Martha Robles

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Desvivirse

Que sepa, ninguna otra lengua ha discurrido un verbo equivalente a este de desvivirse. Más allá de Julián Marías, tampoco se de filósofo alguno que asocie y explore la ilusión en sí y el ilusionarse con tan extrañísima expresión de vehemencia que, de menos, acusa una manera de esforzarse con tal ahínco que en el camino de morirse por, desear algo o a alguien con exageración o volverse loco quizá de aflicción se pierde o se renuncia a la conciencia de sí y, en esencia, a la libertad en cualesquiera de sus formas.

Sensible desde pequeña al poder de las palabras, hacia mis diez años de edad oí que Fulanita se desvivía en atenciones por agradar al marido y él, desdeñoso, “ni cuenta se daba”.  Por vueltas que le diera a mi vocabulario limitado, no hallaba modo de entender que alguien pudiera des-vivirse, como si des-vestirse se tratara.  Sacarse de la vida para llenarse de vida era una figura de tal modo inabarcable que me dio por preguntar a mi alrededor, pero sólo tuve la risa por respuesta. Ante la obviedad advertí, sin embargo, que mientras ella se desvivía quizá secándose de adentro afuera por la frustración de no obtener lo esperado, él seguía tan campante e inclusive envanecido, quizá por el prejuicio de creer que satisfacerlo a costa de sí misma era deber de la mujer.

Así fue como des-vivirse se convirtió en una palabra baúl llena de asociaciones.  Distintos significados y referentes culturales se entrecruzaban hasta desvelar el lado menos visible aunque más sustancial de un carácter.  Tal contraposición de contenidos y actitudes, inseparable de nuestra compleja  herencia mestiza,  desencadenaba en el día a día un drama que finalmente fue inocultable: desvivida, la anhelante –supeditada a la esperanza de ser correspondida o al menos gratificada- quedó desasida, como sin rumbo y vacía hasta andar como muerta viva. Quedó sin ilusión ni confianza en sí misma porque tal interés desmesurado, solicitud o supuesto amor que empeñó por alguien en realidad implicaba una actitud privativa;  es decir, al des-vivirse renunciaba a sí misma en función del otro. Esta experiencia, tan sugestiva como el hecho de que exista un verbo tan raro en nuestro idioma, me incitó a pensar, a partir de entonces, en el por qué de la peculiar dificultad de vivir y de vivirse hacia delante, distintiva de nuestra cultura.

Hasta presenciar el desfile de des-vividos durante las para mi vehementes –y desde luego intimidantes- procesiones de la Semana Santa, en España,  entendí la estricta congruencia del verbo desvivir con un modo de ser no siendo que se eleva hasta el misticismo de Juan de la Cruz y a su siembra de paradojas espléndidas. Carente de místicos y de misticismo, en cambio, la cultura mexicana se desvive con cuestiones más a flor de piel: las figura de la muerte, del sacrificio y del sufrimiento, la fiesta exacerbada ya vista por Octavio Paz y más recientemente aunque no menos cargado de significación, el culto a la Santa Muerte, con todo lo que implica en su relación con lo que se es más allá de lo aparente.

Inclinados desde los abuelos remotos a negarnos a nosotros mismos y por añadidura  impulsados por una religión cifrada por la renuncia esencial –porque su sacrificio implícito es contrario a la significación en sí de la vida-viva-, los hispanohablantes llevamos el estigma de afirmar y negar a un tiempo la misma cosa. No es infrecuente, por eso, oír como lugar común algo tan absolutamente absurdo por sugerir lo opuesto como morirse de hambre, de amor, de deseo, de antojo, de pena, de felicidad… Y se enfatiza cuando, en realidad, queremos decir que estamos en situación de vivir o, con más exactitud, de vivirse: término por cierto  inexistente en español, lo que tampoco  deja de asombrar.

Tal contradicción entre desvivirse y vivirse subyace en el inconsciente colectivo y no dudo de que determine nuestro carácter, poco dado a valorar los tres ejes del vivir y del vivirse en armonía: la libertad, la razón y las emociones. Lo propio vale para entender una también rareza que dice  esto no es vivir, cuando indica, según Julián Marías,  “que el hombre está fuera de sí, de su asiento, de sus casillas… de su morada”.   Y decimos que algo no es vida o que esto no es vivir justamente cuando eso que motiva la afirmación nos hace creer que no vivimos, cuando naturalmente no se trata de ninguna otra cosa que de vivir o de estar viviendo nuestro estado de humanidad. De este modo, el habla popular, movida por su inclinación a la renuncia y a la negación de sí, “invierte los términos y dice que ese vivir no es cosa que lo valga, sino al contrario, que se está desviviendo.”

Así viene a ocurrir en este universo de desvividos que, por desvivirse, el desvivido se disminuye a cambio de nada, renuncia a la vida y cae en tal absurdo que, de menos, nos lleva a reflexionar lo que de cultural y religioso entraña la paradoja de Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/que muero porque no muero… Observar ejemplos del morir por no morir o de morir sin morir en cierta forma determinó mi pasión por el misterio de las palabras. Tanto en la vida como en las letras auscultar el idioma me permitió adentrarme en el dramatismo implícito en mi cultura.  Esa búsqueda también me llevó a preguntarme por la raíz de la humana imposibilidad implícita en la tragedia. Por consiguiente, tuve que mirar a Grecia, a sus dioses y a sus héroes para entender el poder de lo ilusorio y la ilusión que determina no solamente nuestra presencia en el mundo, sino nuestra relación con la idea del destino y el anhelo de abarcar lo inabarcable.  

Empujados por el marketing y más recientemente por la estúpida creación de modelos  de ser inalcanzables, situaciones artificiosas, “figuras de éxito” y “logros idílicos” que fomentan el popular repudio al anonimato, se consagraron las redes sociales y el mundo del espectáculo como forjadores del nuevo culto al no-ser anhelando ser. Distinto al ejemplo de mi infancia, ahora se desvive el hombre-masa  por pretender ser una figura ilusoria. Se desvive por el temor de ser “alguien” ajeno a la ilusión que nos domina, no como Teresa de Jesús, por morir sin morir al esperar tan alta vida, sino por volverse un ente de ficción a la medida del objeto de consumo.

Aglutinados en batallones de desvalidos que esperan sin saber que esperan en tanto y hacen de la esperanza una justificación semi existencial, se multiplicaron el las urbes superpobladas los desvividos por ser notados y/o queridos. Atrás quedó la figura de  los devenidos (o convertidos en lo que se expresa) y las asociaciones del término con la piedad, la compasión y el orígen de la tragedia.

Clavada en las extravagancias de mi vocabulario personal, reparé en que ni la sabia María Moliner –quien más que los doctos académicos desmenuzó con claridad y realismo el significado de las palabras- abundó en los misteriosos trasfondos del alma española. Tal el caso del popular desvivirse, o en el más complicado neologismo de la también discípula de Ortega y Gasset  María Zambrano: des-nacer para ser.  Metáfora emparentada al renacer en vista de que la complejidad de nuestro tiempo  carece de “guía” no sólo capaz de orientar el comportamiento, sino de otorgar certezas con las cuales arraigarse cuando la vida “no está iluminada por la razón”.

Es maravilloso que este verbo exista -escribió Julián Marías-, porque, para él, desvivirse equivale a la forma plena y positiva de tener ilusión: “es la condición de que la vida, sin más restricción, valga la pena de ser vivida”.  ¿Será?