Martha Robles

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Javier Marías, un carácter

Javier Marías. Real Academia de la Lengua

Listo, listísimo, se anticipaba a sus adversarios al calificarse a sí mismo de cascarrabias. Tenía razón, y nadie lo desmetía. Para disgusto de los cómodos y correctos, la apreciable minoría de cascarrabias tiene el don de dar en el blanco, a condición de ser culto, vivir con el ojo en alerta y tener buena pluma, como el caso de Javier Marías. De estupenda tinta, humor inglés y prosa con rigor de relojero, no hallaban rival sus artículos y como novelista, sigue siendo uno de los más reconocidos y vendidos en nuestra lengua quizás porque, curiosamente, de cada 100 lectores de ficción, 90 eran y siguen siendo mujeres: fenómeno que, aunque antiguo, contradice al batallón de señores que se autoproclaman dueños de la literatura. Así se confirmó al recordar, en Madrid, el primer año de su fallecimiento ante un público fundamentalmente femenino, a pesar de (también) haber sido etiquetado de misógino e impertinente.

No se cotejaba con otros ni era parecido a ninguno. Nunca renunció a la máquina de escribir ni ascendió al ordenador. Era, pues, un antiguo en tiempos supersónicos que adoraba el cine, pensar, la buena plática y las obras y a las personas inteligentes, como Henry James. No tardé en enterarme de que tecleaba, corregía a mano, metía el papel al rodillo y reescribía. Lector apasionado, era inevitable que se inmiscullera en la vida de los otros y como biógrafo, en Vidas escritas, apuntó los rasgos/cifra de algunos de sus (mis) autores favoritos: Faulkner, Isak Dinesen en la vejez, Conan Doyle, Rilke, Navokov, Rimbaud, Lawrence Sterne, Wild, Turgueniev, Lampedusa, Mann…

Su libertad fue conquista vitalicia, lo que le hubiera valido la muy decimonónica definición de “libre pensador”. Cuando se lo creía encajar en el bando conservador asomaba la cabeza el republicano liberal y se tratara de amores, observaciones sociales o de política, demostraba que su autonomía moral era irrenunciable. En tiempos de Ortega y Gasset -entrañable para la familia Marías- de personalidades como la suya se decía que eran “individualidades”. Crítico, quejoso e inconforme, Unamuno en cambio gustaba aclarar que el que es, es como es; y el que es, es un carácter: definición que llenaba a plenitud al tan peculiar “Rey de Redonda”: micro isla caribeña deshabitada y poblada de aves, situada en el arco interior de la cadena de islas de Sotavento, en las Indias Occidentales. Divertida y de suyo digna de una obra original, la historia de su reino merecería estar entre los Lugares imaginarios de Alberto Manguel, con las Ciudades invisibles de Calvino o en las Ficciones del inagotable Borges.  

Así  también es biografiable su hasta ahora último regente quien murió a consecuencia de la pulmonía, sin sucesor ni heredero, el 11 de septiembre de 2022, a unos días de cumplir 71 años de edad. El Rey Xavier era, como su ingenioso reinado imaginario, una leyenda: un espíritu original a quien le fastidiaban los necios al grado de no ocultar su disgusto ante la profusión de errores que, especialmente políticos, afeaban la vida española. Dizque malhumorado y discrepante, lo cierto es que renunció a los premios institucionales, como el Nacional de Literatura, en 2012, por Los enamoramientos. Hasta el final de sus días las buenas y las malas lenguas lo creyeron candidato al Nobel, pero ya se sabe que premios y distinciones, incluido el Nobel, son caprichosos porque los mejores suelen, en todo tiempo y lugar, suelen ser rezagados, ninguneados o menospreciados.

Hijo del filósofo repúblicano Julián Marías, y de la traductora Dolores Franco, de la cuna a la tumba vivió entre libros y pensantes de excepción.  En su historia están las causas de su espíritu liberal y demócrata. El augue franquista obligó a la familia a afincarse en los Estados Unidos durante su infancia. Editor, filólogo, traductor, cuentista, periodista, novelista, llenaba a cabalidad la definición tradicional del hombre de letras. Oxford fue su divisa, las letras su pasión y la inteligencia el mejor de sus frutos: decía lo que pensaba, pensaba con claridad y lo escribía sin dudar en una prosa deliciosa, aun a sabiendas -y quizá por eso- que causaba de más de un disgusto. Fumador y solterón, tuvo un ojo especial para describir los enamoramientos, las relaciones de pareja, las fantasías y esas figuraciones que desdibujan la cotidianeidad de matrimonios y amantes, de rupturas, existencias y frustraciones secretas; en suma, noveló con agudeza y pormenores esos mundos de quienes, intramuros y en lenguajes reconocibles especialmente por mujeres, construyen deseos, entregas e historias imaginarias sin renunciar a sus rutinas ni a sus posibilidades vitales insatisfechas.

Siempre percibí la correspondencia entre el Marías de carne y hueso y el autor de la vida de los otros. Con cada lectura me quedaba la sensación de que escuchaba su voz y de que podía adivinar lo que venía en el párrafo siguiente.  Casi lo adivinaba. Y eso me divertía. Muerto él, advierto con mayor claridad las medianías que nos circundan, lo que sucede cuando disminuyen los cascarrabias luminosos y lo que pierden las letras cuando predominan las letras menores sobre las grandes voces.