Martha Robles

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Del ITAM y otros prejuicios

Pasado el rifirrafe del 68, cuando Javier Barros Sierra se detenía a hablar con alumnos al término de algún concierto dirigido por Eduardo Mata, alguien le preguntó cómo es que la UNAM, bajo su rectorado, la había otorgado la incorporación a la Universidad Autónoma de Guadalajara. Que si reaccionaria, que si indigna de emparentarse a nuestra inmaculada “casa de estudios”, que si infectada por la Iglesia y la iniciativa privada, que si fundada por tecos y emblema del conservadurismo… 

El cuestionador, encarnado de justiciero y orgulloso representante de la santa izquierda, que a poco no sería ni polvo de aquellos lodos, apuntaba el índice al pecho enfermo del ex rector. Con tono amenazante, típico de los agresivos grillos que asolaban las aulas, se encumbraban como fósiles sin siquiera cubrir las materias del tronco común y cometían tantos atropellos cuantas bajezas pudieran imaginar, se esforzaba por exhibir  superioridad no nada más ante don Javier y sus acompañantes, sino especialmente ante nosotros,  grupito de  estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, convertidos en depositarios de una retahíla de insultos, por “burgueses y aliados del sistema” (¡gulp!).

Sin alterarse, don Javier le dio una respuesta ejemplar que me marcó para siempre.  Aunque no lo recuerdo textualmente, dijo algo así: “Mire usted: México tiene una deficiencia educativa atroz. Somos un país muy atrasado y lleno de limitaciones. La población ha sobrepasado la capacidad del Estado para atender la demanda de profesionales y gente preparada. No estamos en condiciones de rechazar y menos aún discriminar a ninguna institución de enseñanza. Conservadores, marxistas o libre pensadores…, no importa, porque urge educar.  Lo que tenemos que hacer es abrir aulas y puertas a la ciencia, la técnica, las artes, al saber todo. La ignorancia no sirve a nadie, salvo a los tiranos.  Ya llegará la hora en que no se califiquen las escuelas con prejuicios ni ideologías. El que estudia y piensa forma su propio criterio y puede elegir. Eso es lo importante, no estar desacreditando a quienes se esfuerzan por educar.”

Más de 40 años han pasado desde entonces. Aquellos grillos ya pertenecen al INSEN y, aferrados al mismo discurso, aunque con intransigencia agregada, los sobrevivientes siguen siendo parásitos.  El déficit educativo no se ha resuelto en el país. Tampoco hay suficientes técnicos, creadores, pensadores, economistas, sociólogos, actuarios, políticos capaces ni científicos, etc. Carecemos de recursos humanos, materiales y ecológicos para contrarrestar nuestra dependencia del extranjero. Tampoco existe la necesaria cantidad de inteligencia educada para participar, con  talento y obras, en el desafío de situar al país entre los más avanzados, pues ya sabemos de qué se trata seguir igualados con los de abajo.

Pasan décadas, cambia el siglo y escuelas y universidades son aún insuficientes en todos los niveles, desde párvulos hasta grados superiores y especialidades. La calidad de la enseñanza está muy por debajo de la media internacional. Ni el sacrosanto IPN, al que debemos tantos  técnicos que a diario aceitan la “maquinaria del progreso”, ha podido elevar el nivel cultural de su comunidad. Tampoco la benéfica ola fundadora de instituciones  privadas –con cubrir parte del inexcusable deber del Estado- ha conseguido satisfacer la inmensa demanda de una formación de calidad, no digamos a nivel nacional, sino siquiera bastante para responder a los intereses de las clases que pueden o no pueden, aunque pagan las colegiaturas. Así que lo que tenemos son déficits y “no estamos en condiciones” –como diría don Javier-, de creernos por encima de quienes trabajan con el mismo empeño por alcanzar idénticas metas; es decir: salir de la ignorancia atroz, de la criminalidad y del atraso que están acabando con lo que queda de nuestro infortunado país.

Sin importar que la noticia fuera de ayer o del 2016, hay afirmaciones que caen, salpican, reaparecen y sirven de advertencia de cuán peligrosa puede ser la intolerancia.  Y si la personal es de suyo grave y tremendamente dañina,  la intolerancia política es peor por su natural efecto multiplicador. En su hora, creo que a propósito del nombramiento de José Antonio Meade en la Secretaría de Hacienda, leí tanto el twitter como sus rebotes, en el que López Obrador calificaba al ITAM de “escuela de tecnócratas  neoporfiristas que han dañado la economía de la gente y de la nación”. Los agregados verbales y  posteriores a prejuicios como éste no son más que reveladores de un temperamento más cercano a los exabruptos que a la prudencia.

Con la imagen en mente de la cáfila de grillos que “boteaban”, presionaban, irrumpían a media clase, desacreditaban, insultaban, increpaban y se ostentaban  en posesión de la pura verdad, advertí que ese lenguaje permanecía tan  intacto como el  estilo de irritar con alocuciones  absurdas y por demás descabelladas, como ésta y lo que le sigue:  “¿Escuela de tecnócratas neoporfiristas…?”

En el mejor de los casos, decirlo sería una tontería. Pero hay demasiada historia y muchas evidencias en actitudes así para considerarlas inofensivas.  Si en lo personal he creído que la intolerancia es de suyo un peligroso semillero de injusticias, fanatismos y daños morales irreversibles, la intolerancia en política se exacerba en quienes son incapaces de soportar a los que piensan distinto. Como se sabe, la intolerancia política tiene en el populismo su más alta expresión. Despotricar, fustigar, lanzar juicios incendiarios, desacreditar al adversario para autoencumbrarse y prodigar fórmulas vejatorias son técnicas de los sectaristas incapaces de respetar lo distinto y ajeno, lo que no comprenden ni pueden controlar.

Nada más peligroso, por tanto, que la intolerancia política cuando comandada por un líder de masas fanatizadas.  La historia está llena de lecciones tremendas en este sentido. Desde sus primeras manifestaciones, conlleva el riesgo de convertirse en un modo aplaudido de coaccionar y/o fustigar a sectores de la sociedad hasta derivar en actos excluyentes y condenatorios que atentan contra los derechos y libertades. El terrorismo no sólo se expresa mediante ataques armados, letales y sorpresivos. También se impone mermando la confianza, sembrando suspicacias, debilitando las estructuras, arrojando motivos de inseguridad y violencia  donde debería imperar una lucha pacífica y civilizada, como debería ser, por ejemplo, la electoral.

 Considero oportuno recordar una de las definiciones de terrorismo: “una forma violenta de lucha política, mediante la cual se persigue la destrucción del orden establecido o la creación de un clima de terror e inseguridad susceptible de intimidar a los adversarios o a la población en general.” Pues en eso estamos: en la más pura banalidad que nadie se atreve a llamar por su nombre: Vivimos bajo un régimen de terror. Miro atrás, repaso a mi alrededor, pienso en la historia y me pregunto, otra vez, si acaso tenemos remedio.