Martha Robles

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Elegir. Lo que queda después del libro

Paisaje oriental de inspiración taoísta

Se alcanza una edad, cualesquiera que ésta sea,  en que lo común se vuelve ajeno: la lámpara, las calles, el vicio de la gente por repetir y repetirse, el vocerío, los perros del vecino que no cesan de ladrar, la sartén impregnada de memoria, las miradas de los que no se creen adivinados, recuerdos que supusimos pegajosos, insomnios adheridos a la piel, lunas rojas asociadas a los mitos, sensaciones que supusimos propias y cargadas de mensajes, los huéspedes de paso,  las palabras/pausa y la luz alucinante,  la muchedumbre de medianas o muy pequeñas letras que escupe bodrios con aspiración de eternidad, los que dicen que debemos cambiar, el mercado de autoayuda, los que aúllan a excusa de cantar, la necedad, la profusión de anuncios que prometen goces y una vida extraordinaria, el montón de aparadores y tiendas abarrotadas de rehenes del consumo, telefonemas de extorsionadores y vendedores de servicios que nos pretenden enganchar con el señuelo de  que “fuimos elegidos”…

“Elegida”, susurro allá,  donde el silencio es pura luz y vocablo interior. Estoy pensando en lo sagrado mientras el ring ring suena como mensajero del destino. Solo por oír, espero que la voz del tipo recite su chorizo, el que también a él se le hace estúpido. Cuelgo la bocina sin dejar que estalle, fulminante, la promesa de ser afortunada por desembolsar por algo que no quiero y carece de sentido.  “Elegida”,  deletreo, y la palabra/llave abre la memoria. Me dejo invadir por el vocablo/río y consigo vislumbrar recuerdos, saldos de lecturas integradas al carácter, imágenes apropiadas al paso de la edad y de las páginas, pocas páginas, cuya magia revela un misterio, la historia que estremece, una confesión que toca el alma, el cuento más hermoso, un verso como el agua o el gratificante encuentro con dioses portadores de lo bello y lo tremendo.

Nítido, evoco el instante en que el Wang-fô de Yourcenar se salva del emperador que ordena quemarle los ojos por hacerle creer, al través de la contemplación en solitario de sus lienzos, que el mundo era tan maravilloso como el pintado por el anciano. Por culpa del artista creyó también el Hijo del Cielo  que “las mujeres se abrían y se cerraban como las flores”, y que “el único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores”. Imperdonable, al descubrir la realidad decidió infligirle el peor de los suplicios.

“Elegida” no es cualquier palabra, por más que la profanen. Elegir es juntar. Por  Yourcenar supe que hay universos elegidos y mundos que eligen a sus autores. Me sentí aliviada cuando saberlo significó reconocerlo. Su elección descifró millones de instantes vividos por hombres que supieron maravillarse frente al destino. Confesó que caminaba a la orilla del mar poseída por Adriano. Entendía sus dolores, su goce o la belleza que lo incitaba a crear obras monumentales. Comprendió sus dudas sobre el amor, el poder, la agonía, el movimiento de los días y de las cosas que lo hicieron pensar en lo fugitivo hasta que, al filo de la muerte, ambos se fusionaron al secreto.

No sabría si lo que queda después del libro y del tiempo del libro es lo propio o lo que nos deja el autor, a la manera de Wang-fô. Lo cierto es que, con la mutua elección, algo se crea:  miradas que leen leyéndose y haciendo del lienzo/texto un torrente. Es el surtidor por el que el elegido se va, se pierde para encontrarse en sí mismo. Ella confesó que la palabra oscilaba entre los dos, creador y criatura, y halló su palabra más allá de la voz. Advirtió que Adriano, el hombre detrás del nombre, la remitía al sentido cambiante de actos y pensamientos que dan o quitan valor a la desesperación causada por las penas del mundo. Como sus monumentales Adriano y Zenón, pensó en lo transitorio, en los chispazos de vida, en el embate de aceptación y rechazo ante lo real que puede prescindir de todo, salvo de la Palabra, el Verbo esencial.  Por su apego a lo sagrado persiguió la Voz primera, la que funda el lenguaje. Fiel a la contemplación y la escritura, se preguntó por el libro detrás del Libro, el referente divino.

Elegir y elegirse mediante la Palabra remonta el enigma del lenguaje/cifra de la existencia. Ahí lo visto, leído, soñado o figurado se fusiona a la intuición pura del saber que, además de dirigir el acto creador, permite desentrañar lo no dicho, la parte jamás nombrada, lo que hila con silencio el movimiento de la vida. El hallazgo se manifiesta cuando lo común se vuelve ajeno. ¿Estado del espíritu? ¿Temperatura del alma? Tal vez. Inseparable de lo sagrado, es un estado que se cultiva y que aguarda. Es, asímismo, camino y poesía en forma de aliento. Es la gracia anhelada: algo que, por sus propias leyes, facilita la unidad con el ser detrás del ser. Intuyo que eso es lo que tanto intrigó a Marguerite Yourcenar: una de las inteligencias más notables, complejas y sugestivas del siglo XX.

Para ella, la escritura era eco de ecos de la fuente sutil que llevaba en la mente antes, mucho antes de adquirir forma de libro. La elección era traza insinuada por el destino. Elaboraba al personaje con testimonios y genio creador. Retomaba, años después, los temas/guía no solo de sus obras mayores, sino su autobiografía, su estilo y su concepción del universo.  Le fascinaba el enigma de la palabra y de cuantos significados del estar y del saber se alojan en el ser.  En eso consiste elegir y ser elegida, en coincidir en un mismo camino. Al encaminarse, la historia elegida debe concordar con lo que anima al resto de la humanidad: amor, poder, rencor, sueño y la pasión que  rige la virtud y las bajezas, la invención y el descubrimiento.

Que lo común enajene o se nos vuelva ajeno también podría ser virtud. Evitar el barullo y las repeticiones ociosas allana el camino. Y si algo se aclara al paso de las edades es que destino, silencio y camino son una y la misma cosa.