Martha Robles

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La confesión. Página del diario

Estos días se me han hecho inmensos y llenos de agujeros. Los gritos, ayer  domiciliarios, ahora serpentean por todas partes: rebotan en los muros, se pintan en grafitis o amenazan como dagas. Tuvieron que matar a miles con saña para que las mujeres ya fueran distintas, como no eran y ni siquiera se imaginaban. Sin el batallón de las “aguantadoras” que todo callaban, el medio se enrareció. Hoy lastima el ruido, quizá porque la conciencia pugna por soltar palabras atoradas. No todas las  palabras, nada más las que sostienen la cabeza, el corazón y el cuerpo. Trizadas de silencios, son palabras largas, achatadas, saturadas del pasado y con dificultad aún para darle voz al  porvenir que ya nos pisa, pero que todavía no es porque no sabe cómo ni con qué manifestarse. Eso es lo que avergüenza: no poder, no haber podido arrancar las palabras que nos atan de raíz, como yerbas espinosas. Asusta, asusta mucho el ruido que, de la noche a la mañana, golpetea donde esas manos no pegaban, esas bocas no gritaban ni en esos rostros asomaba nada que no fuera la mordaza. Mirarlas a ellas, tan aguerridas y desafiantes, me regresa a los días en que la protesta de una era equivalente a ninguna, cuando en montón se discriminaba hasta la ignominia a la que se atreviera a ser diferente: días de callar o de escribir condenadas a no ser vistas y, si acaso, a ser medio leídas a condición de hacer como si no existieran, como si su palabra no valiera ni transformara absolutamente nada.

A nosotras, las de antes, nos hincaban en un confesionario para susurrar enojos, fantasías y las que se tenían por faltas que ameritaban penitencia. Con la cara pegada a una rejilla y las manos que no hallaban acomodo, balbuceábamos lo que nadie, absolutamente nadie podía saber, salvo el hombre sentado al otro lado, madera de por medio. Percibido apenas, él inclinaba la cabeza para dormitar o para oír la confesión de niñas como yo que, sin remedio, seríamos evas vitalicias, causa irremisible del pecado original. Supongo que su atención mejoraba cuando voces adultas se desprendían de culpas más sustanciosas o trasmitían experiencias  que, entre dificultades y escollos, eran parte de un mapa vital o de la traza del propio destino.

Al comienzo de la misa, en sendos lados del templo, los confesores tomaban su lugar con aires de saberse depositarios del secreto consagrado. Yo seguía con la mirada a uno u otro preguntándome qué tanto guardarían esas cabezas que poco o nada me impresionaban; pero encarnaban el símbolo. Y de símbolos nos llenamos cuando escasean las certezas. Al iniciar el ritual todo cambiaba: encerrado en el confesionario, dejaba de ser el tontón con sotana arrugada que discurría boberas y seguramente se burlaba de mis dudas existenciales. Escucha semi oculto, él dejaba de ser él mientras yo hablaba. Y si yo hablaba es que algo decía: eso me maravillaba.

Ya desde entonces me atraía el misterio de lo que solo puede ser dicho como arrancado del alma. Para lograrlo debía disponerme con tiempo, pues con seguridad nunca entendí bien a bien de qué se trataba la confesión, a pesar de que, rodeada de monjas y cercada por curas en un medio cerrado, mi educación religiosa fue muy deficiente. Mientras aguardaba mi turno buscaba palabras que, por el prodigio de lo que subyace aún sin nombrarse, pide de pronto ser mencionado. Tal revelación es lo que entendí por milagro. Me fascinaba la idea de sorprenderme, yo misma, con el hallazgo de lo que pudiera decir: algo parecido a sentir la voz como dictado automático de lo imperceptible y velado.

Sin tardanza hacían fila montones de mujeres de todas las edades: unas, a la derecha; otras a la izquierda. Al frente, apenas dos o tres hombres: únicos privilegiados por la Iglesia para hablarse de frente con el confesor. Era un hecho jamás cuestionado que las mujeres estábamos marginadas de los asuntos de Dios y que nuestra voz no contaba. A todas luces notaba, desde pequeña, que la confesión no valía igual para todos.  Imagino que mientras las señoras depositaban sus cuitas, sus dudas o su necesidad de consuelo, ellos afianzaban la tradición de hacer lo que mejor se sabía y se esperaba del patriarcado.

Fuera quien fuera el emisor o el destinatario, lo importante era creer que de por medio estaba la fe en la doble indulgencia del perdón y la redención. Voluntad, pecado, intención, arrepentimiento y contrición, de este modo, eran voces/baúl que imbuían de misterio el mensaje de ida y regreso. A fin de cuentas, yo no tenía más certeza que  la de la gracia sanadora de las palabras ni mayor confianza en el poder de la confesión que su capacidad de “vaciar” un relato refundido, como la memoria y los sueños, en la región de lo inmencionado. En eso consistía mi religiosidad: en aguardar con recogimiento la venida de la primera palabra, la palabra inicial. El tiempo no ha conseguido disminuir la emoción de ese hallazgo entrañable, elevado a cifra de mi escritura. Sabía que al hincarme en la dura y gastada tablita del maloliente  confesionario necesitaba el silencio, siquiera un instante. Cerraba los ojos sin adivinar el rostro del confesor. Al escuchar el cerrojo de su ventanilla aislante,  se manifestaba algo que ni yo misma identificaba, pero podía decirlo, gracias al impulso de lo sagrado. Ignoro cómo percibía el que aún considero portento del lenguaje, pero era tan poderoso que me preservaba del influjo nefasto de la habladuría que, como mujer, me negaba.

¿Qué y cómo decía lo que con-fe-saba? Imposible saberlo ahora. Lo indudable es que la experiencia se fusionó al hallazgo de mi destino. En una sola ocasión, la que selló mi ruptura con la costumbre de aguardar lo no dicho, me exasperó la voz del escucha quien, con ostensible impaciencia me conminó a seguir el ejemplo de la pureza de la Virgen María, ahora que yo alcanzaba la edad en que “las tentaciones” entran por la puerta grande y el arrepentimiento no conoce salida. “Pero si la Virgen no hablaba”, -le dije. “¿Cuál ejemplo a seguir si a mi no se me aparecen los ángeles ni voy a ser la madre de Dios?” El confesor se inclinó con fuerza y asomó la cabeza para mirarme mejor. Yo me puse de pie porque por primera vez entendía que en ese recoveco oscuro “el otro” entorpecía más que avivar  mi vínculo con el lenguaje. Pero en algo tuvo razón este pobre hombre entrenado para repetir y repetirse de qué se trataba el destino de las mujeres: ya era notorio que había llegado al fin de mi infancia. A partir de entonces entendí que nada libera tanto ni tan de raíz como el dardo de la palabra. Eso es lo que, en cualquier dictadura y derivado de tiranías, se procura evitar impidiendo o manipulando la “educación” de los más: impedir que el marginado hable y nombre su realidad. Que el siervo lo sea por su oscuridad y que la mujer calle pues, a fin de cuentas, la violencia comienza cuando el habla habla y habla y no dice nada, como se hacía en aquellos confesionarios.