iguales, varían por la luz o la oscuridad, por la lluvia o la sequedad y por el sentido o el sinsentido que proyectamos desde la nuca hasta la punta de los pies. Y por eso de distraerme con los asuntos de la luz y la oscuridad no podía faltar en la hora de los rescates insólitos lo que me marcó para siempre, a partir del momento en que leí sobre el día de Pentecostés: era el estruendo que descendía de los cielos en medio de un vendaval que sacudía la casa. Lo sagrado cobraba forma a la vista de todos: podía sentirse, inclusive tocarse.  Acaso sentados en círculo, los discípulos quedaron estupefactos cuando las lenguas de fuego se posaron sobre sus cabezas. El silencio dispuso el advenimiento de La palabra: un portento, envidiable si los hay. Leer que cada apóstol recibió la palabra esencial, el logos del Espíritu Santo que les permitió hablar en diversas lenguas, me estremeció hasta la médula. No dormí esa noche ni las que siguieron. Ese fuego sagrado, transmisor de las voces para que los hombres hablaran como se hablaba en diversas naciones, sería desde entonces divisa de esa terca pasión por lo sagrado, por su manifestación en la luz, en el fuego, la palabra y la claridad.

 No es que tanta y tan honda entrega al silencio en este confinamiento siquiera se compare a la subida de Moisés al Sinaí ni a otras cuarentenas que ya pasan de cincuentena, es que el silencio dota de sentido absoluto a  la Palabra y, con ella, a la vida. Por eso confío en que no será infructuosa esta experiencia. Menos burros, más atarantados, iluminados o un poco sabios, lo importante es que podamos descifrar los secretos e insospechados mensajes que nos tiende el destino.