Martha Robles

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De mujeres, hoy: escribir como sea, de lo que sea

De la invisibilidad al empujón para ser notadas, aparecen mujeres a puños armadas de párrafos, versos, cuartillas y toda suerte de títulos y ocurrencias que, de preferencia sin calidad, acusan la explosión de un fenómeno sin precedentes en la historia: la urgencia de ser vistas y reconocidas porque sí, sin méritos, porque el tema femenino está en boga. Tanto, que se pretende hacer creer a los necios que basta ser mujer para hacerse acreedora hasta de talento. Aquí prolifera lo opuesto a las batallas libradas por escritoras brillantísimas, ignoradas, perseguidas e inclusive asesinadas desde la Antigüedad hasta nuestros días.  

Sin el auxilio de las redes sociales no habría sido posible publicar esta novedosa búsqueda de “notoriedad de género” que pasa por alto ideologías, curiosidad intelectual y las misteriosas causas que hacen que alguien, por talento y razones de amor al lenguaje y sus atributos, tenga algo qué decir y no solamente sepa cómo hacerlo, sino que lo hace con maestría y a pesar de obstáculos.

Para no abundar en la conflictiva cuestión del talento  -siempre inocultable-, prefiero reparar en esta interesantísima situación que, sin relacionarse con vertientes feministas, se acompaña del brote colateral de “talleres”, clubes o grupos de y para entusiastas no profesionales de la pluma.  No podría decirse que estamos ante un germen masivo de pensadoras, poetas, narradoras o “mujeres de letras”, cuyas obras o tentativas pudieran fortalecer la literatura local o internacional. En realidad, la explosión indiscriminada de candidatas o supuestas escritoras al calor de la estufa acusa lo contrario: el triunfo de la improvisación, la preferencia del menor esfuerzo y una obvia conformidad con la medianía ante el descenso del “ondulante” gusto literario, inseparable del mercantilismo editorial.  

 No me refiero, desde luego, a las escritoras que lo son sin lugar a duda y en aplastante y obvia minoría. Me refiero al mundillo superpoblado donde “brilla por su ausencia” el primer requisito para serlo: formación, curiosidad, estudio sistemático, largas jornadas diarias de trabajo disciplinado y una sólida cultura personal encauzada por el cultivo del arte de la palabra. Por la profusión de indicios que llenan las redes sociales, se trata de “escribir” y echar las líneas al vuelo. Escribir así, en abstracto; darse a notar y hablar con temeridad de lo que sea, acaso como ocurrencia, impulso u opinión, “por contagio”, por deseo: sin gramática, sin ideas ni imágenes ni aportaciones originales. Escribir por que sí, no por saber lo que implica que cada escritor tenga un mundo y una voz propia. Escribir sin sintaxis ni conocimiento suficiente como si, por analogía, el pintor ignorara el dibujo o la teoría del color. Escribir como vaciadero de contenidos previsibles, de lugares comunes, de blablabla que nada sabe del arte de la palabra ni del valor del silencio. Escribir sin tener qué decir ni saber como hacerlo.

Dar el salto de la palabra oral a la escritura acaso se supone más fácil que aventurarse en la ciencia, en la música o en el estudio de otras disciplinas, consideradas “difíciles”. Hay quienes creen que la del escritor es tarea tan sencilla “que cualquiera puede hacerla por el hecho de aprender el alfabeto”. Un buen hombre nada menos que en la UNAM, al enterarse de  que mis jornadas de trabajo no eran menores a las 12 horas diarias, me dijo justamente lo que prueba el prejuicio que priva respecto del quehacer intelectual: “si yo tuviera tu tiempo también sería escritor, pero tengo que trabajar”. ¡Cráneo privilegiado! Así resulta que el del escritor “no es un trabajo”. Quizá por eso se paga tan mal o no se paga. Si aceptamos con Aristóteles que lo que bien se entiende bien se expresa, confirmamos que por no comprender que el proceso cultural va presidido por las letras, el arte y el pensamiento, las sociedades atrasadas se constituyen en defensoras de la ignorancia y los simulacros.

Esto no es un alegato contra las que hacen lo que quieren o lo que pueden. Es, por encima de todo, una defensa personal del arte de la palabra, ante la abrumadora invasión de chabacanerías. Y es que, por el hecho de haber ido a la escuela básica cualquiera cree que leer y escribir es cosa vana.  Aprender operaciones aritméticas no hace al matemático ni al físico; se requieren mucho más  que rudimentos. Así la escritura, pues en el viaje de  significados y significantes se compromete el propio destino.

Ser escritor no es divertimento. Peor en el caso de la escritora, dado el carácter de la sociedad. En realidad, es un modo de vivir demandante y caprichoso, de preferencia poco o nada lucrativo y menos reconocido, celoso, insaciable y sin embargo tan fascinante que quien prueba “el secreto” queda de por vida entregado a su culto. Hay que escudriñar la hondura de los vocablos para apreciar este oficio de solitarios que, desde el Medievo y aun antes, se tenía por privilegiado. Platón, Dante, Petrarca, Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Pessoa, Kafka, Kawabata, Dinesen, Proust, Machado, Flaubert, Tolstoi, Malraux, Eliot, Virginia Woolf, Yourcenar, Borges, Mercé Rodoreda, Sebald, Szymborska, Olga Orozco… No confundir: el que lo es no puede dejar de serlo, ni los lectores de notarlo.

Preguntarme el por qué de las cosas me ha llevado a observar esta novedosa y peculiar conducta femenina que de preferencia prolifera en corrillos, por generación espontánea. Apiñada en una suerte de cofradías o asociaciones de amigas, la avanzada femenina de la pluma entraña un acto de solidaridad y acaso reacción contra el machismo, pero por desgracia el entusiasmo no es suficiente para ser lo que no se es. Ya se sabe que la mujer es la ninguneada histórica, pero tratar de descubrirse a sí misma y hacerse visible no la convierte en escritora ni en científica ni en bailarina, aunque se autonombre “la escritora”... Ojalá fuera sencillo hacer de la voluntad un hecho y un destino causados. No hay más que repasar la historia y confirmar que “obras son amores y no buenas razones”.