Martha Robles

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El futuro no es lo que era

elconfidencial.com

¡Lo que son las cosas! El expresidente Felipe González y Juan Luis Cebrián, editor de El País y presidente del grupo PRISA, fueron interceptados el pasado miércoles por unos 150 estudiantes para impedir, entre gritos e impugnaciones violentas, que participaran en el foro “Jornadas sociedad civil y cambio global”,  en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Enmascarados unos, otros con pasamontañas y los más con el rostro descubierto, los radicales exhibieron, entre consignas que citaban los papeles de Panamá, una pancarta que anunciaba “No sois bienvenidos”. Señalados de fascistas, corruptos y cuando lugar común se repite en amañados eventos como éste, los boicoteados al parecer tuvieron que retirarse arropados por académicos. Para sellar la agresión en el aula Tomás y Valiente (nombrada así en honor del magistrado asesinado por ETA el 14 de febrero de 1996),  los inconformes lanzaron en el pasillo un petardo de gran tamaño.

Por sí mismo, el escándalo sólo sería significativo por tratarse de Felipe González, referente de la consolidación de la democracia en España. Pero hay que agregar que los enterados señalan a Pablo Iglesias, dirigente del radical partido Podemos, como la mano y la voz detrás del boicot. En el río revuelto que tiene al país en vilo, nuevos y viejos partidos no cesan de exhibir deficiencias, torpezas e incapacidad de defender las virtudes de la democracia. Todos quieren acarrear agua a su molino, mientras que la razón, la razón política, parece más inclinada a remontar un pasado sin derechos ni libertades, que a encumbrar a toda costa éste, el menos malo de los sistemas de gobernar hasta ahora discurridos, como bien demostrara Karl Popper.

 El encono de Iglesias se debe a que González, contrario a la postura encabezada por Pedro Sánchez, exdirigente del PSOE, ha propugnado por la abstención del partido en el tema de la investidura, para permitir que por fin pueda gobernar Mariano Rajoy. Salvo otras elecciones generales, no hay solución mejor en vista del prolongado conflicto que extrema la profunda crisis del país.  La dificultad para formar gobierno se agrava por la falta de cabezas confiables ante la división interna y la correlativa desestructuración del PSOE; y, en el otro extremo, a causa de los graves escándalos de corrupción que han puesto en la mira a un Partido Popular que, como su contraparte, arroja signos de degradación casi irresoluble.

Es obvio que las nuevas generaciones, beneficiarias de la libertad de expresión, ignoran cómo se sufre en una realidad sin democracia. Para quienes llevábamos un historial de malos gobiernos y dictaduras a cuestas, la bipolaridad ideológica durante la Guerra Fría encumbraba una era de abusos, invasiones, persecuciones e intolerancia.  Precisamente por el carácter y las aspiraciones de la hora, el ascenso de Felipe González a la Jefatura del Gobierno español significó una gran conquista para la socialdemocracia: logro casi impensable al iniciar la década de los ochenta en la Península, donde  la supremacía de un clero históricamente intocable y los cotos casi sagrados de las derechas eran el mayor obstáculo de la anhelada modernización.

A partir de la primera gestión del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en 1982, el entusiasta gobierno de González emprendió reformas que trasformaron al país en los ayuntamientos y comunidades autónomas;  en la economía, el periodismo, la educación, la industria y el mercado, servicios asistenciales y en general en todas las instituciones. Si democratizar dejó de ser un ideal, la integración de España al Europarlamento y a la Comisión Europea representó un salto de siglos en su desarrollo y, en especial, en su cultura.

La población estaba exultante. Por sus méritos y dueño de una historia personal intensísima, acreedor de una popularidad inusual en política, la feliz mezcla de liberalidad, prestigio y cultura del Alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván,  aportó el toque de inteligente originalidad en la vida pública desde la ciudad capital, a pesar de sus diferencias con Felipe González. Era tanta la agitación popular que, en plena “movida”, los jóvenes se comparaban a la explosión de la cava tras agitar la botella. Así me lo explicó una madre treintañera que, sentada frente a la barra de un bar, movía el carrito de su bebé con un pie mientras fumaba, hablaba y bebía como si en eso se le fuera la vida.

Sin menospreciar la transición ni la prudencia de Adolfo Suárez, desde el otro lado del Atlántico supusimos que la generación que ascendía al poder no sólo inauguraba un lenguaje y un modo de gobernar esperanzadores, también llegaba a sacudir capas y capas de polvo y prejuicios acumulados durante la eternidad franquista. Como sería de esperar, la mayoría comenzó a probar las mieles de un Estado de bienestar hasta entonces insospechado al homologar su progreso al de los países vecinos e, introducida la diversidad en sus vidas, también se incrementaron contrastes, divergencias y confrontaciones.

No obstante fecunda, la primavera del partido político más antiguo de España, con funcionamiento ininterrumpido, fue breve y, en realidad, correlativa al entusiasmo  manifiesto en el apoyo electoral durante cuatro convocatorias sucesivas: 1982, 1986, 1989 y 1993. Dada la situación mundial de las postrimerías del siglo pasado, no dejó de ser una proeza el triunfo de Felipe González por mayoría absoluta en tres de estas cuatro elecciones generales y por simple mayoría en la última.

Gobernar durante catorce años seguidos era y sigue siendo inaudito en cualquier democracia. Aunque indudables, los logros, encabezados por la europeización del país,  se fueron enturbiando con fallos cada vez más obvios e inclinados a repetirse, quizá porque miembros y aliados del PSOE en el poder transitaron de la confianza popular al complejo del ungido y de ahí a la codicia y a la certeza de estar encima de la Ley. Así fueron apareciendo torpezas e implicados en actos de corrupción, alianzas amañadas, clientelismo y degradaciones que dañaría al PSOE (inclusive durante la controversial y en apariencia grisácea gestión de Zapatero) y, ante la anticipada derrota electoral, los errores abrirían las puertas a los excesos, suficientemente denunciados durante los meses recientes, de miembros destacados del Partido Popular en el poder, heredero y divisa del conservadurismo.

La cuestión es que, por encima de intereses espurios, facciones y correligionarios amañados, debe estar la democracia en si:  único modo de gobernar que garantiza una convivencia razonable, justa hasta lo posible y equitativa respecto de los derechos compartidos por toda la ciudadanía. Es una desgracia que, para los españoles, sus conquistas civilizadoras significaran una euforia pasajera y no un modo de vivir, ejemplar y sostenido. Es un viejo principio, por demás desatendido, que asegura que quien se reelige lo hace con sus errores. Así lo demuestra la historia, pues de pocos casos puede decirse que alguien que persiste en el poder lo hace para potenciar sus aciertos.

Lo obvio es que España vuelve a sufrir otro estruendo crítico y que, para su desgracia, parece llevar el estigma de su división interna, su histórica incapacidad de concordia. Por lo sucedido el pasado miércoles y en especial por la turbulencia implícita en sus actuales limitaciones y padecimientos, el combativo Felipe González acertó al afirmar hace tiempo que “el futuro ya no es como era”. Cierto: el presente, tampoco.