Martha Robles

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Córdoba en la memoria. Dios en la tierra

Gran Mezquita

La andalucí ciudad de Córdoba, en Sevilla, fue fundada bajo el nombre de Corduba en el 169 a.C., por el cónsul romano Marco Claudio Marcelo. Desde entonces y hasta la fecha su historia ha sido un reflejo fiel de la historia de España. Ante el fenómeno de las migraciones, de la exclusión de lo distinto y de las desgracias masivas provocadas por actos de intolerancia y enfrentamientos tan irracionales como sanguinarios, es bueno recordar que cuando se probó la apertura y “el otro” no era rival ni enemigo a los ojos de Dios, fueron posibles el bienestar, la riqueza y el progreso. Esto, hasta que la codicia decidió reemprender los ciclos del despojo y la devastación de los bienes y los credos ajenos.

Se dice que Córdoba superó en belleza, riqueza y cultura al atribulado mundo cristiano que atenazaba al Islam allí donde se hallara: en ambas orillas del Mediterráneo, en Italia… y, especialmente, en España.  Tolerable, creativa y de notables aportaciones en la medicina, el arte, la filosofía y de toda suerte de sabiduría, la presencia islamita no solo no era del agrado de Roma, sino que desde el siglo XI el papado, encabezado entonces por el feroz Gregorio  VII (inspirador de las Cruzadas), tomó por su cuenta la milenaria tarea de impulsar a príncipes, reyes y señores feudales para irse con todo a la tarea de la “reconquista” y así “purificar” Europa, no sin antes saquear a los poseedores del oro africano.

Toledo, Granada y Córdoba eran ciudades abiertas que además de distinguirse por la calidad de su comercio, acogían a traductores de obras griegas, a médicos que pasarían a la historia por sus notables hallazgos, a artistas, filósofos, poetas, arquitectos y a cualquier sabio o maestro que, sin importar que fuera judío, cristiano o musulmán, enriqueciera la fama bien ganada de la enorme cultura adquirida de estas urbes.

De antecedentes remotos, quizá bíblicos en la referencia a Tarshish, Córdoba fue quizá cartaginense en sus orígenes y en la memoria perduraría como ejemplo de la avanzada del Islam hasta los confines occidentales, más la subsecuente “conquista” y asentamiento que acabó cuando los reyes católicos, Isabel y Fernando, a nombre de la unificación cristiana de España, expulsaron en definitiva de la Península a judíos y musulmanes, en el emblemático año de 1492.

Colmada de símbolos y datos fascinantes, la historia de la grandeza y la ruina de las ciudades contiene datos aleccionadores que, en la actualidad, no deberíamos ignorar. Aunque Córdoba floreciera durante la ocupación romana, cayó en declive hacia los siglos VI y VIII durante la ocupación de los Visigodos y el avance medieval. Exactamente en el año 711, cuanto quedaba de la ciudad tras ataques furibundos, fue tomado y destruido por musulmanes que, armados hasta los dientes, llegaron en masa a la región. Tras someterse a numerosas y desgastantes rivalidades tribales el triunfo de Abd ar-Rahman I, miembro de la familia Umayyad, no solo asumió a partir de entonces el liderazgo del islam en la Península, sino que hizo de Córdoba su capital en el año 756, para serlo del califato, hasta su caída, en 1492.

Primero de una sucesión de constructores notables, Abd ar-Rahman I fundó la Gran Mezquita que aún puede admirarse, cuyo proyecto fuera ampliado por sus sucesores y concluido por Abu Amir al-Mansur hacia el año 976. Uno de los principales centros sagrados del islam, la Gran Mezquita descansa sobre un monumental rectángulo en el que subyace un santuario profundo, dividido por 19 naves laterales, sostenidas por 850 espléndidas columnas de mármol, cuyos tirantes en arco doble sostienen una impresionante cúpula preciosamente trabajada en oro, cristales y piedras labradas. Su minarete de siete lados, una de las joyas invaluables del mundo actual, fue realizado con oro y mosaicos de oro.

No obstante su importancia religiosa, durante la ocupación cristiana, en el siglo XVI, la Gran Mezquita fue convertida en Catedral, como ocurriría a numerosos templos de Oriente y Occidente, según se adueñaran cristianos o musulmanes de los bienes de los vencidos. De ahí que ostente, a la fecha, una alteración a su signo moro por el añadido de un campanario, un altar central y un coro con sillería en forma de cruz, además de numerosas capillas, nichos y altares menores.

No obstante las revueltas ocasionales, la hermosa ciudad de Córdoba, situada sobre el río Guadalquivir en la región noreste de la actual  provincia de Sevilla, floreció rápidamente bajo el reinado de los Umayyad. Al proclamarse califa Abd ra-Rahman III, en el  año 929, se convirtió  en la ciudad más grande y seguramente la más culta de Europa. Afamada por sus laboriosos trabajos en seda, por sus brocados y su  perfección en el dominio de la joyería y el cuero, sus productos fueron de lo más apreciados por los comerciantes no solo en Europa, sino también en el Este. De extraordinario refinamiento, las mujeres en nada desmerecieron respecto de la calidad de sus trabajos.  Las cordobesas participaban en las labores más delicadas en todos los campos, incluída la caligrafía. Aquel islam, tan sensual como creativo, tolerante, abierto y tan ajeno a la actual realidad, no solo se enorgullecía de la calidad lograda por las copistas femeninas de textos sagrados, sino que incluso las mujeres musulmanas llegaron a rivalizar, ventajosamente para ellas, con las creaciones religiosas de los monjes cristianos.

A causa de los prolongados enfrentamientos civiles y armados ocurridos en la Península, el Califato sería desmembrado en el siglo XI. Baste recordar que, a tono con lo proclamado por Gregorio VII, el rey cristiano de Aragón, Sancho Ramírez, tomó por su cuenta el inicio de “la guerra de la reconquista” contra el sur islámico. Se declaró vasallo de la Santa Sede, y, además de protegerse de las ambiciones de su vecina Navarra, Sancho instauró en la Península el tema de la intolerancia religiosa que, lejos de sellarse en 1492, dejó en el espíritu de los creyentes el brote del odio étnico que, más de quinientos años después, no ha desaparecido del todo, a pesar de los empeños integristas de las democracias actuales.

Córdoba, a partir de ese Medioevo en el que el cristianismo se debatía entre la codicia, la corrupción, las guerras de ocupación y la espiritualidad, se convirtió en centro de disputas, inclusive entre los diversos dominios árabes que, inferiores en todo a la calidad alcanzada por los Umayyad, estaban dispersos en los varios reinos de España. Estas batallas incesantes serían determinantes en su caída definitiva. Inclusive en pleno siglo XX el rey Fernando III, en 1236, logró incorporarla a la España cristiana que al fin triunfaría en los albores del imperio, hacia el siglo XV, aunque en lo esencial conservara su sello de identidad y la calidad de sus actividades.

Confinada a base militar, Córdoba fue un estratégico sitio fronterizo con la ciudad de Granada. Al caer ésta a manos cristianas, también en 1492, el antiguo esplendor cordobés quedó reducido a una región reconocida por la paz de sus templos, sus edificios magníficos, palacios, monasterios y preferencias aristocráticas que no tardaron en lucrar con la calidad de sus caballos, la excelencia de sus vinos y viñedos y la graciosa soltura de sus mujeres. Sobre las bases de una reputación cultural bien cimentada, Luis de Góngora y Argote (1561–1627) a duras penas compitió, hasta pasado el siglo XVII, con la herencia poética de sus antecesores.

A partir de la salida de árabes y judíos, la otrora ciudad digna de envidia y admiración fue arrasada y saqueada en gran parte durante la ocupación francesa, en 1808:  una forma brutal de amedrentamiento a sus habitantes por  haber participado en los movimientos de independencia. Activa militarmente por tradición y de sólidas costumbres respecto del canto, el baile, la expresiones sensuales y las artesanías, resulta explicable que las fuerzas falangistas, a cargo de Francisco Franco, también la sometieran al yugo de los  antirrepublicanos durante la guerra civil (1936–1939).

El perdurable carácter moro de los cordobeses, que por fortuna no ha desaparecido del todo, indudablemente nutrió el actual espíritu de la Península. El refinamiento de su arquitectura, especialmente consumado en la Gran Mezquita, continúa siendo una de las principales atracciones turísticas de la Provincia de Sevilla. Además del flamenco y de cuanto se identificara con “la morería”, la región sigue siendo local e internacionalmente reconocida por la calidad de sus textiles, por sus vinos, el cante, el baile flamenco y el arte de la torería.

La liberalidad cordobesa fue cuna del célebre Médico judío Moises Maimónides quien en 1135, en pleno apogeo de su ciudad natal, tuvo que exiliarse, a sus trece años de edad, debido a la conquista árabe. Dejó una obra filosófica de gran importancia y en nada inferior a la del también cordobés notable no obstante musulmán, Averroes. Murió en 1204, en El Cairo, donde vivió la mayor parte de su vida. Apodado “el águila de la sinagoga”, se esforzó en conciliar la Biblia y la obra aristotélica. Uno de los altos ejemplos de cómo Córdoba se erigió heredera y divulgadora de los clásicos griegos, Maimónides era invariablemente comparada a las apartaciones de los grandes filósofos árabes que le precedieron.

Rica en músicos, poetas, arquitectos…  Desde sus orígenes la ciudad no dejó de arrojar motivos de admiración por sus mezquitas, bibliotecas, baños, plazas, fuentes, iluminación, alcanterillado y mercados.  Hacia el siglo X, con casi un millón de habitantes, el Califato de Córdoba, durante la era musulmana, sentó fama de ser la ciudad más opulenta, grande y culta del mundo conocido. Fue capital de la Hispania Ulterior durante la ocupación romana y cuna de Séneca. Disminuída en la actualidad, quizá su población no supera los cuatrocientos mil habitantes. Entre ruinas, vestigios y escasos monumentos que se han librado del muy hispano espíritu devastador, aún puede percibirse en la región cordobesa una energía especial, un espíritu magnífico que se niega a desaparecer.