Martha Robles

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Del origen de las palabras: La Torre de Babel


El mito de la  torre de Babel es uno de los más sugestivos. Llegar al Cielo, escudriñar el aposento de Dios o descubrir lo que las alturas ocultaban, fue  aspiración de los sobrevivientes del Diluvio. Al saltar de la paja a la argamasa, se atrevieron con la construcción del zigurat: una estructura escalonada, con terrazas, bases circulares, rampas y cámaras alternas. No fue el deseo de ser recordados lo que inspiró el proyecto inconcluso en la remota Babilonia, sino la necesidad de librarse del azote de las tormentas.  En esta hazaña hubo un hombre que más que el poder amaba el progreso: Nemrod, bisnieto de Noé, primer guerrero y monarca de que se tenga noticia.

Ni en el Edén pudo resignarse el Hombre a permanecer pasivo. Y desde el Edén, algo quedó en claro: más mueve al hombre lo que ignora que lo que sabe. Fuera por desafiar lo desconocido, por explorar los humanos alcances o por dejar una huella en el mundo, lo cierto es que los súbditos de Nemrod desafiaron a Dios por segunda vez: tenían que inconformarse, experimentar y arriesgarse para construir un horizonte distinto e ilusoriamente mejor a lo que tenían. Quizá el rechazo a su pasado dramático animó la osadía de un dirigente con apetito de eternidad.  Pudo ser también que al reproducirse las tribus y emigrar por grupos después del Diluvio, los más avezados fueran maldecidos por el Creador, porque la confusión de los sistemas verbales no puede ser más que otra expresión de la Caída. Lo cierto es que al verse amenazados por las aguas, los abuelos supieron que había que nombrar, de modos distintos, lo que entre ellos los iba diferenciando.

Por inmensa que fuera la nave de Noé, cuesta imaginar en calma a la muchedumbre en un zoológico hacinado, pestilente y cada vez más saturado de desechos putrefactos. Las aguas subieron rápidamente por encima de árboles y cerros. No había colores ni vestigios de vida. Atenidos a la gracia suprema, los elegidos quedaron a la deriva sobre las montañas de Ararat. Al cuidado de su carga vital, pasaron semanas esperando que los vientos se llevaran quién sabe a dónde las aguas. Nada sería igual después de la tempestad. Ni siquiera la vida cuando todo se hubiera secado y la gente pudiera establecerse en sus tiendas: no la Tierra ni el paisaje; tampoco los animales que consiguieron salvarse. Es de creer, sin embargo, que la pérdida de sus bienes primitivos no fue total.  Después de la trayectoria infructuosa del cuervo o de la paloma que Noé echó a volar por la ventana del arca en busca de indicios de vida, reinó la desesperanza. Todo cambió cuando el ave regresó con una rama de olivo en el pico: señal de que de hambre no habrían de morirse en la humedad remanente.

Hay que repasar el relato del Diluvio para imaginar la incertidumbre entre la parentela de Noé. Apretujados en el arca, gastaban sus días librando el zarandeo provocado por la tormenta. Tenían que cuidarse y cuidar a cientos o miles de animales que se arrastraban, nadaban  o volaban. Separaban a los domésticos y a los salvajes, a los puros y a los impuros. Muchas cosas debieron fantasear durante cuarenta días con sus noches que duraron las lluvias. Seguramente los hombres, encargados del bienestar de mujeres y niños, pensaron en cómo organizarse, cultivar en su beneficio la tierra y construir viviendas seguras a partir de que se acomodaran en la región de Senaar. Allí el patriarca Noé, que fuera labrador, plantó la primera viña. En aquella llanura sufrió la subsecuente embriaguez con el fermento de las uvas. Y de este episodio se desprendió la ruptura entre su descendencia.

Que al entrar a la tienda Cam vio desnudo a su padre, y en vez de cubrirlo con discreción salió a contárselo a sus dos hermanos. Lejos de burlarse de su estado, los devotos Sem y Jafet, caminaron de espaldas para evitar mirarlo y envolvieron al anciano con una capa. Al despertar de su borrachera y enterarse de lo sucedido, Noé bendijo a Sem y pidió a Dios que hiciera fecundo a Jafet, en tanto y a Cam –buen cazador- lo maldijo para que se convirtiera en siervo de sus hermanos.

En breves líneas, aunque colmadas de claves, en el capítulo 11 del Génesis leemos que los sobrevivientes del Diluvio hablaban la misma lengua. Siendo familia, mal podría ser de otra manera. La transformación vendría cuando, al bajar las aguas, se dirigieron desde el Monte Ararat hacia el este hasta encontrar una llanura en la región de Senaar, donde decidieron construir una ciudad. Que podían comer todos los animales y verduras que quisieran, les indicó el Señor, menos la carne con sangre, “porque en la sangre está la vida”. Dios era su protector y nada habría de faltarles, salvo el indispensable y humano remedio para mitigar su pavor, después de haber quedado marcados por tan terrible experiencia.

Precisamente Nemrod, hijo de Cos, nieto de Cam, bisnieto de Noé y primer soldado del mundo, sería el impulsor del colosal proyecto en las orillas de Babel. A él se atribuye el acierto de fabricar ladrillos y cocerlos al fuego. Al ver que podían agruparse uno junto a otro y en hileras de arriba abajo, hizo pegarlos entre sí con betún de argamasa.  Después ordenó construir plataformas y muros “por si se desperdigaran por todo el haz de la Tierra”, como habría de ocurrir.  La idea era trepar, ascender hasta lo posible, pero bien escribió Kafka en su diario: “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin trepar a ella, habría sido permitida”. Por consiguiente, tratar de alcanzar el cielo y rivalizar con el supremo poder desató la ira divina. Al ganar en altura, lo nuevo tenía que nombrarse. Y las lenguas están hechas de nombres que aparecen, se transforman y fluyen entre descubrimientos y aspiraciones. En el peor de los casos, las lenguas desaparecen con la memoria de sus hablantes.

En La ciudad de las palabras, Alberto Manguel escribió que, según una exégesis medieval judía, la ambición de Nemrod era invadir el reino de Dios. Su pueblo estaba dividido en tres grupos: “el primero quería hacer la guerra al Cielo; el segundo, erigir allí sus ídolos y adorarlos; el tercero, atacar a las huestes celestiales con arcos y flechas.” Mientras que un motivo superaba a los otros,  avanzaron juntos en esta empresa. Tan hermosa historia sobre el origen de las palabras no podía menos que corresponder a los dominios sagrados. Verbo Él mismo, Dios envió a sus ángeles para castigar la osadía confundiendo su lengua, “de forma que no se entendieran los unos con los otros.” El caos fue total: “ninguno sabía lo que el otro decía; uno pedía argamasa y el otro le daba un ladrillo; el primero, enfurecido, tiraba el ladrillo a su compañero y lo mataba. Muchos perecieron de ese modo, y el resto fueron castigados de acuerdo con la naturaleza de su conducta rebelde.”

Para la exégesis medieval judía, el castigo fue más allá de las lenguas y de la destrucción de la Torre: entre sí se enfrentaron con hachas y espadas los que pretendieron atacar al Cielo. Los idólatras fueron convertidos en monos o en fantasmas y los miembros del tercer grupo, que desearon guerrear contra Dios, “fueron dispersados por toda la tierra y olvidaron que los había unido alguna vez una lengua común.” Si esta condena no fuera suficiente por haber atentado contra el Supremo, los comentaristas medievales agregaron lo terrible que no podría faltar en cualquier mito: la doble relación entre el conflicto y el olvido. Si  de lo primero derivaría la formidable diferenciación del lenguaje, el olvido perduraría asociado a la incapacidad de trasmitir la experiencia. Tan grave como la confusión de las voces, el lugar donde se construyó conservaría su poder de “hacer olvidar todo lo que alguna vez supieron los que pasan por allí.”

Con la mítica e inacabada Torre se puso de manifiesto la frustración que sigue al fracaso. También quedó la certeza de que la indagación debe avanzar, a pesar de que en la búsqueda de la verdad y lo nuevo, la humanidad desencadene impulsos de autodestrucción. De acatar la orden de pasividad, no habrían perdurado las generaciones. Y acaso tampoco la vida: el conflicto es necesario hasta cierto punto, hasta que el progreso se revierte. No hay modo de saber cómo habría sido el mundo de no haberse dividido y ensanchado el Verbo del origen. Sólo sabemos que miles de lenguas han cursado el planeta como el más claro testimonio de que los pueblos se distinguen por sus dioses, pero especialmente por sus palabras. Pero éstas no bastan para que la humanidad consiga entenderse, aun en los casos de hablar en el mismo idioma.

Quizá el más caro relato para cualquier escritor, éste conserva intacto el misterio del Verbo, el poder de las voces. La tentación de nombrar ha prosperado con la invención de las cosas y la apertura del pensamiento. Sin embargo, ni con millones de términos se explican la visión de Dios ni el dolor de los hombres. Después de la Caída del mítico Paraíso, la osadía de los babilonios dejó en herencia la confusión. Sólo al Señor se le pudo ocurrir tremendo castigo, pues si llegaran a cumplir su propósito, nada de lo que discurrieran los hombres hubiera sido imposible.

A la voz de “Tengan muchos hijos y pueblen la Tierra”, el Señor anunció a Noé que nunca más volvería a maldecir la Tierra por culpa del hombre ni a destruir a todos los animales, como lo hizo con el Diluvio. Dijo también que, desde joven, el hombre sólo piensa en hacer lo malo. Afirmación que demostraría, desde la desobediencia de Eva y la oscura complicidad de Adán, que algo torcido marcó a nuestra especie desde el momento de su creación. Tanto los hijos de Noé como la muchedumbre de descendientes se aplicaron con tal eficacia a reproducirse que formaron clanes, poblaron costas y vastas regiones, fundaron numerosas ciudades y al tiempo se extendieron y dispersaron hasta hacerse incontables los pueblos que poco a poco olvidaron sus orígenes.

Hasta consignar el fracaso de la  Torre, nadie sabía más que los otros. El idioma era uno, claro y suficiente para nombrar cuanto podía distinguirse. Voces y pensamientos fluían con una correspondencia cabal entre los hablantes. Por pequeño o inmenso que fuera el mundo, se iba ensanchando en las mentes al ritmo de su vocabulario. No obstante, si atendemos la parte oculta del mito, la comunicación no bastaba: los hombres querían más, querían aventurarse en lo que ignoraban, probar sus límites, “subir” y progresar, a pesar del daño concomitante.

Cuando hubo memoria escrita, Josefo escribió que Nemrod, “un hombre atrevido y de gran fortaleza de manos”, consideró que someterse a Dios era un acto de cobardía. Convenció a su gente de que la felicidad dependía de su esfuerzo, no de la gracia divina.  Incitó a la multitud a construir la torre de ladrillos que fueron pegando con mezcla de brea, de manera que no permitiera la infiltración del agua. Pronto resultó tan sólida, ancha y alta que, a la vista de todos, parecía menor a lo que realmente era. Al calificar de  tonto su proceder, el Señor no quiso destruirlos, sino castigar su ausencia de sabiduría provocando un tumulto entre ellos. Al lugar se le nombró Babilonia por derivar de Babel –confusión entre los hebreos-, y nunca más los pueblos disfrutaron el privilegio de compartir y entenderse con un solo Verbo.

La lección es actual: sin temeridad la realidad carecería de sentido. Tan necesaria como comer, dormir o alimentarse, inventar es una de las funciones para sobrevivir y enriquecer la existencia.  Por ella la vida ha podido sortear los poderes oscuros; sin ella, nuestra profunda y ancestral sensación de orfandad nos habría impedido discurrir dioses, idiomas y religiones. Así fue en el pasado remoto y también es así en nuestros días: para reconocer su naturaleza y situarse en un mundo colmado de incógnitas, el hombre ha discurrido sucesos extraordinarios y versiones magníficas; pero, sobre todo, jamás ha renunciado a su tarea de multiplicar las voces.