Martha Robles

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De la enfermedad y los doctores

Asclepios, fundador de la medicina. Circa s. VIII ac.

Cuando la enfermedad me toma por asalto, procuro distraerme con lecturas sobre la fragilidad de la existencia. Un mal pasajero, aunque no menos perturbador, entremezcla lo vivido y lo aprendido en la relación del médico con el paciente.  A fuerza de acompañar enfermos y gravedades en varias estaciones de mi vida, comprendí el valor de Ser médico: una pequeña joya del sabio y añorado Eduardo Césarman, que debería ser texto obligado en la profesión. Allí asegura y con razón, que “la mala muerte es la que se deja en manos de los médicos”. No obstante sus prodigios, la medicina ha elevado de tal manera su costo que, inaccesible para los más, aun los seguros se cotizan a partir de privilegios millonarios. Y no es ningún secreto que se puede prolongar la vida de los viejos, de los padecimientos degenerativos y de los desahuciados unas cuantas semanas, pero serán “las más caras de su vida”.  Esta realidad lacerante, impensable en el pasado inmediato, es otro producto del monetarismo neoliberal en el complejo universo de la salud y la enfermedad.

Las contradicciones del modelo económico/social y del acoso fiscal que atenaza por tener o no tener,  por ahorrar o por gastar y así sucesivamente, son insalvables y no dejan rincón sin afectar: mientras que de una parte el Estado favorece las condiciones para el incremento de ancianos en la población, de otra los margina bajo el principio que demuestra que envejecer es  empobrecer. Mientras los pobres mantienen su desamparo en el último peldaño de las garantías vitales, la clase media sufre el hachazo de la tercera edad cuando se da cuenta de que al que tuvo, lo fastidiaron la devaluación y las corruptelas y al que apenas retuvo no le queda con qué costear el “privilegio” de ser un anciano atenido a su suerte.

Entre el oneroso sistema hospitalario, los medicamentos, laboratorios, tratamientos, terapias y los honorarios inmorales de los médicos he visto cómo se adelgaza el presupuesto de familias que, por deseo o pensamiento mágico, suponen que la salud de su enfermo depende de su fatídico empobrecimiento. Y claro que la mayoría se enfrasca en esta aventura porque, además de que no hay demasiadas opciones electivas,  observamos curaciones asombrosas gracias a que el siglo XX desencadenó una sucesión de logros científicos, electrónicos y nucleares sin precedentes. Sin embargo, cuando ya no hay carteras, bienes ni préstamos para cubrir la vida artificial y las exigencias clínicas,  la “ética” del régimen privado desaparece donde el lucro afianza su nombre.

Las cajas hospitalarias son el penúltimo eslabón de la desgracia. Con una cuenta de metros y varios dígitos en mano, al familiar insolvente le aguardan otros corredores del pánico a cargo de los agentes de “seguridad”. Atrapado por la deuda, no puede dejarlo adentro ni sacar a su paciente, porque se convirtió en rehén de la factura sin cubrir. Lo interesante es que nadie considera este abuso como un secuestro, a pesar de que las cuentas abundan en rubros insólitos e imposibles de comprobar o siquiera descifrar. En suma, respecto de la medicina privada, todo es cuestión de gastar y no parar hasta que los bolsillos quedan vacíos. Sin embargo y tomando en consideración que los seguros médicos son escandalosamente caros y limitados, la medicina privada  es la única a la que gran parte de la población tiene acceso (y me incluyo).

Todo es comenzar el peregrinaje en un consultorio para depositar en un desconocido medio recomendado, una confianza ciega. Lo demás es una moneda al aire porque no hay modo de valorar sus atributos profesionales, su aptitud o sus verdaderos conocimientos. Al ojo pues, y obedecer la intuición porque tampoco hay  referentes oficiales para considerar su confiabilidad, ya que la mayoría carece de obra significada y/o calificada. Así que esperanza y buena fe nos igualan a  los remotos sumerios que iban a los templos de la salud para curarse mediante la gracia divina.

El hombre actual valora la salud y la libertad tanto como el habitante de la edad de piedra. No obstante apreciar en lo esencial estos dos pilares de la vida, mucho, muchísimo ha cambiado nuestra civilización respecto del conocimiento de los males, la intervención del médico y la supeditación del enfermo, pues en unas cuantas décadas la medicina privada se ha convertido en un negocio inhumano, a pesar de sus maravillosos logros. Gracias a la investigación sostenida de grandes talentos, a las políticas sanitarias, a los antibióticos, a la medicina social y las vacunas, el siglo XX fue el del gran salto de las muertes masivas a la conquista de una mejor calidad de vida que trajo consigo algo desconocido en el pasado: el envejecimiento de la población y las consecuentes enfermedades degenerativas de las que apenas tuvieron noticia los abuelos.

Entre las heridas de guerra, accidentes, partos complicados y ciertos males, durante milenios el promedio de vida mal podía rebasar los 35 o 40 años de edad. Ser ancianos, por tanto, es cosa nueva. Desde esa perspectiva,  la historia se extiende como un arco en tensión entre los modos de nacer, curar, abatir el dolor y retrasar hasta lo posible la fatalidad de morir. Del diagnóstico y la curación mediante oráculos, sueños para recibir el recado del dios y enseñanzas básicas de los asclepíadas o médicos de la remota Babilonia a la era de la tecnología de punta que no deja parte del cuerpo sin escudriñar y/o modificar, las civilizaciones han dado un salto tan inaudito como el de la ingeniería genética, los trasplantes de órganos y la conquista del espacio.

Me emociona imaginar la confianza con la que, durante varios siglos antes de nuestra era, los peregrinos en busca de cura seguían los rituales asignados para cada enfermedad: primero, purificarse en el tholos, el estanque o manantial asignado. Pernoctar en el abaton o sala de dormir donde mediante una atenta introspección, recogimiento o incubatio, aguardaban a que el dios les hablara. Este indicio de diagnóstico por intuición se completaba con el oráculo y/o prescripción de los discípulos de Asclepios, el hombre/dios fundador de la medicina, llamados asclepíadas: elóboro negro para las locas de Argos; ungüentos y yerbas varias contra las fiebres; cuevas de confinamiento pobladas con serpientes seguramente para los más incautos y música, mucha música y poesía para curar a todos desde el alma. Antecedentes remotos de los hospitales de hoy, en ninguno de aquellos recintos  estaba permitido parir o morir, ni siquiera en el pórtico de incubación y mucho menos en el de la convalecencia.  Sostenidos con donaciones asequibles, aquellos complejos templos de la salud eran de una sofisticación fascinante.

No deja de ser verdad que, con tecnología de punta o sin ella, el hombre es lo que ha sido. En el fondo de su ser continúa aguardando el recado del dios y, con escandalosa asiduidad, de manera simultánea se practican la superchería, la magia, los oráculos y cuanto enredo se discurre para curarse con mediación de poderes oscuros. Así me quedó en claro al ver un hermoso documental sobre un connotado cirujano que con auxilio de la robótica y a través de su computador dirigió desde Boston una cirugía como de ciencia ficción: un tumor enorme entre la cara y parte del cerebro de un niño en la India que pudo ser intervenido después de peripecia y media.

En tanto montones de especialistas y recursos de lo más sofisticado se congregaban para realizar una hazaña intercontinental, parientes y aldeanos auscultaban “el otro lado” para “proteger” al niño con sahumerios, amuletos y cuanto artilugio se pueda una imaginar. Y si que ocurrió el milagro, a partir de que se pudo obtener el financiamiento gracias a algunas fundaciones internacionales. Se sumó la generosidad del talentoso cirujano de prestigio mundial que además de no cobrar honorarios, contribuyó a formar médicos de la India y hasta habilitar las condiciones hospitalarias requeridas en Nueva Delhi.

Mejor que nadie Einstein supo que cuando ciencia y humanismo se fusionan ocurren  milagros. Y así lo afirmó: “Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros; la otra, que todo es un milagro.” Hay que creer, pues, que algún día será posible abatir el lucro en la medicina para democratizar el acceso a la curación. Mientras tanto, sin embargo, roguemos no enfermarnos de gravedad a la Guadalupana, porque eso es es para ponerse a temblar.