Martha Robles

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En Londres, otra vez

No hay como viajar para darse cuenta de por qué las personas y los pueblos somos distintos a pesar de haber nacido todos iguales. Nada o casi nada perturba lo distintivamente londinense, inclusive por encima del resto de la Gran Bretaña y a pesar de que la cuarta parte de sus habitantes es de origen extranjero y una octava específicamente islamista, hecho que acentúa un ancestral y delicioso cosmopolitismo que, sin afectación, se percibe en la calidad de su cultura.

Únicamente aventajado en Europa por los Países Bajos, que desde 2009 tiene en Rotterdam un alcalde musulmán, el reciente triunfo electoral de Sadiq Khan, de 45 años de edad –líder del Partido Laborista, especializado en derechos humanos e hijo de un paquistaní conductor de autobús- da cuenta de la apertura de esta sociedad que  ha logrado una considerable reducción de actos terroristas. Avances como éste se inician con  una educación pública igualitaria y de calidad, más grandes dosis de  tolerancia y pluralidad étnica y religiosa y ninguna renuncia a su plena conciencia del significado de lo que es y ha sido la Gran Bretaña para Oriente y Occidente, al menos durante el último milenio. Agréguese el emblemático cultivo de las ciencias y las artes por hombres y mujeres que nunca y por nada han renunciado a su curiosidad intelectual y el resultado es una historia ancestral y contemporánea inseparable del sello imperial de este arraigado afán de saberlo todo, explorarlo todo, abarcarlo y afianzarlo bien.

Al margen de que el neoliberalismo global ha igualado sin gracia y mediante el consumo al mundo y de que el factor sorpresa ha sido abatido por la producción en masa, es indudable que Londres es una ciudad sofisticada y con carácter: barrios ennoblecidos con parques y referentes  en los que viajeros vitalicios, como he sido, sembramos signos y episodios de nuestras vidas; calles emblemáticas; profusión de huellas de éste o aquél escritor, artista, explorador, político, científico o notable que vivió aquí o este músico _Hendel, por ejemplo- quien durante su periodo londinense inclusive dejó partituras que serían conservadas en la célebre Biblioteca, al lado de joyas como los más remotos documentos cívicos y reales, la Biblia de Gutenberg o una primera edición de El Quijote.

Precisamente la British Library es uno de los cuatro pilares de esta cultura, sostenida con lo que ha sido y es el hombre de todos los tiempos. Desde luego lo relacionado con Shakespeare y valiosísimos manuscritos, mamotretos, libros de horas, partituras y lo escrito y consignado antes y después de la imprenta o, en suma, cuanto pueda vincularse al universo del libro, ha sido inseparable del gusto por las conferencias y las consultas bibliográficas en  la formación de las mentes más avezadas. De hecho, en el culto por la biografía que distingue a los ingleses no faltan pasajes que ponderan lo representado por esta Biblioteca en la vida de biógrafos y biografiados.

El Museo de Historia Natural, la National Gallery y el Royal Opera House son los otros tres templos de culto universal que nos reconcilian con el poder transformador del talento. Rediseñadas, ampliadas y puestas al día a propósito del cambio del milenio,  porque la Reina cumple años o se conmemora cierto aniversario, lo cierto es que los ingleses en general y londinenses en particular aprovechan las efemérides para modernizar, innovar y atreverse con grandes proyectos. De ahí que puedan ostentar una arquitectura peculiar que, sin desdeñar el vanguardismo de torres y cristales de un Norman Foster o la adaptación inteligente –como el de la nueva Tate- de enormes bloques que fueran de uso industrial, por ejemplo, se mantienen orgullosamente  vigilantes de su legado remoto y cercano.

Nos es casual que más del 30% del espacio urbano sea de áreas verdes ni que la agitada actividad económica de Londres sea correlativa a una envidiable pasión por la cultura. No hay más que darse una vuelta por el Museo de Historia Natural para corroborar que el espíritu de Darwin es uno de los puntales de este semillero de exploradores, aventureros, científicos, naturalistas y navegantes a quienes tanto debemos sobre el conocimiento de la Naturaleza.

De hecho, cada vez que veo el Museo de Historia Natural, y ahora el atractivo complemento documental y de investigación en honor de Darwin, recuerdo al Museion de Alejandría, fundado por Ptolomeo II hacia el siglo III aC. Dedicado a reunir especímenes animales, vegetales y minerales, objetos curiosos, materiales y cuanto fuera de interés para el conocimiento, aquel “Templo de las Musas”  sería identificado  como la gran Biblioteca de Alejandría. En realidad, era mucho más que eso, pues el monumental recinto estaba consagrado al saber, para lo cual acogía a  los sabios, emigrantes y perseguidos de la hora. Precisamente la fuerza de su cultura hizo que ésta, una de las ciudades más admiradas y vitales de la Antigüedad, no solo fuera puntero del helenismo, sino el primer ejemplo de cosmopolitismo y de la libre convivencia de lenguas, razas, credos, negocios y costumbres. Pero esa es otra historia, no menos apasionante…

Así pues y sobre la inclinación a repetirse, hay mar de fondo en el hecho de que, en vez de resignarse al olvido y a las pérdidas, las guerras y los embates, los ingleses refuercen su voluntad de vencer al caos, aunque por su reconocido espíritu colonialista no pueda decirse que no hayan causado turbulencia y media en las vidas de los otros. Sus méritos y virtudes, sin embargo, están a la vista y son verdaderamente apreciables. Así por ejemplo, con el mismo empeño y la acuciosidad propia de coleccionistas de mapas y brújulas,  han conservado edificaciones antiguas que reconstruido lo abatido no solo por los bombardeos nazis durante la Segunda Guerra Mundial, sino por las naturales exigencias de la tecnología y la diversidad de su población.

Pubs no faltan ni placas conmemorativas en los pórticos. Ante tal profusión de signos que remiten al orgullo monárquico y al gusto específicamente londinense, nadie puede sustraerse al efecto que lo típicamente inglés produce en propios y extraños. Especialmente en los foráneos es fuerte el choque de tan peculiar talante en el que inclusive hay cabida para la magia a lo Harry Potter, los duendes, las hadas, los conejos, una que otra Mary Poppins y ni que decir de los Beatles.

No sin lamentar la contrastante característica depredadora del mexicano que tiende a repudiar con similar encono desde un árbol o un río hasta cualquier vestigio del pasado, especialmente si se trata de logros intelectuales, edificios y monumentos, es una delicia caminar en una ciudad tan hermosa, limpia y con tal abundancia de  atractivos que dan ganas de quedarse, pero de manera inevitable surge el llamado del sol y el síndrome de los volcanes y como ráfaga se ilumina la mente con la profusión de color que dota de sentido a los residentes del Altiplano. Entonces se agradece lo disfrutado y el inminente retorno a casa se colma con el recuento por venir de las ausencias y la que será nostalgia de lo que pudo ser y ya será.