Martha Robles

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El Quijote en la cueva de Montesinos[1]


El de la Triste Figura cabalga, se levanta, brilla otra vez y no para. Será por la violencia imperante, por lobrumoso de nuestra cultura o porque la heroicidad y el gusto por la grandeza  perviven como eternos faltantes en nuestros días, lo cierto es que este desfigurado no sólo se niega a morir sino que se siente más vivo que nunca. Por eso, a propósito de conmemorar a su autor, desempolvo y remiendo esta página para evocar paisajes ya frecuentados, reconocidos y pródigos en sonrisas. Y es que asombra la modernidad del creador de Alonso Quijano, quien a su vez discurrió al caballero andante, que más y mejor se rejuvenece con cuatro siglos que lleva a cuestas. El fascinante episodio de la cueva de Montesinos es prueba fehaciente de que entre lo ficticio y lo real no hay más que asociaciones, de preferencia incrustadas en la interpretación y ésta, a querer o no, mantiene intacto su privilegio de burlar el paso del tiempo.

A partir de que el gallardo Basilio irrumpe en “Las bodas de Camacho” para desposar mediante hábiles artimañas a la no menos dispuesta Quiteria, la novela alcanza momentos estremecedores. El episodio de la cueva de Montesinos, aún visible donde las Lagunas de Ruidera enaltecen lamédula de la Mancha, es tan intimista que se antoja sembrado de símbolos. Es allí donde el Quijote viaja a las honduras del inconsciente para vivir algo inaudito en revoltura de sueño y delirio.

La afortunada y previa aparición en la trama de un tal Primo sin nombre y también zafado, humanista erudito y “componedor” de libros, que por compartir su afición a las novelas de caballería valoraba todo lo dicho por el Quijote, enriqueció el suceso a partir de que, en la andadura del trío hacia la cueva, le dio por describir sus obras hechas y por hacer. Llegados por fin al sitio indicado, donde el Quijote esperaba mirar con sus propios ojos las maravillas de que tantas noticias tenía acumuladas, quiso adentrarse sin más tardanza ni muestras de miedo. En vano Sancho advirtió cuán peligrosa sería la aventura, pues le pareció que aquella boca de lobo era la entrada del mismo infierno, pero ni sustos ni ruegos evitaron que su amo se atreviera en solitario a emprender el descenso.

Fue así como el par de ilusos le ataron por la armadura a una soga. Mientras soltaban la cuerda entre bendiciones le iban pidiendo a voces que algo dijera para saber de su estado, pero desde el mero principio nada oían ni sentían, ni siquiera su peso al dar un tirón que indicara siya estaba lejos o allá abajo. No lo sospecharon Sancho ni el Primo, pero el Quijote no daba seña porque se quedó profundamente dormido en uno de los primeros recodos. Ensoñación, delirio o una de las figuraciones que la mente construye con personajes y estructuras precisas, lo cierto es que el de Montesinos es de los eventos fantásticos mejor montados de la novela, a pesar de los indicios de lucidez que ya hacen dudar al Quijote sobre los engaños causados por encantadores.

Que lo primero que vió fue un hueco tan amplio por entre resquicios iluminados “que podía caber en él un gran carro con todo y sus mulas” y que “ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga”, les relató a su regreso, sin que lo tentara la duda de cuán reales eran los portentos allá vistos en lo que le parecieron de menos tres días, aunque los de afuera juraron que no transcurrió ni una hora.

Está de más aclarar que el apresurado Cervantes, urgido de publicar su segunda parte y tan dado como era a confundir nombres, distancias, tiempos y geografía, convirtió en espeléologo al caballero y lo hizo meterse a la cueva carente de vela, de tea y de cuanto fuera de utilidad. Como se trataba de destacar las visiones de una imaginación desbordante, es sin embargo indudable que el autor logró su propósito, pues éste y el posterior episodio de Clavileño, cuando con Sancho “asciende” a la esfera celeste en caballo de palo, se cuentan entre los mejor logrados.

Siempre “cuerdo” y persuasivo desde el espacio de su locura, y sin que lo frenaran las discrepancias de Sancho y el Primo, les fue detallando punto por punto y sin que nada faltara lo sucedido en aquella oscuridad habitada por cuervos, murciélagos y otras alimañas nocturnas que revolotearon con gran estruendodesde la entradamisma de la caverna, cuando puso mano a la espada para derribary cortar maleza.  Todo empezó –inclusive el relato- mientras le daban más y más cuerda, a pesar de que el Quijote ya hubiera dejado de pedirla a voces. A fuerza de moverla sin resistencia, Sancho y el Primo comprobaron que podían recogerla con mucha facilidad, lo que les produjo tamaña susto. Creyéndoloaccidentado o perdido, el buen escudero lloraba y gritaba a mares porque tras jalar ochenta de las cien brazas de cuerda, su amo no daba señal de seguir atado. Cuando todo laxo y con los ojos cerrados pudieron por fin sacarlo a jalones no de las profundidades como creyeran, sino de la cercanía donde dormía profunda y plácidamente, el anciano se mostró sumido en una total inconsciencia.  Tuvieron que menearlo para que despertara de “la más graciosa y agradable vida que ningún humano ha visto ni pasado”: justo de la que no deseaba apartarse.

Tras pedir de comer, pues aunque de ascetismo probado, el Quijote relataba mejor sus historias cuando su escudero disponía en la yerba el vino y algún bocado. De tal modo  comenzó a referir al par de azorados no un sueño vívido, sino la pura verdad que yacía oculta en la cueva a partir de que, en su rebuscado enredo fantástico, se le apareció un venerable anciano con larga túnica morada, capa de raso verde, gorra negra, barba blanquísima y un peculiar rosario de cuentas en mano.  Que se le presentó como el mismísimo Montesinos, alcaide y guarda perpetuo del cristalado alcázar subterráneo, que allí mismo podía divisar. Tras darle la bienvenida al “señor clarísimo” y enterarlo de los cómos y por qués de su estancia en ese lugar, Montesinos –o su fantasma- lo guiaría con gran ánimo hasta la pequeña sala de alabastro donde se hallaba el secular sepulcro de Durandarte, “flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo”. El fiel vigilante no tardó en aclararle al huésped que ahí, como a muchos más, los mantenía encantados Merlín, el francés encantador de quien decían que era hijo del diablo:

“Lo que a mi me admira –le dijo- es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó con los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño…”

Muerto y con la mano derecha en el pecho estaba tendido Durandarte, pero eso no le impedía quejarse ni suspirarentre ruegos al fiel Montesinos para que llevara su corazón a la amada Belerma. Sin el referente del romancero, el episodio de la cueva con este nombre carecería de sentido, ya que de Montesinos se cantaba entonces que, con una afilada daga, había sacado del pecho el corazón de Durandarte para que, según le pidiera en su agonía, lo entregara a su señora como prenda de amor tras haber caído en la famosa batalla de Roncesvalles [2] .   

Cervantes también hizo ver al Quijote la famosa laguna interior que se forma conelagua de lluvia que  aún se filtra por las paredes de la caverna. En esta segunda parte de la novela ya no relata el autor aventurascomo las de las primeras salidas, acaso porquela publicación del falso Quijote de Avellaneda forzó su acertado giro hacia la cordura, el desencanto y la muerte del Alonso Quijano. Y así se perciben los intercambios de locura y cordura entre un Sancho cada vez más “pulido” y aquijotado y un amo que avanzaba hacia la lucidez dándose cuenta, como antes lo hiciera Sancho, de la distancia entre la verdad y el engaño.

Inmerso quizá en la tristeza y el desaliento, el de La Mancha identificaría en su visión  no sólo a su guía Montesinos y al de la gesta de Roncesvalles, sino a Lanzarote y a un montón de encantados también por Merlín, como la reina Ginebra. Transmutada en campesina que saltaba y brincaba cual cabra con dos rústicas labriegas, no podían faltarle la vaga sombra del mago ni la figura de Dulcinea eternamente confundida con una gran dama. Que lo más extraño, diría el Quijote, fueque a través de sus acompañantes, Dulcinea le pidiera seis reales. Y él, aunque solo le diera cuatro tras breve diálogo, no acababa de comprender cómo es que los encantados necesitaban dinero en su mundo sombrío.

Enojoso a veces, querido siempre, se entiende por qué un disparatado soñador de proezas ha reinado en las letras hispanas durante cuatro siglos: logro inaudito si consideramos que, desde el apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad sigue intacta en los mentideros, no han faltado los que anhelan brillar a costa del Quijote ni los que hacen lo que sea por imitarlo o superarlo.  Irritable para unos, conmovedor para otros, siglo tras siglos el Quijote continúa provocando elogios, envidias y críticas para seguir, con la lanza en ristre, cabalgando en los tiempos de nuestra palabra.

A diferencia de las letras inglesas, donde no reina un personaje sino el universo  de pasiones del enigmático, genial e inimitable Shakespeare, que como nadie ha  ahondado  en la condición humana, nuestra lengua se ha nutrido de una voz dominante y de una sola ficción: las de Miguel Cervantes Zaavedra quien, un año después de publicar la segunda parte de esta ficción que supuso inferior a sus Novelas ejemplares, murió a los 68 años de edad, el 22 de abril de 1616.

 

[1] Retomo, corregido, este blog del pasado 7 de enero para conmemorar los 400 años del fallecimiento de Cervantes.

[2] La precisión del sabio Martín de Riquer nos aclara que “algunos romances hacen de Montesinos primo de un caballero llamado Durandarte (en su origen era éste el nombre de la espada de Roldán, pero se la creyó una persona en las leyendas castellanas), que se suponía muerto en Roncesvalles.”