Martha Robles

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Desde la UNAM, otra vez la advertencia

Ya están a punto la paja y la mecha; falta el diablo que sople.

Ningún gobierno aprende porque ningún gobernante, desde la Independencia, ha estado dispuesto a garantizar el bien de los gobernados. Ninguno, tampoco, valora el significado de las normas porque de antemano las violan en lo personal para alcanzar  sus propósitos. Esta es una cultura del deshonor donde la barbarie, la codicia, el primitivismo espurio y la crueldad triunfan invariablemente sobre las tentativas civilizadoras. Todo ha sido y sigue siendo posible aquí, donde sea cual sea el régimen de poder, el resultado es el mismo: la prevalencia del matrimonio indivisible entre la corrupción y la impunidad. Sin derechos, sin libertades ni instituciones confiables, esta democracia que dizque logramos al cambiar el siglo es un vulgar trámite electoral, indiferente al compromiso esencial de la República.  

Observo la dinámica del conflicto en la UNAM y nada me sorprende; es más, a cada paso, cada minuto, a ritmo de golpe y porrazo y tras el vocerío estudiantil al que no faltan porros, víctimas, las archisabidas "asambleas", líderes incendiarios, protestas, discusiones, pliegos petitorios, silencios acusadores, evidencias de querer y no querer ni intentar frenar  el estado de delito triunfa lo mismo: el síndrome de la derrota. Nos marean con ires y venires teñidos de ineptitud y señuelos de todos los modos y simulacros posibles, pero jamás aparece la decisión que resuelva las causas del problema. Jamás se cumple lo correcto. Jamás se desnuda la verdad de una vez por todas y jamás se hace lo que debe hacerse. Así que, para quien quiera atreverse con la lógica del volcán, ya podemos prever el ultraconocido "qué sigue".

Y lo que sigue es lo que es: agarrar porros como primera intención de “justicia” y soltarlos sin más a los cuatro vientos; hacer mutis frente a las agresiones, allanamientos, transgresiones, fechorías y crímenes recientes, acumulados y enquistados dentro y fuera de la UNAM. Lo innegable es lo que es, lo que ha sido:  el miedo de las autoridades a cumplir su deber. Así la indignación popular, dentro o fuera del campus.  Lo visible es la cabal descomposición de la sociedad a causa de las infamantes gestiones de las mal llamadas autoridades. Y, para no abundar en la obviedad de los círculos viciosos de las historias que repiten y se repiten como maldición de los vencidos, ya sabemos que aquí no hay más que de dos sopas, y una ya se acabó; es decir, se acabó o se está acabando la paciencia popular.  No hay Justicia ni voluntad de los tres poderes para resolver la gravísima causa de la criminalidad que nos mantiene atenazados a todos los ciudadanos, no solamente a los estudiantes. Así que, señores, a considerar el drama que se avecina porque los universitarios de ayer, los de hoy y aun los no universitarios estamos igualmente hartos e indignados a causa de la corrupción, de la ingobernabilidad, de los crímenes, de las fosas clandestinas, de los sicarios, de los porros, de los huéspedes malditos del Justo Sierra, de los narcos, de las complicidades espurias, de los contratos arreglados, de los negocios sucios y de la “beneficencia” establecida entre constructores insaciables y funcionarios voraces… En fin, que es demasiada la paja, excesiva la calentura y muy corta la mecha para que estalle el coheterío.

Para quien sepa leer, no hay misterio: estamos, una vez más, ante el nudo de las correspondencias supeditadas a los problemas no resueltos y gravosamente acumulados en todos, absolutamente todos los campos de la vida en común. Y la Universidad, ya se decía desde el sangriento 1929, es el termómetro de la fiebre social del país. A esta certeza se  agrega, en la circunstancia actual, que además de termómetros los estallidos juveniles ponen de manifiesto el trasfondo de nuestra ancestral incapacidad para construir un país digno, con normas e instituciones respetadas y respetables; con gobernantes y funcionarios decentes, pues como bien ilustra el conocido aforismo de Lord Acton: “Si el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.  De ahí la importancia de actuar a dosis de prudencia y oportunidad; en armonía con las normas y apego irrestricto al imperativo de la justicia: algo, señores, que parece rareza en nuestra cultura mexicana.

Si algo exhibe con precisión la diversidad de una sociedad tan extremadamente desigual como la mexicana es precisamente la dolorosa situación de la juventud: los universitarios son jóvenes que, en mayoría, aún confían en el principio esperanza y están en ello. Los sicarios son jóvenes  sin moral, sin esperanza y sin conciencia. Jóvenes también, los narcos extreman la patología social, enaltecen con su crueldad el poder de la transgresión y demuestran que, corrompidos absolutamente, ejercen sin más el poder en si, que no es otro que el Poder de Matar. Y están además los jóvenes de la calle, los ninis, los “condenados de la tierra” que emigran perseguidos por la  Parca, los olvidados al filo de las fronteras… En fin, que ser joven y mexicano es una costosa lotería amañada que nunca se puede ganar, como el Melate.

Veo más allá y confirmo que no declina la mexicana costumbre de esperar que “el otro” resuelva lo que a cada uno corresponde, tal y como lo han entendido tantos países abatidos que después de guerras, fenómenos naturales y derrotas brutales se levantan piedra a piedra, en lo individual y colectivo, con la responsabilidad indiscutible que a cada uno toca. Se llora como se debe llorar, se asume el duelo y se comienza a trabajar “como decíamos ayer”, tal y cual enseñara fray Luis de León al regresar a su cátedra en Salamanca, tras haber padecido cinco años en la cárcel, condenado por la Inquisición a causa de las envidias de los dominicos. Según interpretara Unamuno siglos después, esta frase debe entenderse como la intención de borrar lo que nunca debió ocurrir; es decir, la gran injusticia cometida, en este caso y como nos viene al dedo, contra el alto sentido moral del saber.

 La cultura mexicana es pobre en anecdotarios cívicos, éticos y aleccionadores y muy abundante en bajezas, horrores, crímenes y hechos que nos ponen la cara roja de vergüenza. Nos faltan personajes como el Quijote y personas de carne y hueso que encarezcan la virtud, la honorabilidad, la decencia, el arrojo, la valentía, el patriotismo. Veo lo que ha surgido a propósito de la UNAM y de nuevo pienso con obvio desaliento en la insana mancuerna pueblo/gobierno/partidospolíticos/grillos y oportunistas en la enquistada costumbre del paternalismo para enfrentar conflictos.

Todo está amarrado, irremisible y fatalmente porque todo lo que nos sucede se debe a que no se enfrentan, no se aclaran y no se solucionan correctamente los problemas. Imposible no razonar con criterio sociológico, inclusive ante las dramáticas secuelas materiales y culturales de los sismos que no cesan ni sirven de escarmiento para normalizar construcciones y elaborar planes urbanos, organizaciones ciudadanas de trabajo comunitario y normas de construcción. Con pena corroboro la anárquica y muy evidente traza impuesta por la corrupción en las numerosísimas construcciones de edificios (incluido el aledaño a la UNAM, en Copilco), centros comerciales y viviendas, donde impera el tanto por ciento. En fin, que en este “criadero de alacranes”, como bien diría Octavio Paz, no son esperanzadores los augurios. Todo, pues, está atado a todo.

Desde la UNAM, una vez más, vuelven a sonar las alarmas. No vaya a ser que caiga sobre nosotros el nubarrón y la tempestad nos encuentre dormidos.