Martha Robles

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De mis diarios y Sir Richard Francis Burton

Sir Francis Richard Burton

Volver con ojos de intrusa a las páginas de los propios diarios, desvela un yo que en realidad es “el otro”: el que al escribir deja en libertad la palabra y, con ella, lo que se sabe sin saber que se sabe. Por pereza o temor a descubrir a la que transcribe un mundo casi personal, casi literario y de visos filosóficos, evité  releer mi dilatado registro puntual del camino recorrido.  Espinoso en ocasiones, en mayoría fascinado con la luz, con lo sagrado, las lecturas, la música, la ficción verdadera, los sueños, el silencio y el lenguaje, el contenido de ayer o de hace décadas, mantiene una asombrosa fidelidad a la niña que un día, sin imaginar cómo ni por qué,  decidió probar cuál de tantos misterios que la habitaban podría desvelar por el prodigio de la escritura.

Inquirir secretos ha sido el móvil de mi obra: nombrar lo que se observa y no se dice, lo olvidado o  velado y lo que se reserva al silencio. Las historias, el saber y las voces me atraen por lo que ocultan, no   por lo que muestran. Así lo concerniente al revés del libro, lo que se pierde en el tiempo, lo enmascarado en recuentos autobiográficos y lo que Edmond Jabès consignó en su Libro de las preguntas. Al enterarme cómo sus diarios y parte “peligrosa” de la obra de  un espíritu esencialmente libre como Sir Francis Richard Burton fueron quemados por su muy católica y metiche esposa,  por añadidura aterrorizada por la mala imagen que de ella quedaría en las páginas, empecé a interesarme por las contradicciones de nuestra especie.

Este mismo explorador, genial aventurero, vanguardista y curioso inglés que en todo superó al memorable Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), circula con frecuencia, como si de un amigo se tratara, por un medio centenar de libretas rigurosamente encuadernas y ordenadas en un mueble especial. Por él me interesé en el Medio Oriente y sus vericuetos, así como por manuscritos extraviados, cónyuges/espías de diarios, víctimas o campeones de sus fantasías, verdugos que actúan de corderos y una amplia variedad de simuladores, vividores, abusadores, trepadores y sufrientes: el mundo de gente que ha pasado de largo, de cerca o de lejos o que se ha entrometido en mi existencia por similares causas a las que el escandaloso “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, tropezó con la pareja equivocada.

Por la riquísima biografía de Burton también abrí los ojos y la curiosidad para entender algo de lo que es capaz la envidia, ese acto doliente del infecundo que tanto padeció Petrarca: “Cuando nada explique la agresión del otro, es envidia”, decía Boccaccio sobre los ataques al poeta. Mediante biografías estupendas que iban esclareciendo el laberíntico universo del escritor, vislumbré el lado oscuro de los envidiosos, los que destruyen páginas ajenas  o se dan a la oficiosa tarea de editarlas, los que darían  lo que fuera por tener talento, pero saben que la naturaleza se los negó. De este modo, repasar un par de diarios de la prehistoria me recuerda que el secreto es, en suma, un espacio vital tan amplio, abultado y diverso que allí se gesta lo mejor y lo peor de las personas,  sea la complejidad del poder o la no menos complicada expresión  del amor  o de las pasiones, como ilustrara el genio de Shakespeare.

Al desentrañar algo largamente escondido, experimento la alegría de encontrar la pieza decisiva de un rompecabezas. Entonces se aclara un carácter que, como el de Sir Richard Francis Burton, echaba mano de lenguas y disfraces  para mimetizarse con árabes, musulmanes e hindúes. La facilidad con la que dominaba idiomas y dialectos europeos, asiáticos y africanos, hacía más verosímil al personaje que se infiltraba en espacios proscritos, como en La Meca, donde a la menor sospecha de que se trataba de un intruso lo habrían matado. No bien entraba en un rechimal de matarifes, políticos, especuladores o grupos armados cuando al punto, casi de manera milagrosa,  se daba a la tarea de describir costumbres, intrigas, negocios, actitudes y/o conductas que lo afamarían unas veces por antropólogo, otras por explorador, cónsul, traductor, diplomático, espía, militar… Y casi siempre bajo etiquetas que él se sacudía con el desparpajo que mantuvo hasta el final de su días, creyéndose en posesión de una excelente salud.  Se desmoronó sin embargo durante sus últimos años en Trieste, donde un montón de padecimientos mal cuidados le pasaron factura. Corroído por la gota, angina de pecho, achaques circulatorios y secuelas de cuanto se pueda una imaginar, murió en 1870, a los 70 años de edad.

Atípico de nacimiento, viajero desde la cuna, se dice que cuando la familia vivía en Venecia él, adolescente, se hizo amante de un gitana para aprender romaní. Educado por tutores en estricta tradición clásica, ni de niño podría decirse que hubiera sido el inglés característico. No bien se instalaba en el prestigioso Trinity College cuando lo expulsaron los mismos que, años y logros después, celebrarían sus aportaciones monumentales a la cultura. Que su conducta no simpatizara con los convencionalismos victorianos no evitó que sirviera a la Corona. Los puritanos lo denostaban por extravagante, por publicar observaciones orientales sobre la longitud de los penes, poligamia, sexualidad femenina, pederastia, prostitución u homosexualidad, pero la moralina pasó y aún continúa asombrando legado tan extraordinario.  Nada, ni sus propios repulgos, le impidió ser cofundador, con James Hunt, de la Sociedad Antropológica de Londres.  Tampoco desdeñó la real distinción que lo armó caballero en 1866 ni dejó de  aprovechar las ventajas de su nombramiento como cónsul británico en la isla africana  de Fernando Poo; luego, en Santos, Brasil; en Damasco, Siria y en Trieste, Italia.

En suma, un hombre y una vida tan formidables que no me extrañó su admiración vitalicia por Luis de Camoens. Más allá de mis notas, acumuladas durante años en mis diarios con la intención de biografiar siquiera alguna de sus etapas que con justicia lo encumbraban como un personaje de ficción, ahora contrasto lo recogido en Wikipedia y con asombro compruebo lo que aún desconozco de su obra, no obstante los títulos que me han acompañado: 43 volúmenes de viajes y expediciones. Dos libros de poesía. Cien artículos y una autobiografía de 143 páginas que no continuó porque fue plagiada. Notas por miles, títulos y títulos ahora indispensables para conocer India, el Islam, tribus nómadas, las Fuentes Azules del Nilo…

Tradujo al inglés las Mil y una noches en dieciséis tomos rigurosamente anotados, así como seis obras de literatura portuguesa, incluido Os Lusiadas, el clásico poema de Luis de Camoens; dos de poesía latina (las Elegías de Catulo y los Priapeos), más cuatro de folklore  napolitano, africano e hindú. Abundó en el Kama Sutra… No está de más insistir en que, sin excepción, todos sus trabajos contienen el inmenso soporte de las notas que testimonian su monumental erudición, genialidad y capacidad de trabajo.

Gracias al dialogo de simpatías y diferencias, que con maestría han practicado los ingleses en beneficio del conocimiento, sus exploradores, viajeros y estudiosos en general llenaron de hallazgos valiosísimos el British Museum, sus bibliotecas y el montón de sociedades científicas, navales y de conferencias que prosperaron con el espíritu de  descubrimiento que floreció durante el siglo XIX. Entre la muchedumbre  de nombres que, empezando por Darwin, hacía las delicias de los londinenses que acudían en masa a escucharlos, el de Francis Richard Burton sacudía como si de un actor popular o un deportista de nuestros días se tratara. Amado y odiado por arrojadizo y singular, el ánimo victoriano no sabía qué hacer con él: demasiado sabio para menospreciarlo; irreverente de más para aborrecerlo. Ningún académico estirado, por añadidura, podría competir con su fecunda originalidad. Por eso y a pesar de lo destruido por Isabel Arundell (con quien mantuvo un irregular matrimonio de idas y venidas, de repudio y distancia, y al final inexplicable cercanía), su legado continúa a la cabeza de los orientalistas, sin que faltaran aportaciones sobre ocultismo y sufismo.

Veo los míos y reconozco que los diarios son reflejo y espejo comunicantes del autor: el dialogante ideal, una forma de pensamiento y guía de la propia escritura.  Sean de Burton, de Kafka, de Thomas Mann, de Virginia Woolf y de tantos escritores que me han acompañado, las páginas del día son el semillero capaz de fertilizar  las letras con ficciones verdaderas.  A vuela pluma y acaso por la implícita libre asociación, se escapan revelaciones invaluables. En los diarios van quedando el santo y seña de las biografías más jugosas, sueños frustrados, héroes destrozados por las culpas, aventuras malogradas e inclusive, rasgos de bibliotecas desparecidas: justo lo que, de punta a punta, nutre mi curiosidad por lo que el hombre es, lo que quiere y no puede ser o en lo que se convierte cuando mira de frente a la Medusa.  Acumulamos temas y biografías  clandestinas, en suma, que tarde o temprano y a fuerza de leer más allá de lo aparente, nos muestran al ser esencial, sus fortalezas y debilidades, lo oscuro que moldea no exactamente un carácter, sino lo que se rinde a los caprichos del destino.

Reconozco por esta vía mi larga fidelidad al genial explorador, aventurero, distinguido espadachín vitalicio, orientalista, políglota, cónsul, traductor, escritor originalísimo e inclusive espía, Sir Richard Francis Burton. Por si no fueran bastante mérito sus tres volúmenes sembrados de relatos sobre sus viajes y expediciones, incluido el descubrimiento al lado de John Hanning, nada menos que del lago Tanganica, tiempo y ánimo tuvo para completar los mapas de la región fronteriza del Mar Rojo para habilitar el comercio inglés.

Era imparable. Cada una más fascinante que la anterior, sus hazañas bibliográficas son tan espectaculares como sus aventuras.  Se batía y montaba como árabe con tal maestría que ni los nativos descubrían su identidad. Más de una vez se salvó de morir de manera atroz.  Se atrevió con éxito  a entrar en Harar, la capital somalí, de la que se decía que si un cristiano la pisaba se degradaría el sitio hasta destruirse. A cual más de atrevido, durante sus inusitados diez días de estancia en esa región proscrita, intercambió conversaciones con el Emir.

Si las primeras noticias en Occidente sobre la costumbre musulmana de la clitoridectomía o ablación genital femenina se debían, en 1799, a los hallazgos del explorador William George Browne, a “Dick el rufián”, debemos no sólo descripciones detalladas de esta brutal agresión, sino el correspondiente análisis sobre lo más prohibido del África profunda, del Medio Oriente y no se diga de la India, donde llegó a hablar con fluidez  hindi, guyarati, maratí, persa y árabe. Escribió que sus estudios de la cultura antigua y moderna alcanzaron tal profundidad que su profesor hindú le permitió vestir el janeu o cordón brahmán…

Inabarcable, pues. Biografiarlo exigiría seguir sus andanzas y sus páginas durante más de dos vidas. Me basta continuar inquiriéndolo y disfrutándolo desde mis diarios. Allí lo imagino con su montón de monos domesticados. Lo veo cabalgando en el desierto, sin perder su turbante verde, con una lanza atravesada de una a otra mejillas que le dejó una gran cicatriz. Lo reconozco en los Estados Unidos, donde examinó a la comunidad mormona en su libro The City of Saints. Insomne vitalicio, caminaba en las montañas apoyado en un bastón de hierro  “más pesado que un rifle”. Tercer espadachín del imperio británico, desayunaba a las cinco de la mañana y practicaba esgrima una hora todos los días; durante el verano, agregaba la natación y en todas las estaciones era el mismo entusiasta disciplinado que, inclinado sobre la página, escribía cuartilla tras cuartilla como si desenredara un ovillo infinito, acaso depositado por los dioses en alguna de sus encarnaciones pasadas.