Martha Robles

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Del festín, Dinesen y Babette

De todos los nombres que frecuentó Karen Christentze Dinesen, ninguno renunció a la elegante sensualidad de Isak Dinesen. Casada en Mombasa con su primo segundo y hermano gemelo de Hans -su gran amor jamás correspondido-, brilló en las letras desde la primera mitad del siglo XX como una nueva y aún insuperada Scherezade. Al divorciarse del malviviente de su marido, quien ni siquiera aprendió a subsistir como “propietario”, como los zánganos aristócratas, le quedaron tres cosas: una sífilis infernal que padeció hasta la tumba,  el título de Baronesa Karen von Flixen-Finecke y la ruina económica que siguió al fracaso de la plantación que ella compró, en pleno colonialismo, al pie de las colinas de Ngong.

Si la estancia de unos quince años en África no la enseñó a contener la plaga de langostas abisinias, si la llevó a conocer la pasión, una forma peculiar de amar, la intensidad estética, las armas y el arte  de seducir por medio de la palabra.  Gran cazadora y acreedora del título de “Reina Leona” entre masais y somalíes, Karen sólo era para ellos, en lo fundamental, una gran doctora pues, como dijera Eugene Walter al entrevistarla para The Paris review, su joven criado Kamante “dudaba de que un blanco pudiera crear una narrativa como la propia, oral, con la complicidad del viento.”

Karen/Isak, que a sus veintidós años de edad, en 1907, había debutado exitosamente con el seudónimo de Osceola, con el cuento Los eremitas en la revista literaria danesa Tilskueren, tuvo en su amadísima finca africana oportunidades sin fin para refinar su esteticismo. Era tal su talento para inventar que Hemingway, al recibir el Nobel, dijo que no a él sino a ella correspondía recibirlo. Por llevar la tinta en las venas y el claroscuro del puritanismo danés en su cuerpo infectado, eligió para fundar su propia leyenda la biografía singular de su pseudónimo Isak Dinesen. Así, a sus 46 años de edad, al regresar a vivir con su madre a Rungstedlund completamente arruinada y llena de dolor, Karen ya es Isak. A partir de entonces, traducida por ella misma al inglés, experimentó el furor del reconocimiento durante largas jornadas en los Estados Unidos, en donde germinó la leyenda de que la obra no provenía de una autora sino de un grupo de escritores, que si monja oculta en un convento, que si un hombre que odiaba revelar su verdadera identidad...

Lo cierto es que ella disfrutaba el enigma e inclusive lo cultivaba. Contertulia de escritores y figuras de moda como Arthur Miller, Marilyn Monroe o Carson Mc Cullers, al chismoso Truman Capote  se atribuye la versión de que la Baronesa solo se alimentaba de ostras y champagne; ocasionalmente, también espárragos y galletas. Que ante la mirada horrorizada de Miller, que opuso sabe Dios qué cosas a favor de las proteínas y la opinión de los médicos, una delgadísima y arrugada Karen, en plena posesión de hechizos, opiniones desconcertantes y actos sorprendentes que embelesaban e intimidaban a cualquiera, repuso con la autoridad que asumía, desde su poderosa individualidad, al sentirse incómoda: “soy vieja y como lo que quiero”.

Recordaba ésas y otras peculiaridades de su abultada biografía, mientras preparaba un festín que si bien no sería como el célebre de Babette  -uno de los cinco relatos de Anecdotes of Destiny-, al menos me vinculaba con mi irrestricto amor por Grecia, de una parte, y de otra, al culto por los deleites al fuego que, con el vino y el pan, son deidades del paladar. Entre que alistaba la spanakopeta para meterla al horno cubierta de ajonjolí y añadía almendras, piñones, eneldo y nueces al arroz para rellenar los tomates o más allá me acercaba a oler unas berenjenas que parecían dispuestas para los mismos dioses, la sombra de Babette se entremezcló a la de la joven Karen que, a causa de la enfermedad, tuvo que renunciar a la vida sexual, y al punto me di cuenta de que la literatura no puede sustraerse de la magia de las cazuelas.

La sensual Babette se refundió en la pequeña aldea de Berlevaag, situada en un largo y estrecho fiordo noruego encajonado entre altas montañas, para huir de los violentos tumultos que asolaban Francia hacia 1880. Eligió borrarse y borrar su pasado al convertirse en criada de las austeras e intolerantes solteronas Martine y Philippa, hijas de un pastor tan puritano que les infundió la contención de cualquier deseo. Ataviadas en gris o negro, oyeron con estupor y no poca desconfianza que Babette gastaría el monto de la lotería, que recién había ganado, para encargar alimentos carísimos y productos extravagantes, principalmente a Francia. Su intención era prepararles un banquete magnífico que daría de qué hablar en el pueblo en lo sucesivo, para conmemorar el centenario del nacimiento de aquel hombre que vivió y murió sin experimentar un solo deleite.

Ese es el eje de un relato bellísimo que detalle a detalle y sin que me faltara ninguno, iba recreando en la mente con las vidas paralelas entre la gustosa Babette, que derivó su sexualidad cancelada en la preparación de un festín, y la sofisticada Isak Dinesen que “sin derecho al amor” desde que la contagió su marido de sífilis, dijo que entonces le ofreció al diablo su alma a cambio de que todo lo que conociera, imaginara o experimentara pudiera convertirse en cuento. Y del diablo, enigmas y secretos elíxires seguramente sabía esta peculiar escritora que antes de que se hablara de la anorexia, ya se jactaba de ser la persona más delgada del mundo. Y quizá lo fuera con sus 35 kilos de peso, pues cuanto más envejecía más la hacían parecer las fotografías como un espectro: elegantísima y dueña de sí,  ataviada con valiosa joyería, diamantes en las orejas, turbante infaltable y abundante khôl alrededor de los ojos que parecían  verlo todo, a pesar de que se quejaba de sufrir ceguera.

Es obvio que los padecimientos propios de su enfermedad la apartaron de los goces depositados en las prodigiosas manos de Babette. Y yo no podía evitar pensar en creadora y criatura mientras, al calor de la estufa y con asociaciones en el paladar, reconstruía esa historia y la de algunos de mis comensales por el influjo del vino y las especias, por los aromas fundidos a la memoria y a efecto de los varios platillos dispuestos por colores en el horno, al vapor, en las parrillas o a temperatura ambiente hasta alcanzar el punto perfecto de la cuajada, de los dulces exquisitos, los quesos y los licores.

Privada de tanto y tan ricamente dotada con poco, Isak Dinesen derivó sus carencias a su apetito voraz por la vida. Culta, singular, inteligente, aristócrata aun al ponderar a su entrañable personal somalí, glamorosa… Hay biografías, como la suya, que se antojan noveladas y que, de tan cargadas de peculiaridades, a veces se entrometen a mis sueños, me perturban en insomnios que no asoman fin, se enredan a sus obras y se entrometen a mi propia vida con tal eficacia que inclusive al cocinar –algo que disfruto casi tanto como escribir- me pillo colonizada hasta que consigo “volver a mí”.

Entiendo por todo ello lo que significó para Isak Dinesen el poder vivificante de las letras.  Y con seguridad el diablo atendió su petición, pues no hubo palabra que no encontrara acomodo en su genio ni historia que no pudiera inventar o recrear con el  don que no Satanás, sino sólo los dioses otorgan a lenguas privilegiadas: el don de contar y, como Scherezade, atrapar la mente y la curiosidad del más duro y tapado de sus oyentes.