Martha Robles

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Dolor

Dolor. Käthe Kollwitz

Detrás del dolor sólo hay dolor: pozo insondable, herida abierta y un padecer terco, vehemente. Es lo tremendo por incomprensible e indistinta semilla del misticismo o del desvarío.  Dardo ardiente, túnel, la noche oscura del alma que dijera Juan de la Cruz.  Estigma de la Caída, desde la expulsión del Edén la mujer lo lleva  como cifra de su condición: parir con dolor, dolerse por los demás, condolerse. No que sea sólo femenina la sensación, sino que la maldición bíblica señala a la mujer como causante, portadora y víctima primera del dolor que humaniza a nuestra especie.

Sabemos cuándo comienza y cuánto o cómo lastima, no lo que depara su trance adverso. De suyo es el lamento, una aflicción en sordina, el hueco que desespera y la fatiga que horada lenta e inexorablemente de adentro afuera, igual que la carcoma.    Sólo quien lo padece conoce su hondura. El propio es el peor, por intransferible e inconmensurable.  Que el dolor fortalece, dicen los inclinados al sacrificio: pamplinas. El dolor sólo es dolor, una congoja teñida de angustia, vulnerabilidad absoluta y sensación de ahogo emparentado a la muerte. Totalizador e implacable, afecta al sistema nervioso, altera los ciclos del sueño y la alimentación; lesiona la estabilidad emocional, perturba la mente y según los casos, fortalece, aniquila, activa o pone en tela de juicio la fe religiosa quizá porque es una de las mayores pruebas de nuestra fragilidad.

Lo definen cual sensación de padecimiento en alguna parte del cuerpo; el del alma, sin embargo es peor porque hacer dudar al ser de ser. Tormento, daño, aflicción, pena, sentimiento extremo causado por un mal trato, por daño moral, físico o psicológico, por ver padecer a un ser querido, por una pérdida irremisible… Por su intensidad, sólo es tolerable el dolor ajeno. Considerado entre los castigos divinos por el pecado original, su descripción es prácticamente imposible, aunque todos en algún momento lo hayamos experimentado física, psicológica o espiritualmente.

Desde los días de Job, cuyo dolor se convirtió en emblema de sufrimiento extremo y prueba de amor a Dios, la humanidad soñó con remedios para mitigar sus efectos. Tras el uso de yerbas, elíxires, masajes, acupuntura, digitopuntura, aplicación de piedras y minerales, aguas milagrosas y un sinfín de pócimas, ritos, sacrificios, saumerios y panaceas reales o imaginarios, la invención de los analgésicos revolucionó la farmacología y la ancestral relación del hombre con el sufrimiento. Desde entonces no sólo el psicoanálisis y la terapéutica, sino la investigación científica no han cesado de buscar soluciones para atemperar y/o desaparecer los síntomas de dolor, en cualesquiera de sus manifestaciones. Cada vez más avanzadas, eficaces y sofisticadas, las clínicas del dolor están entre lo más apreciado de la ciencia moderna. Tanto, que ya hay innumerables recursos para combatir desde el ahora frecuente dolor de muelas, la migraña, contracciones y el parto mismo o los malestares físicos, hasta la fatídica sensación psicológica por tensión, ansiedad, depresión, tristeza, pena y neurosis inseparable del sufrimiento. El empleo de drogas duras o blandas como el opio, la marihuana o la morfina no se desdeña en el vasto catálogo de medicinas, narcóticos y técnicas con fines analgésicos. Algunos tipos de cáncer, lupus, herpes, alergias, artritis, problemas musculares, lesiones óseas y malestares orgánicos o psicológicos están dejando de ser una de las peores condenas, gracias a la expedita intervención de medicamentos o terapias que auguran un futuro inmediato si no del todo libre del dolor, al menos preparado científicamente para reducirlo hasta hacerlo llevadero.

La duda es si el hombre será, como anticipa la ciencia-ficción, un ser insensible, inalterable, que por añadidura también elimina la compasión en su batalla contra el sufrimiento físico o mental. Decían los antiguos chinos que para hacerse un hombre verdadero, el niño tenía que experimentar “un poco de frío, un poco de calor, el dolor necesario, un poco de hambre, algo de sufrimiento y la disciplina constante para moldear su carácter”. En todo caso, el dolor es parte de nuestra condición y ninguna especie, vegetal o animal, está exenta de sufrirlo siquiera una vez. De ahí a suponer que es requisito ineludible de crecimiento espiritual, de madurez y de sabiduría hay un gran trecho. Hasta hoy, el dolor es quizá controlable, pero no inevitable.

Otras consideraciones de índole doctrinaria o religiosa pueden añadirse al misterio del sufrimiento que inclina a los hombres al aprendizaje precoz de la tristeza. Y es que el dolor ha sido uno de los grandes móviles de la religiosidad y un explorador natural de las regiones inescrutables del alma. No obstante la dificultad para definirlo, todos ascendemos o descendemos alguna vez por sus peldaños siniestros. Incapaz de manifestarse solo, una cohorte de síntomas acentúa sus influjos en las penas recónditas del ser. Las más frecuentes: desesperación, aprehensión, incertidumbre, flaqueza, temor profundo, ansiedad, miedo y demás inquietudes profundas.

Pese a sus contrastes, el dolor es un aguijón  que provoca el suplicio físico y el desconsuelo del espíritu. Surge en general sin buscarlo, aunque son ambiguas las razones anímicas que participan del sufrimiento que, según dicen, sólo causa placer a los masoquistas. Tan diverso y depresivo como el duelo, la melancolía, la condolencia y otras formas de tristeza vinculadas al deterioro, a la postración o a la caída, su estruendo desencadena tal desfallecimiento que bien podría fusionarse a la agonía; y en casos graves, suscitar una atracción irresistible a la muerte. Aún cuando ráfaga deja su huella hiriente. Y aunque la memoria oculte su condición primitiva, más allá del olvido se presiente su sombra aberrante.  Por eso el sufriente acepta incluso remedios inescrutables, mágicos o ilusorios para evitarlo o combatirlo. Y es que a mayor intensidad peor la certeza de estar avanzando hacia  corrupción biológica al través de la enfermedad, en unos casos; y en otros, a la privación del bien o del goce que, por su ausencia de dolor, representan la perfecta salud/felicidad para muchas culturas.

Desagradable al ánimo y sombrío al grado de volverse delirio, la presencia prolongada del dolor afecta la vida entera. En el extremo, desaparecen indicios de risa y alegría a cambio de incrementar el “humor negro” y la desesperación. Nada se iguala al desamparo que produce ni a la sensación de orfandad que aqueja a quienes experimentan este estado de desajuste esencial. El doliente sabe que ha sido abandonado por Dios, que su sufrimiento rebasa su disponibilidad a la tolerancia y que nada común podrá remediar el furor que acaso sólo a un milagro corresponda curar.

Rebasados por la inútiles y deficientes explicaciones externas del sufrimiento, hay quienes creen que el padecer físico puede ser a su vez un mal depurativo que, en especial durante etapas críticas, contribuye no sólo al renacimiento espiritual de sus víctimas, sino a la búsqueda de estados no habituales de conciencia en nombre de la superación por la vía meditativa. Junto con otros elementos de incertidumbre también causantes de angustia, tribulación o desasosiego, la pesadumbre ha llevado a las naciones avanzadas a discurrir sofisticados ideales políticos en pos de un estado de bienestar, presidido por la técnica destinada a simplificar las tareas humanas y depurar la seguridad social, la educación y la medicina especializada para que, en conjunto, participen en la reducción gradual del sufrimiento. Sin embargo y a diferencia del propósito de armonizar estrechando las causas externas del dolor, el exceso de estímulos químicos, publicitarios y materiales ha alterado gradualmente las reacciones naturales del organismo al grado de desatar, en todos los frentes, una verdadera entropía que nos tiene atrapados en una era de turbulencia.

Cuando sus efectos perversos atacan las emociones son pocos los que resisten, por ejemplo, el desgarramiento del alma ajena o esa regresión psicológica a la zona de lo amorfo, donde brota la emotividad incomunicable que exagera el natural temor a la muerte, inseparable de la figura del sufrimiento. Es un temor que, no obstante disfrazado de necedad, resignación o desdén, nos obliga a retroceder ante la tristeza profunda cuando, expresada en su magnitud radical por la enfermedad o el descenso del espíritu, vulnera nuestra voluntad al reconocer que desestimamos el alcance de este debilitamiento en la potencia de existir, quizá porque nos recuerda cuán vulnerables y transitorios somos y hasta dónde es absurda la ilusión de suponernos al margen de la pesadumbre, de la melancolía o de la soledad amarga de los que experimentan dolencias.

Fuente unívoca de compasión, el dolor ha conservado en todo tiempo y lugar ese vínculo con lo tremendo y oscuro que si en principio incita a los hombres a clamar a los dioses piedad y misericordia, deriva después en asidero de una virtud dirigida hacia la clemencia, en cuya raíz se origina el deslinde entre la grandeza del humanismo y un falso concepto de debilidad que conduce a la intransigencia utilitarista. Al desvelar el trasfondo radical del sufrimiento y elevarlo a doctrina para sobrellevar la existencia, Gautama no solamente planteó las cuatro verdades sagradas o nobles de Buda, sino que precisó, de una vez y hasta nuestros días, que el eje divisorio entre razón y corazón es precisamente el dolor, cuya emotividad incomunicable conduce a la zona de lo amorfo donde no se atina con ninguna explicación aceptable, a pesar de que en todos los casos se relacione con el universo de la enfermedad, la caída o la muerte. En turbulencia enardecida por el temor, el proceso del sufrimiento suele manifestarse con desaliento, zozobra, desolación u otros efectos causados por ésta, la herida más poderosa de la existencia.

Violenta de por sí, su estridencia eslabona conflictos que invariablemente involucran negativamente a terceros. Provoca choques subsidiarios, arrecia la obstinación y empeora la unidad indiscriminada entre sujeto y objeto, lo que estimula el malestar y aleja de sí la bondad que paradójicamente y junto con la razón ceñida por la virtud, es la única medicina que existe para reducir el padecimiento enardecido por el dolor.

Sin dolor, carecería de sentido la esperanza típicamente cristiana.  Así la tendencia, mítica o literaria, a fabular soluciones súbitas que mitiguen una ansiedad radical en cuyo fondo se engendran el delirio, la compasión, el vértigo del suicidio o el apetito de inquirir lo absoluto. En sus extremos significados, el ansia de lo absoluto subyace en místicos y artistas, prelados, filósofos, médicos, curanderos, adivinos y en intérpretes del destino.  A la par de la ciencia o la fe, poetas y magos indagan formas de alivio para este tormento. Y es  que, por su natural corrosivo, conduce al desesperado hacia una pasión que, a diferencia del amor, la creatividad, el odio o el poder, se nutre de sí misma y así misma se destruye.

Lo dicho: detrás del dolor sólo hay dolor, un padecer que en su vehemencia arrastra a la profundidad del enigma, donde se roza lo sagrado y su indivisible experiencia de lo inexorable. De ahí que nadie mejor que el sufriente para reconocer una actitud bondadosa que en su función de otorgarle paz y armonía, únicamente podría actuar de manera incondicional. Por las tinieblas que han explorado ciertos portadores de la doctrina del sufrimiento, corroboramos que existe una Metafísica del Dolor que si bien ha inspirado procesos de conversión religiosa o despertadores del alma que, como el caso de Leo Bloy, llevan a demostrar que el Hombre tiene lugares incomprensibles que no existen en el corazón sino hasta que los toca el dolor y los hace manifestarse. El malestar ha llevado a las generaciones a investigar la aflicción como parte de las dolencias curables mediante analgesia farmacológica que reduce, ataranta o extingue temporalmente la dinámica del sufrimiento. El dolor, no obstante, persiste y crece de modos diversos y aun se funde a la conciencia del tiempo y/o de la pérdida, cuando en su vertiente reflejada en los miedos y el desquiciamiento, encuentra la pavorosa visión de la muerte.

Las obras y la destrucción de que somos capaces los hombres demuestran que no es la razón lo característico de nuestra especie, como tanto se ha dicho; es el dolor lo que toca al débil y al fuerte. El dolor aparece desde el instante del nacimiento y, en ondulaciones que abarcan desde el bienestar transitorio hasta la tristeza más honda, tarde o temprano se encuentra con la verdad que nos vincula al miedo a la vida y por ende a la muerte. Entender que la vida transcurre entre la angustia y la felicidad compromete a la sabiduría para aceptar nuestros propios límites.