Martha Robles

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Contracultura y fracaso educativo

 A punto de conmemorar el primer centenario de la SEP, en julio 21, no podía ser más lamentable el estado de la educación y la cultura en México. Conservador si los hubo, es inútil buscar un civilizador que lo supere o una figura pública que ensombrezca el legado, ya remoto aunque por desgracia incumplido, de José Vasconcelos. El proyecto fundador de la Secretaría de Educación Pública fue pionero, progresista, abierto y esperanzador en aquel harapiento, posrevolucionario y brutal 1921 mexicano. Así que el alegato de su conservadurismo resulta ocioso. Sin embargo y a pesar de ésta y alguna otra tentativa valiosa, han sido más poderosos el síndrome del vencido y la tentación de la derrota que la voluntad de salir de la postración ancestral. Fracaso tras fracaso nos alcanzó el futuro y, en pleno siglo XXI, vemos con vergüenza que el Estado no ha sido capaz siquiera de cumplir con el mandato del adelantado Artículo 3º. de la Constitución de 1917.  Para colmo, el gobierno vigente está empeñado en retroceder (y no a la Constitución de 1857, por cierto, sino a  los peores ejemplos latinoamericanos).

Telúrico y combativo ni Vaconcelos, siendo como era, pudo influir en las decisiones dictatoriales de Álvaro Obregón, uno de los artífices del vigente vicio de mandar “por sus reales…” Por capricho, por sostener sus políticas erráticas y amañadas, el implacable general Obregón se deshizo de Vasconcelos en 1923, a unos meses de iniciado el proyecto. A tono con la que también sería costumbre, se dejó a la deriva y en manos discrecionales la obra educativa.

Es impresionante comprobar cómo hay tiempos y circunstancias que se atraen. Así vale decir que en los años veinte del siglo pasado, como ahora, política sin inteligencia y sin cultura equivale a demagogia. Y la demagogia es la manipulación tramposa de la opinión pública y sostén del populismo. El demagogo desacredita a sus discrepantes al través de insultos, mentiras y acusaciones discriminatorios y, en contrapunto, se prodiga en halagos, falsas promesas, alianzas enmascaradas, mentiras… ¿suena conocido?

No es inexplicable el descenso de la sociedad. Tampoco son casuales el crimen organizado ni la bajísima calidad moral de la mayoría de quienes se suponen nuestros representantes: esto que vemos y lo que padecemos, incluidos los feminicidios, la pésima política sanitaria, la inexistencia del cuidado medioambiental, la falta de un plan regulador, la situación económica, el pobre estado de la agricultura, de la ciencia y la tecnología, así como la confrontación entre las clases y mucho más, pertenecen al conjunto más visible del garrafal, inadmisible y profundamente corrupto fracaso de una SEP que, década a década, ha reflejado con lamentable precisión la exacta medida de los sexenios presidenciales, con todo lo que eso implica en la historia contemporánea del país.

No mirar el pasado, no conocer de dónde venimos ensombrece el presente y enrarece el pensamiento crítico. No es accidente del destino ser uno de los más importantes generadores mundiales del narcotráfico. Tampoco es casual que se trafique con personas y órganos de manera impune. No es extraño que, sistemáticamente, se destruyan áreas naturales y se contaminen bosques, ríos, mares y espacios abiertos y cerrados. La falta de escrúpulos es parte de la incivilidad, de la incultura de seres agrestes, envilecidos. Hay que insistir en repetirlo para crear conciencia: los dantescos males que nos distinguen como sociedad tienen su origen allí donde deberían comenzar las soluciones: en las fuerzas formativas de las sociedad, lo que no excluye las aulas, en primera instancia.

A dosis delicuenciales de sindicalismo espurio, de gobiernos populistas y conformismo social, por consiguiente, nadie puede negar el atraso vergonzante y la inmoralidad acumulada durante 100 años de tentativas y fracasos de lo que debería ser prioridad: la formación irrestricta de las generaciones. Mientras Japón, Canadá, los nórdicos o Corea del Sur, entre tantos otros países, están preparando a los pequeños para vivir y ser mejores personas en culturas más ricas y diversas, aquí persisten condiciones indignas. Allá han entendido que los imperativos deben corresponder a las prioridades de la hora: cuidar y sanear el planeta, ser ciudadanos del mundo y personas responsables consigo mismas y con los demás. Aquí se  inculca la adoración al gran Tlatuani mientras los previsores extranjeros alistan a las nuevas generaciones para asumir un alto sentido de humanidad.

Esa verdad nos deja la cara roja de vergüenza: seguir arrastrando rémoras del peor siglo XIX agravadas con vicios de un XX que se negó a igualar a la población hacia arriba, empezado por la inmoral e inaceptable complicidad de sindicalistas y gobernantes. Por donde se lo busque, no hay modo de demostrar lo contrario. Y solo por citar más vergüenzas, siguen los privilegios de la impresentable Elba Esther Gordillo. ¿Qué agregar?