Martha Robles

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El arte no paga facturas; el saber tampoco

De la poesía escolar que canta en tarará la belleza del día al dibujo del niño que ilustra a papá y mamá con bolas y palitos, no hay trazo infantil que no ilumine la esperanza adulta de tener un artista en casa. Eso ocurre en abstracto, hasta que la criatura alcanza la edad de merecer y los padres le insisten al talento o pensante en ciernes que haga o estudie algo útil “que deje dinero”, porque el arte no paga facturas. Tampoco la cultura, cuyas obligaciones están bien para los demás o para distraerse gratis los fines de semana, gracias al trabajo no retribuido de los que creen que el arte y el conocimiento “habrán de salvarnos”. Y no se hable de la curiosidad intelectual… Eso si que es desgracia: “estudiar todo el día…, como si no tuviera otra cosa qué hacer”.  Si “les sale” un pariente picado del apetito de saber, del afán de investigar o con vocación científica el futuro se presenta en casa como amenaza o, de menos, una inmensa preocupación: “¿ya pensaste de qué vas a vivir? Está bien distraerte, mientras no tengas familia…”  

Aparte de los negocios de Carlos Slim, cuya riqueza imparable y por las causas que sean (otro tema con enigmas a resolver) lo sitúa entre los que superan el capital de muchísimos países, lo más lucrativo en nuestra sociedad es a todas luces lo ilícito, lo pecaminoso, lo fútil e insalubre, contaminante y cuanto pueda clasificarse de nefasto para el medio ambiente o para  la moral, la salud física y mental o el equilibro de la sociedad. Al respecto y gracias a la floreciente y privilegiada criminalidad, el erario ha pasado a un segundo plano de la codicia, aunque siempre será válida y actual la oración del vivales: ¡Diosito, diosito: no me mandes trabajo. Solo ponme donde hay! Y Diosito atiende la plegaria del Quinceuñas que con suerte y otro poco de ayuda asciende a los dorados niveles de la corrupción, donde la justicia pierde su nombre, reinan los sordos y ciegos e imperan alianzas que envidiarían los mismísimos capos juramentados.

Futbolistas aparte, la realidad ha puesto al narcotráfico y derivados sangrientos en el sagrario de la gloria bendita. Allí el dinero fluye como antes el agua.  Los requisitos para pertenecer al selecto club de los vicios  -drogas, armas, secuestros, amenazas y explotación sexual de personas, principalmente-, comienzan con la absoluta carencia de escrúpulos, capacidad de matar y disposición sin límites para atreverse con lo más bajo, donde nada queda capaz de dignificar lo humano. Por cientos o miles y de preferencia jóvenes acuden en pos del milagro garantizado por la Santa Muerte, pues a la voz que canta más vale morir joven y bien bailado que morir viejo, hambriento y jodido se hace valer la muy mexicana sentencia que asegura que la vida no vale nada.

El del músico, escritor, pintor, actor y creador en general, en contrapunto, es un destino idealizado por quienes todo ignoran sobre la rigurosa disciplina que exige su realización, además de tiempo y recursos materiales. Idealizado  solo a distancia como logro ajeno (huy, qué gran escritor Octavio Paz… o Juan Rulfo…), pero menospreciado como profesión y modo de vida que requiere ingresos suficientes, como las demás tareas. Al corroborar “la pura verdad”; es decir, que el arte no paga facturas, el intelectual (en su mejor acepción) entra de lleno al lado oscuro de la cultura, donde se “admira” a los más cultos, productivos, talentosos e inteligentes,  pero por necesarios que sean sus frutos no se paga o apenas se paga su trabajo; tampoco existen condiciones para que se desarrolle y respete como a otros profesionistas. Con tamaña cachiza se les piden conferencias, trabajos, publicaciones, cursos, asesorías y actividades gratis, como si fuera obligación del intelectual asumirse  franciscano.

Ser una sociedad enmascarada significa cultivar en connivencia una gran hipocresía. La máscara (o una de tantas) le sonríe en público a los logros culturales, pero el verdadero rostro abomina de ellos, se aparta del saber con gesto aburrido y no duda en mentir al  presumir que “es un gran lector”, adora la música, “le encanta el arte” y bla, bla, bla. El saber y la ignorancia, sin embargo, son tan inocultables como la riqueza y la pobreza. Desde mis primeras páginas y tareas públicas comencé a conocerle las tripas a esta terrible verdad: Ah, escritora… ¡qué bonito! Bonito, pues. El tiempo y la edad demuestran de lo que se trata tener una obra y el precio que hay que pagar.  Todo el arte, y el de las letras no es excepción, exige trabajar en solitario, estudio sin pausa y sin concesiones, entrega en varias disciplinas; escribir  sin horario y sin renunciar a la pasión de saber…

Hay periodos menos adversos que otros, quizá porque muy de vez en vez nos toca en suerte un gobierno menos agreste. Es decir, dispuesto a valorar la educación y la cultura para hacer de éste un mejor país, con mejores personas. Pero eso es rareza en nuestra historia. Lo obvio es corroborar cómo se ensancha y envilece ésta, una sociedad que no aprecia la obra del espíritu ni entiende que sin los frutos de la razón educada será imposible  aspirar a un mejor y más digno destino colectivo.