Martha Robles

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Escenas medievales

Médicos venecianos durante la peste bubónica

Cuando hacia 1330 la peste bubónica saltó de Asia a Constantinopla  para después  asolar a la hermosa ciudad de Florencia, hacia 1345, nada pudo impedir su gradual expansión por el continente europeo durante algo más de quince terroríficos años.  Jóvenes, niños y viejos, ricos y pobres, incautos, creyentes o ateos comprobaban con espanto y no poco sufrimiento la letal aparición de bubas negras en sus cuerpos, resultado de hemorragias internas. Cuando menos tres de cada cinco enfermos no solamente estaban condenados a morir rápidamente y de fea manera sino que, en cosa de horas o de días, cada uno se llevaba consigo a otros tantos que  ingenuamente se creyeron protegidos por su ángel, por la gracia divina o por el infaltable pensamiento mágico que nada entiende de epidemias, de salubridad, de moralinas ni contagios. Barberos, médicos, sacerdotes y/o curanderos ilusoriamente se “protegían” con la máscara de pico que tanto ha nutrido la imaginación de los medievalistas, pero igual se enfermaban. 

La crisis empezó a contenerse no con rezos, ni con misas solemnes o procesiones cantadas; tampoco tuvieron qué ver las letanías, las mortificaciones del cuerpo ni las obligaciones indicadas en los devocionarios. Mucho menos sirvieron de algo los pavorosos castigos infligidos a inocentes “pecadores” o a mujeres impías. El principio de la solución se vislumbró al conocer que –procedentes del mar Negro- los mercaderes genoveses que atracaron en el puerto de Messina eran los portadores del mal provocado por el piquete de las pulgas que emigraban de las ratas muertas. Aunque el brote se inició entonces en regiones tan alejadas de Occidente como la cordillera de los Himalaya, quedó en claro que basta un solo portador para desencadenar un contagio masivo porque invariablemente ocurre por multiplicación geométrica. Y aunque siglos atrás y por situaciones similares los médicos judíos en Persia supieron que la cadena depredadora de ratas y pulgas provocaba la peste, los europeos tuvieron que redescubrirlo para emprender su propio combate contra la inmundicia donde anidan las plagas.

Fue larga, accidentada y dolorosa esta experiencia porque parecía inquebrantable el cerco  de ignorancia, ausencia de higiene y exceso de roedores cargados de pulgas que picaban a los humanos vivos. Tiempo sobró para que la Iglesia y los pueblos persiguieran con saña a chivos expiatorios, cómplices del Mal y supuestos agentes de  fuerzas oscuras. La infamia, en voz de monjes y malas lenguas, encendía hogueras, se aprovechaba de la injusticia y arreciaba la pugna por el poder que, de manera inmediata, recayó en el atraso de la vida cotidiana. Bienes, legados, títulos y tierras pasaron de unas manos a otras en medio de un caos tan  tremendo que cuando la Parca se hartó de llevarse a la tercera parte de las población europea, los sobrevivientes tuvieron que inventar otro orden social, modos distintos de crecer, producir y gobernarse para consolidar sus culturas. Tanta fue la urgencia de superar esta amenaza que acaso no fue fortuito que casi siglo después, a partir del XV, aparecieran los primeros frutos del formidable Renacimiento.

Adueñados de la divinidad y sus atributos, como sería de esperar, los miembros del clero extremaron amenazas intimidantes con métodos de ejecución para quemar vivos a los acusados de herejes o de practicar brujería. Ante el número de cadáveres que sobrepasaban la capacidad de transportadores y sepultureros, se radicalizó la lucha entre las dos cabezas de la cristiandad (oriente y occidente), para hacerse con un único e imposible liderazgo.  Mientras batallaban entre sí los jerarcas para administrar el reino de Dios en el mundo, a su vera crecía la anarquía de los feligreses  entre delitos y barbaridades cometidos en masa. Eran tantos y tan pavorosos los actos de rapiña  que, atrapadas entre el sufrimiento agravado por la intimidación religiosa o por la peste y la muerte,  las madres lloraban por haber parido hijos maldecidos.

 Cuando un tercio de la población ya estaba bajo tierra, los más avezados por fin se dieron cuenta de que no eran el pecado ni las hechicerías las causas de tan mortífero castigo. Tampoco Dios había dado la espalda a sus criaturas, como aseguraban los curas fanatizados. El imaginario popular de veras creyó en el fin de los tiempos. Así lo promulgaban los prophetae quienes indistintamente considerados herejes, adivinos, ungidos o iluminados, atolondraban a la multitud con mensajes mesiánicos o tremendistas, entreverados de infundios manipuladores y promesas redentoras. Sin dificultad se exacerbaba el ánimo de cientos o miles de peregrinos que, tras la guía de predicadores errantes que todo sabían de la energía depredadora del resentimiento social, saqueaban, aterrorizaban, fornicaban, parían, peleaban y morían a cielo abierto.

A diferencia de otras epidemias de raíz oriental, acaso olvidadas o ignoradas, como la peste justiniana del siglo VI d.C., en Europa estallaban las crisis aupadas al agotamiento de las tierras, desórdenes demográficos, graves periodos de sequía y  a la brutal ignorancia que, desde los días de Babel, demuestra que nuestra especie es la más imperfecta y peligrosa de la creación.

En tanto y el fantasma de la muerte rondaba en las ciudades, donde mejor se aseguraba el contagio, algunos aprendieron a sortear el peligro mediante el aislamiento voluntario o algo parecido a nuestra cuarentena.  Imbuido de hedonismo y decidido a vivir a plenitud lo que le quedara de vida, Boccaccio fue uno de los que no le facilitó la faena a la Parca. Por intuición o ventura huyó de Florencia, en 1348, con un grupo de diez jóvenes (siete mujeres y tres hombres) cargados de vitalidad y de historias. Es de suponer que de sus vivencias y sus cuentos en una villa apartada de la ciudad surgiría el célebre Decamerón, escrito en el vernáculo dialecto florentino, entre 1351 y 1353, que a la fecha leemos con inmenso deleite. Fue el terror a la peste bubónica el original trasfondo de esta obra maestra integrada por cien relatos que oscilan entre la burla, la tragedia, el erotismo, la ironía y el ingenio: algo que, ante la pandemia que nos ha tocado en suerte, me recuerda cuán sanadora puede ser la palabra y cuán aleccionadora es la literatura en cualquier tiempo, pero especialmente durante confinamientos forzados y ensombrecidos por el temor de convertirnos en cifra estadística durante la suma de los muertos.

En contraste con el humor picante de Boccaccio, también recuerdo la congoja de Petrarca por haber perdido a su amada, la inaccesible e idealizada Laura, víctima precisamente de esta horrible peste negra, como él mismo refirió en sus cartas. Convertida en móvil central de su Cancionero, siempre he asociado a Laura con la Beatriz de Dante, aunque en las páginas y entre versos cada una de ellas sea intransferible.  Refugiado en la religión y de natural melancólico, nada impidió a Petrarca dejar una inmensa constancia poética sobre el amor irrealizado y la tristeza insondable de la ausencia: algo que también adquiere una enorme significación entre nosotros  porque según  estos dos enormes escritores lo vivieran, en nuestra circunstancia entendemos de qué se trata el absoluto poder de un bicho microscópico, imperceptible, sorpresivo y de conducta tan caprichosa que para vivir nos obliga al aislamiento.

No son las pulgas sino el actual coronavirus lo que pone de manifiesto algo válido hoy mismo o en la Edad Media: nadie se libra del azar, cuando el que elige es el Hado; hay sin embargo modos no tan sutiles de distraerlo, pero para ello es necesario acudir a  la fuerza vital del silencio en soledad: volver a ser para ser, practicar el recogimiento reparador y aceptar, desde su sentido y su función radical, que la inteligencia debe fortalecerse durante situaciones críticas, porque en la bonanza y el bienestar todos somos ocurrentes y listos. Y en eso estamos… quizá aguardando secretamente otro Renacimiento.