Martha Robles

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De mis diarios. Deleites perdidos

Tempus fugit. Así los tranvías.

Pertenezco a la minoría en extinción que cultivaba alianzas de viva voz y preguntaba   el nombre de árboles y plantas; la que leía en  los cafés y amaba la tinta, las libretas encuadernadas en piel y las plumas fuentes; la que iba por el mundo coreada por canciones de protesta. La que sentía el bullir de la sangre al repetir versos de éste o aquél poeta; la que percibía el ramalazo de la memoria a mitad de la noche y sin querer queriendo, en duermevela, se entregaba al fluir de un ritmo frenético adherido a sabe dios cuáles honduras del pensamiento. La que viajaba en tranvía y disfrutaba el paisaje de las palmeras en camellones  hermosos. La que creció con términos innovadores, como ecología y conciencia crítica.  También con las flores, las fuentes, los monumentos y la idea de ciudad de Uruchurtu. La que creyó en la cultura como vía de salvación. La que buscaba casetas con teléfonos públicos que funcionaran. La que leía periódicos, suplementos y revistas literarias y disfrutaba por aquí y por allá del teatro/teatro y las conversaciones sobre escritores, música, filosofía, historia, cine, arte y política. También fui de las que repetía sin querer párrafos cuya cadencia me atrapaba. Párrafos que me habitaban al dormir hasta despertar con la sonrisa prendida al susurro. Así supe que había un hilo de palabras que se fusionaba a mi vocabulario interior con ritmos como éste que, como otros igualmente pegajosos, reaparece todavía cuando espero un nombre frente a la página vacía:

…he said I was a flower of the mountain yes so we are flowers all a womans body yes that was one true thing he said in his life and the sun shines for you today yes that was why I liked him because I saw he understood or felt what a woman is and I knew I could always get round him and I gave him all the pleasure I could leading him on till he 1044 Ulysses asked me to say yes and I wouldnt answer first only looked out over the sea and the sky I was thinking of so many things he didnt know…

Cuando estudiaba en la UNAM los acosadores, los grillos y las huelgas estaban en auge. Con mucho pasado a cuestas, las mujeres no éramos tan arrojadizas ni vociferantes como las muchachas que hoy protestan sin que nadie las detenga. Ni siquiera éramos mayoría las inconformes y se nos apuntaba con desprecio a las rebeldes, pensantes y “difíciles”. Desde subsistir en medios cerrados, conquistar espacios propios, ser consecuentes con decisiones  “peligrosas” y liberarnos de ataduras enajenantes hasta empeñarnos en ser vistas, respetadas y reconocidas, nuestras batallas se concentraban en tirar obstáculos, abrir compuertas y abatir verdugos. Mientras se igualaban entre sí quienes requerían pancartas, uniformes y pertenencia a grupos para creerse arropados, para los menos el “mensaje” estaba en los diccionarios, en los libros de arte y en la Encyclopedia Británica: una fiel compañera que sabía de todo y nos llevaba a los más fascinantes lugares donde sobraba espacio para que convivieran Borges, García Lorca, Nietzsche, la Bauhaus, Sófocles, Trotski, Churchill, Sontag u Oriana Fallaci con personajes como la Abadesa, el Emperador Amarillo, Mrs. Dalloway, Adriano, Justine, u Oriane de Guermantes…

Al leer el otro día a Vila-Matas recordé que me  eran tan familiares la ficción verdadera y la posibilidad de ver más allá de lo aparente que podía dialogar con héroes y antihéroes  como si estuvieran a mi lado. Inquirir la crueldad en la fría venganza de Medea, disgustarme con Mme. Bovary, compartir la ansiedad de Antígona o el canto desesperado de Orfeo quizá me libró del efecto esperanza que confundió o dañó tantos destinos al filo del nuevo siglo.  No un día ni un año, tampoco una idea de grandeza sino un modo ser borroso se forjó a mi alrededor por la fe ciega en la quimera de la democracia. Quizá la filosofía me libró de caer en ése u otros idealismos sobre la condición humana. Contra esa tentación de la “bonanza por venir”, hice mía la gran máxima no reír, no llorar sino entender. Spinoza  me enseñó a distinguir y huir hasta lo posible del infierno, después de padecer en carne viva la certeza de Sartre: el infierno, el infierno son los otros, sentencia que no solo no pierde certidumbre, sino que empeora con el crecimiento demográfico.

A trancazos, como aprendemos casi todos, entendí que el hombre es el hombre, es el hombre… y que por su terca naturaleza se inventaron los milagros, pues de otra manera compartiríamos la fatalidad de Cioran, la misantropía de Shopenhauer, de Sherlock Holmes o de Diógenes Laercio. Y es que de que los hay los hay, por eso y aunque es imposible negar que el desaliento es como los humos invasores que se nos quedan impregnados en el olfato y en la piel, hay que evadirse del lugar común, del furor colectivo, de la estupidez exacerbada, de la ofuscación, de los dueños de la verdad y del ocre tufo de los necios.  Lector puntual de Spinoza y Shopenhauer, Borges supo hasta dónde es cierto que conocer y entender nos libra de fanatismos, idolatrías y esperanzas inútiles.  Probar sin embargo la fidelidad a uno mismo nos aparta por necesidad de espejismos, del vocerío de las masas y de la comodidad de elegir “lo de menos” o de la apariencia engañosa. Así que pensar y ser consecuentes con la individualidad –que no con el individualismo- conlleva el precio de la soledad –la soledad creadora-, lo cual no es nada despreciable, además de librarnos del acecho del tedio y ahorrarnos grandes dosis de la horrible sensación que dejan las frustraciones.