Martha Robles

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Cuando me da por pensar en Lobo Antunes

foto: escultural.com

En su lucha contra la desesperación, a António Lobo Antunes le dio por escribir cartas: muchas y largas misivas desde la Angola ocupada, a donde fue llamado a filas y reclutado como médico de las fuerzas portuguesas, en 1970, con veintiséis años de edad. Disciplinado, acumuló recuerdos traumáticos de la guerra que lo acompañarían de por vida, porque hay sucesos que nos persiguen todo el tiempo.  Cargado de  imágenes de la corrupción, la violencia, la crueldad, el poder, el dilema moral y la destrucción que campeaban tanto en Portugal como en el campo de batalla, creó un universo con voz propia que lo convertiría en uno de los autores contemporáneos más reconocidos. 

Hay que  aclarar que eso de los premios no está en sus prioridades, pero la distinción y el reconocimiento le agradan inclusive a él, el más reacio de los escépticos que habla como escribe y al revés: directo, sin esquivar la confesión y lanzando frases como dardos, acaso dirigidos a aliviar al ser interior. 

Aunque con puntualidad dice que nunca dudó en ser escritor, su forma de vivirse como tal está lejos de ser placentera. Si entendemos que la autobiografía es sustancia, su convicción de cuán difícil es escribir encaja en su aparente propósito de sobrellevarse y sobrellevar el mundo para no morir o mejor aún: para estar vivo. Se lo que dice cuando dice que escribir exige una vida para aprender, pues comparto la sensación de que la experiencia es como un pliego que se escribe desde el trapecio, mientras se inscribe a sí mismo: En este trabajo, uno no sabe nada. Y, entonces, por cuanto más escribes, más humilde te vuelves…

Con la memoria y la atención en ristre,  ha dejado correr la pluma sobre el papel a la espera de aliviar el horror alojado en su alma, como “una especie de espiral autodestructiva”. No por nada reconoce sentirse a sus anchas en el psiquiátrico donde trabaja como en casa. Allí convive con los internos aunque “ya no practica su profesión”, y con naturalidad se ajusta a la medida de quienes, siquiera una vez, han viajado al fondo del infierno. Con sus infaltables Conrad o Gogol, cuyas obras sacan a la superficie el lodo de la vida, Lobo Antunes sabe que “vive mirándose en un abismo” y que sin autobiografía no existirían las letras. A fin de cuentas, no se trata de disfrutar la escritura, sino de trabajar; de comenzar no sabiendo y seguir como el trapecista que, habitado por el miedo, se balancea sin parar sobre el vacío: esa incertidumbre y esa angustia se parecen a lo que siento frente al libro que escribo: no sabes si lo vas a conseguir…

Es obsesivo. Sin necesidad de preguntárselo, lleva el sello de los que trabajan sin parar en la frente. Que a fuerza de insistir todo se consigue, le escucho por accidente en la radio extranjera: Cada vez tengo más miedo… De tanto mirar muerte, pobreza y dolor, el psiquiatra ya encaminado en las letras conoció el revés y el derecho del colonialismo, desde el aquí del colonialista y el allá del colonizado: dos lados como dos caras tiene la libertad, según se encuentre quien la anhele. Quizá desde entonces se le metió al cuerpo el absurdo de que son capaces los hombres. Dejó que anidara en su alma esa mezcla de escepticismo malhumorado y pesimismo activo y, tan lisboeta como el fado, aunque no podría haber nacido más alejado del mundo obrero, sus respuestas trasmiten una melancolía gráfica, de bulto, como sólo podría hacerlo el que canta bajo un rayo de luz en la oscuridad, acompañado por la guitarra tradicional.  

Al escucharlo o leerlo tengo la sensación de que podría tocar las paredes ruinosas que, apenas mediante trazos ornamentados, dan cuenta del esplendor perdido del Portugal que sabe que fue, pero aún no aprende a aceptarse como es. Viajo por sus letras como Antonio Tabucchi por las calles sinuosas de Lisboa. Como Tabuchi, también percibo la incapacidad de Lisboa por vencer su reconcomio y, aun así, caigo rendida a los giros de su lengua y al decaimiento arquitectónico que, como el emblemático estilo manuelino, no le faltan recovecos ni vestigios de glorias antiguas.

Tengo una relación de amor lejano con Portugal y un dialogo nunca real y siempre vivo con António Lobo Antunes. Leo sus libros como el que reencuentra al amigo.  Siento algo parecido a fray Luis de León cuando regresa a su cátedra en Salamanca, después de padecer durante años las mazmorras de la Inquisición: Como decíamos ayer…