Martha Robles

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El dolor de Virginia

Cuando imperaba la muy victoriana manera de considerar la vida intelectual  como vocación cercana al sacerdocio, la cabeza femenina -por notable que fuera- apenas  merecía un espacio ínfimo en el sagrario masculino. Si bien el origen aristocrático de Virginia (Stephen) Woolf la eximía de la resignación y del espíritu de sacrificio -distintivo de las arropadas en cunas de palo-, nada ayudaba en sociedad tan colonialista y presuntuosa a reconocer su talento. Nacida en 1882, ella misma examinó en sus páginas los obstáculos íntimos y exteriores que aguardaban a las poquísimas mujeres que se atrevían con las letras.

Era sin duda opresivo el medio, pero no más feroz que su demonio interior. Dotada con una inteligencia notable, fue víctima de las dolencias mentales que continúan burlando a los médicos. Durante periodos mejores y peores, las crisis maniaco-depresivas la tundían, especialmente cuando concluía un libro: Escribir. El gran consuelo y la gran calamidad…. Calamidad que al terminar  Entre actos sellaría la angustia al suicidarse el 28 de marzo de 1941, a los 59 años de edad. Sabía que ésta no sería otra de sus tentativas fallidas porque solo la muerte la libraría del delirio irremisible que le aguardaba. Atrapada en sí misma y sin salida, la imagino llenando sus bolsillos con pesadas piedras para que, al adentrarse paso a paso en el río Ouso, cercano a su casa, el instinto de sobrevivencia no la traicionara.

No obstante ser ella y Leonard los editores de Freud en la célebre Hogarth Press, y a pesar de su cercanía con  psicoanalistas como James y Alix Strachey, no fue tratada con este innovador tratamiento. Su “locura”, según la calificaba en sus diarios a partir de que tanto ella como Leonard comenzaron a referirse a su enfermedad con franqueza, se manifestó a los trece de edad, cuando Freud todavía no comenzaba a escribir. Carecía de un diagnóstico preciso y, desconcertante por huidizo entonces como ahora, el mal del alma no le impedía entender que su mente era un despeñadero poblado de ansiedad, miedo,  voces y  fantasmas.  

Para gracia o desgracia suya, la perturbación no anulaba la lucidez con que le hincaba el diente a la demencia. Recuerdo por ejemplo la descripción de Septimus, en Mrs. Dalloway, cuando en Hyde Park el mundo y su mundo se deforman frente a sus ojos… No se requiere buscar entre líneas para conocer su sufrimiento: genial escritora, era en contraste una indigente emocional. Veronal para contener o al menos aplazar su impulso de muerte y letras, muchas y muy brillantes letras para zambullirse en sus zonas oscuras y recrear peculiaridades de los demás...  Indotada para el amor -como insisten sus biógrafos-, tuvo la perspicacia de unirse a Leonard, su guardián y puerto seguro.  Hasta lo posible, él contrarrestaba sus crisis, que eran frecuentes y agotadoras. Insegura, desesperada, con la autoestima dañada, su vulnerabilidad se agravaba cuando la aceptación de sus obras no era absoluta. Aguardaba con ansiedad los comentarios en la prensa y peor se ponía si algún lector siquiera le sugería que tal o cual página “no estaba a la altura” de lo ya publicado.  Mentirle no era una opción, pues su autoexigencia le enseñó a distinguir el rumbo intencionado de las palabras. Sabía que para la mujer, considerada el “Ángel del Hogar”, no había acceso a las universidades, a las academias, a los podios ni a nada parecido a los  premios y distinciones que nuestras contemporáneas anhelan entre nosotros con tanto ahínco; empero, en vez de renunciar a su pasión literaria su lado sano enriqueció su capacidad crítica para prodigarse en denuncias sobre la realidad femenina que, de tan acertadas, la convirtieron en una de las santas patronas del feminismo a la que, aun sin leerla, todavía le rinden culto las jóvenes generaciones.

A su favor estaban las amistades de calidad que frecuentaba y su pertenencia al pequeño grupo de élite que, a pesar de formar un clan cerrado, “vivía en una particular atmósfera de influencias, de buenos modales y de respetabilidad que le parecía tan natural como el aire para respirar o el agua para beber” -escribiría Leonard Woolf en su Autobiografía.  Aunque pensar y pensar libremente eran motivo de escándalo para la amañada sociedad forjada a base de rules, tradiciones y convencionalismos, para bien del arte y del conocimiento no faltaban impertinentes, transgresores y adelantados que como la propia Woolf y los demás miembros del Bloomsbury, alteraban el orden conservador con extravagancias e innovaciones que impedían que el tedio dominara sus días.  Para imaginar la curiosidad imperante en el todavía poderoso Reino Unido recordemos que, entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX se movilizaban en pleno las sufragistas y pululaban nombres como los de T. E. Lawrence, Francis Richard Burton, Keats, Coleridge, Katherine Mansfield y un inmenso etcétera, que generaban una impresionante actividad sociopolítica, científica e intelectual, cuya fecundidad triunfaría sobre el freno de los prejuicios.

La historia demuestra que si la homogeneidad paraliza, las grandes contradicciones apuran el ímpetu de cambio.  En esta tensión la inteligencia femenina se abriría paso para vencer obstáculos y prosperar, guiadas por las mejores y más inconformes. Sin esta batalla de contrastes no entenderíamos a la propia Virginia  ni a las mentes más lúcidas que sacudieron con firmeza el polvo victoriano. Siempre estará la bien casada y perfecta anfitriona Clarissa Dalloway para ilustrar hasta cuáles honduras, después de la Primera Guerra Mundial, la escritora escudriñaba las vidas de las mujeres de clase alta para ilustrar que su carácter estaba fusionado al nebuloso paisaje londinense. Y no obstante la confrontación de ideas y tentaciones conservadoras, para los británicos las exposiciones, las conferencias, los bibliófilos, la política y las influencias intelectuales eran parte de un culto casi religioso.  

Aunque con desigual intensidad, la propia sociedad se encargaba de ponderar y reconocer a quienes los honraban con sus obras. Pródiga en asociaciones, clubes y agrupaciones frecuentadas por un gran número de mujeres, la vida cultural era uno de los  nutrientes del espíritu monárquico que todavía no declina, como desearían sus objetores. De la economía a las armas, de la profusión de  exploradores a la devoción por las biografías, el teatro, el arte y la música, es antigua la muy inglesa costumbre de documentar puntillosamente sus hallazgos y aportaciones. En ese sentido, Virginia no fue excepción, pues nunca dejó de enorgullecerse de su legado familiar ni de la profusión de incunables, libros raros, documentos originales, manuscritos, publicaciones y objetos simbólicos que solía consultar en su amada y emblemática British Library que, a la fecha, cuenta en su nuevo edificio con 643 kilómetros de libreros.

Con la generosa claridad que lo caracterizó, Leonard Woolf aseguró que su mujer era una de los dos genios que conoció en toda su vida; y que el otro fue el filósofo George Moore. Inocultable, esa genialidad estaba reservada a las letras y a su juicio de gran lectora, mientras que el infierno de la angustia la devastaba por la vía de las emociones.

Cada una en su hora y desde sus temperaturas respectivas, las Brontë, Jane Austin, Katherine Mansfield y la propia Virginia son ejemplos no obstante escasos de que “esa lógica tan femenina” se abría paso hasta imponerse sobre la adversidad.  Poco y mal las tomaban en serio los ilustres paladines, pero sobre la rigidez y quizá a su pesar ellas se esforzaban “por convertir en virtud el aislamiento impuesto”, según describiría en su diario la atormentada Virginia, quien al final sucumbió a la enfermedad y, de tanto intentarlo, consiguió suicidarse porque estaba consciente de que su perturbación avanzaba al envejecer: “cuando estoy acorralada, escribo mejor (…) Es una sensación extraña, esa de escribir a contra corriente (…) y difícil hacer caso omiso de la corriente.”

Es casi inconcebible que apenas, en pleno siglo XXI, se esté reconociendo abiertamente que las enfermedades mentales son más frecuentes y complejas que lo que nos gustaría aceptar. Se dice que el cerebro es tan desconocido como el fondo del mar y el universo, El sufrimiento de Virginia Woolf y de sus allegados ofrece un testimonio invaluable y revelador que los especialistas deberían tomar en cuenta para promover la indispensable investigación científica para hallar algún remedio.

A fin de cuentas, la lectura de Virginia Woolf deja en claro que es el dolor, el dolor diríase “del alma”, la esencia inescrutable de lo humano.