Martha Robles

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La “Gran familia”: retrato social


ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

Formar gente buena para una vida útil y también buena: con ser simple la fórmula, el Estado Mexicano ha sido incapaz de incluirla en sus deberes fundamentales. Dejar en manos de sindicalistas corruptos, de mujeres u hombres de caritativa o errática voluntad o del arbitrario lucro privado, ha sido uno de los mayores fracasos de los gobiernos de la República. Niños, etnias y condición femenina en general han sido las mayores víctimas de la injusticia social. Por consiguiente, los últimos en recibir los beneficios de nuestra deficiente democracia. Sin acceso a las condiciones de equidad instituidas por el derecho internacional, los hijos de la pobreza extrema están condenados a reproducir males no resueltos generación tras generación. Expuestos al principio de las excepciones, su realidad los condena a repetir el infortunio de sus progenitores: un destino que no puede ser más desalentador.

La traza del futuro está en el presente. Jamás demagogia alguna ha construido un porvenir promisorio. Ni las desigualdades extremas ni la descomposición de la sociedad son obra de la casualidad, sino de errores agravados por el sistema corrupto de gobernar. La lógica es inequívoca: si la estructura está degradada, lo que sostiene también, hasta que cae para dejar al desnudo las consecuencias de su debilidad. Si los poderes no cumplen ni las instituciones se rigen con normas y acciones confiables, no hay por qué suponer que albergues infantiles fundados y regentados por la libre y a excusa de que se ocupan de la población desatendida por el Estado, sean un modelo de orden y confiabilidad.

El caso de Rosa Verduzco y su controversial “familia”, que unos defienden con ahínco y otros consideran aberrante, ha hecho estallar, desde la michoacana ciudad de Zamora, la vergüenza nacional. Los hechos, colmados de irregularidades, trascienden la responsabilidad de su protagonista. Que una persona, por su fueros, “recoja” y se haga cargo de más de 600 menores de edad en estado de marginación  es, en cualquier pueblo que se respete, inaceptable, impensable y aberrante. Peor si, como se ha publicado inclusive en el extranjero, se entremezclan edades, sexos, problemas de conducta, drogadicción y cuanto se pueda una imaginar respecto del submundo que, en el siglo XIX, habría dejado sin aliento al mismísimo Dickens.

Nadie puede ni debe sustituir las obligaciones del Estado. Santa para unos, demonio para sus acusadores, la mujer que ahora desencadena versiones apasionadas no es más que hechura del medio que orientó su destino. Por virtuosa o vil que fuera desde que hace décadas comenzó a “ahijar” a niños y adolescentes rechazados por su entorno, una mujer sin formación, sin vigilancia oficial, “educadora” por instinto, madre sustituta y fiel practicante del “te quiero, te golpeo”, envejeció con la papa caliente que acabaría pudriéndose en sus manos.

Tarde y mal, la Procuraduría de la República intervino el albergue lanzando alharacas que evidencian la prolongada irresponsabilidad de las autoridades. El problema empeora al corroborar que en vez de investigar, actuar y resolver racional, legal y discretamente situación tan irregular, el Procurador se encargó personalmente de agitar a la opinión pública.  Inmersos en un galimatías judicial y por donde se examine el conflicto, el Estado es el único culpable de la situación de los albergados.

Para eso están las instituciones y los recursos que provienen de nuestros impuestos: para cubrir satisfactoriamente las necesidades de quienes, por orfandad, miseria o abandono se encuentran en condición de riesgo o desamparo. Zamora es punta de una realidad infantil miserable. Niños abusados sexualmente; adolescentes con historial delictivo, otros con problemas de drogadicción; cientos de maltratados, explotados o robados, incontables con experiencia en la mendicidad, por miles obligados a trabajar; embarazos, hambre, migración… No hay región de nuestro territorio cuya realidad infantil no esté afectada por las desigualdades extremas y la injusticia social.

Aunque en 1990 México ratificó las Directrices de Naciones Unidas sobre las modalidades alternativas de los cuidados de los niños, y acató los términos de la Convención sobre los Derechos del Niño, no cumplió el compromiso de resguardarlos y vigilar con registros y seguimientos profesionales los centros de acogida, dependientes de la caridad pública. Tal irresponsabilidad ha propiciado que, sin control, acaso sin historiales clínicos ni familiares, y aun con la complacencia social, cualquier voluntario sustituya, con deficiencias implícitas, el deber del Estado.

El fenómeno de niños privados de su medio familiar es una constante mexicana. UNICEF en vano ha insistido en la urgencia de revisar los procesos de institucionalización y cuidados alternativos de los menores. Que el Estado no los proteja es inaceptable y profundamente inmoral. Que entre las prioridades de la justicia no se contemple la observancia de sus derechos, es prueba fehaciente no de la ausencia de democracia, sino de algo peor: el abandono, de la cuna a la mortaja, de un capital humano que debería participar activamente en la construcción de una sociedad digna, multicultural y unificada por ideales de bienestar y justicia.

Si, como dijera Rosa Verduzco en entrevista a El País, se trata de niños que “nadie quiere”, de antemano tendríamos que aceptar la existencia de sobrantes de humanidad: es decir, personas sin presencia jurídica, desamorados, infelices y sin garantías vitales. Lo publicado en el diario español no tiene desperdicio. Al enterarnos de que gente “influyente” relacionada con el poder, así como de la burguesía local y del ámbito cultural protege e inclusive otorga dádivas a la obra de la tristemente célebre Mamá Rosa, se hace aún más gravosa la conducta de las autoridades. Durante años se prefirió hacer la vista gorda ante el montón de denuncias que realizar las investigaciones pertinentes para actuar conforme a derecho. El disimulo y el encubrimiento, como todos sabemos, no se sustraen de las prácticas corruptas.

No contar con un inventario de los albergues ni con registros clínicos, fiscales, presupuestales, sanitarios, psicológicos, escolares, administrativos ni de parentesco equivale a dejar a su aire organizaciones que dependen de caridades y/o subsidios discrecionales. La generosidad puede valorarse en términos religiosos y espirituales, pero es intolerable como sustituto de lo establecido legalmente.

Por extensión, hay mar de fondo en las adopciones en cubierto de infantes no deseados. Avalada por el disimulo judicial, esta práctica a cielo abierto, permite que extranjeros se lleven del país a niños previamente registrados como propios. En ocasiones vendidos por sus padres, las víctimas del desamor familiar lo son también del repudio de su patria, que los priva del derecho a crecer y formar parte de su comunidad de origen, como es frecuente en estados como Oaxaca.

Agitado el avispero, se ha dejado en libertad el griterío. Así son las cosas en nuestro pobre México. Al fin y al cabo, somos los reyes del coheterío y del olvido. Mañana será otro día y todo seguirá igual. Ayer Elba Esther, hoy Mamá Rosa y pasado mañana, Dios dirá. Niños migrantes, niños de la calle, hijos abandonados, menores envilecidos: todo da igual. Ya crecerán y México continuará arrastrando el estigma de su desgracia.