Martha Robles

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De aquellos días y de hoy

M. C. Escher

Hubo momentos en que la literatura y la vida eran una y casi la misma cosa; una  era, más bien, extensión de la otra. Inclusive la música, la pintura, las protestas sociales, el teatro y el diseño gráfico parecían inseparables del estallido creador.  Aunque breves, eran esperanzadores los instantes de alegría, consuelo y confianza en el poder transformador de la cultura. Y la cultura se abría y avanzaba como río vertiginoso, como si diera al traste con siglos de cerrazón y miedo a los cambios.  Lectores y escritores tenían presencia social. No que fueran un montón equivalente al lleno de los estadios, pero hacían sentir la fuerza formidable de la palabra en medios balbuceantes y timoratos. Una, dos, tres voces se elevaban por encima de los demás. Se dejaban oír. Se reconocía la autoridad moral.  Empresarios, uniformados y políticos temblaban cuando los figurones esgrimían índice y verbo contra las malas acciones.

Esto de los liderazgos –y especialmente de los intelectuales- era privativo de los hombres, ya se sabe. Pero al menos quedaba el consuelo de que, en otras geografías, algunas mujeres “incómodas” arrojaban obras y reflexiones tan deslumbrantes que, como hachas clavadas en terrenos pedregosos, no dejaban lugar a dudas sobre el alcance transformador y crítico de sus voces. Voces tan esencial y simbólicamente  femeninas como las de Oriana Fallaci, Susan Sontag, Marguerite Yourcenar, Lillian Hellman, Simone de Beauvoir… Unos cuantos nombres en no más de cinco lenguas sacudían a las generaciones. En un remolino de ideas y transformaciones, las más jóvenes supieron que, por vez primera en la historia, no repetirían el destino de sus madres.

Esto sucedió en el siglo pasado. No durante todo el siglo, no. Fue cuando en nuestra América las ficciones y las letras adquirieron prestigio. De la costumbre de relatar boberas y enaltecer mundos tediosos y vidas pacatas, las plumas comenzaron a atreverse con los muertos, con desafíos a los dictadores, con disidentes trasmutados en palomas, con perseguidos que se refugiaban en salas de concierto,  con el pasado barroco que uniformaba con lana gruesa y colores afrancesados a negros aún tocados con el síndrome de la servidumbre. Las ficciones verdaderas se entremezclaban a las verdades ficticias en una espiral de voces que hacían decir a los lectores que ya nada sería igual, que en adelante nadie dudaría del poder transformador de la cultura.  En medio de un entusiasmo que dio en considerarse “realismo mágico”, aparecieron  caribeños que derramaban sudor con la intensidad de las fuentes.  Las mujeres, con libros entre manos, entendieron que  servían para algo más que para procrear. Un tratado sobre ciegos quitaba el sueño y con soledades de cien años y más, las novelas hacían sonreír aun a los más tiesos. Las letras también le perdieron el miedo a la crítica, al ensayo y a la poesía quebradora de viejas métricas. Inclusive por la radio y la televisión resonaban las voces de intelectuales que democratizaban el saber y, con temor o sin él, demostraban que la política compromete a quien la ejerce, pero que el compromiso político compromete más a todo un pueblo.

Eran pues, años en que las historias consagraban la palabra y las palabras hacían mejores a las personas. Lenguas y  muchas palabras vivificantes se sentían en el ambiente como el agua fresca en primavera. Una llamaba a la otra; algunas se traducían y lo nuevo hacía sentir que el vocabulario esencial, que hasta entonces se ignoraba o se daba por sentado, era tan grande, tan grande y en pleno ensanchamiento que las voces avanzaban como cohetes abriendo el  universo. No que el mundo fuera ancho y ajeno, no, es que los autores lo jalaban hacia sí para dotarlo de una dimensión manipulable, al alcance de la vista, a la altura de lo que era posible comprender en dosis adecuadas de asombro, verdad y revelación.  

Durante los años en que los intelectuales eran vistos, atendidos y temidos, inclusive  los remisos aceptaron que el saber, la creatividad y las búsquedas no eran delirios ociosos, sino maravillosos instrumentos de salvación de personas y sociedades. En esos días de gloria, cuando las letras dotaban de sentido la existencia, hasta se llegó a creer que  lo imposible no lo era tanto, que el porvenir sería mejor y que los Baby Boomers, hijos de la masa, portadores de rebeldía, de nuevas utopías, de música que hacía mecer el alma, de protestas consagradas como signos de los días y del lenguaje de la flor, encabezarían una edad de luz y de su anhelada democracia.

Eran los años en que los sueños se correspondían con actos cumplidos. Al menos eso se creía. Y ¿cómo no creer si el hombre pisó la luna y los anticonceptivos se podían comprar como aspirinas?  El piso se sentía bajo los pies. Se caminaba como en estado de  flotación. Las mujeres se aplicaban a abrir, abrir el asfixiante espacio del prejuicio para ganarle al tiempo lo que el tiempo les negó durante siglos. Ninguna ignoraba que arrastraban  milenios de sufrir la mordaza como emblema de virtud. No más  resignación abyecta ni toda esa costumbre de aguantar y llenar con lágrimas domiciliarias cubos y cubos de frustración y sueños fallidos. Claro, el puñado de pioneras llegó a creer que el feminismo, como milagro de la noche a la mañana, barrería con todo y lo barrería muy bien, empezando por las esperanzas frustradas y la condena discurrida por la imbecilidad moral.

Ilusiones. Muchas ilusiones, pero las mentes, el mundo se movía.

Un día amanecimos atenazados por la puritita verdad. ¿De qué panza salieron tantos sapos y culebras? Paridos con horror, los hijos de los cambios anunciados espetaron su “golpe de oreja” a los cófrades de la flor.  Se impuso el pensamiento único durante la hora del rojo y el negro. Murieron o se marginaron las voces consagradas, respetadas, admiradas. Publicidad y comercio ensombrecieron las ideas. No necesitaron gritarlo, bastó demostrar que individualismo y pragmatismo encabezaban el progreso.  Que nadie dudara de que el saber, el arte, las letras y el pensamiento crítico eran más peligrosos que las banda de criminales, la impunidad absoluta y la corrupción adherida a la vida social. Mediatizar la cultura, igualar hacia abajo, fomentar  la indiferencia enfermiza de los vencidos: eso define al México moderno, al México actual, el de las conquistas democráticas.

El siglo cambió aferrado a los signos del Ave Fénix. Desplumada y caduca, el Ave no renació. Anidó el huevo podrido de la miseria moral, de la mentira, del abuso abyecto y de la infamia disfrazada de política liberadora. A cambio de la autoridad moral que ejercían los intelectuales, hoy los de dizque avanzada publicitan el insulto, el enojo acedo y los adjetivos necios. Esto es lo que aporta la “ciudadanía” al modelo de país que sustituirá los logros de las palabras que, por desgracia, ni fueron eternas ni llegaron a viejas ni consiguieron meter ideas en la cabeza hueca del hombre/masa.

Y en eso estamos: dominados por la medianía del hombre sin nombre ni cara. Estamos bajo el yugo  sanguinario del crimen. No feminismos, sino feminicidios, desapariciones y robos para el comercio sexual. Estamos teñidos con el negro de la abyección, con el tartajeo de los vicios del consumo y del dominio aceptados como muestras de una fatalidad administrada por extraterrestres.

Muertos los días de la autoridad mítica, de las voces consagradas, de los compromisos con la verdad, aunque la verdad poco saliera de sus linderos utópicos, quedó a su aire  la certeza de que todo está permitido: el absurdo de la vida burguesa, la degradación del arte de gobernar, la política reducida al juego de Juan Pirulero y la costumbre del chapulín, la mudez selectiva, la danza de monstruos cuyas atrocidades  harían palidecer a Atila, a Stalin y a los malos malísimos dictadores africanos, asiáticos y latinoamericanos.

Las palabras quedaron partidas por la mitad. Perdieron sustancia, unidad, sentido, alegría y esperanza. Partidas y repartidas, las voces no dicen, aúllan y muestran un mundo despiadado, desalentador. Los lobos acechan. El amor está  pervertido o aniquilado.  El engaño impera y el cinismo exhibe su miseria moral con descaro. Hoy no hay voces equivalentes a las de ayer. Y si las hay, ni siquiera se notan.  Y si, hay que insistir: la cultura y los intelectuales importan. Sin su fuerza moral sólo nos queda lo que hay: crimen, corrupción, impunidad…