Martha Robles

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La ira de los dioses

Noticieros Televisa

Morir emparedada puede ser tanto o más terrorífico que morir ahogada. Atrapadas entre fierros, toneladas de concreto, ladrillos, polvo, muebles, trapos, tiliches, alambres y una angustia más densa que la oscuridad, las víctimas de los derrumbes forman parte de las que, desde la noche de los tiempos, pagan con su inenarrable sacrificio la ira de los dioses. De la remota Grecia a Pompeya, de la Atlántida a Rodas e Iliria, de Creta a las islas del Pacífico asoladas por tsunamis y tantas poblaciones reducidas a causa de huracanes, plagas, inundaciones, terremotos, incendios o meteoritos, la historia de las catástrofes es la de la humana imposibilidad de gobernar al destino.

Lo imponderable, la Necesidad, ananké… Podemos decir de varios modos lo mismo. En los dominios de la fatalidad no hay voluntad que modifique el Dictado del supremo poder. Tanto el sentido del ser como el orden natural de las cosas, sin embargo, se violentan de manera tremenda   cuando los hombres desafían a los dioses y toman por su cuenta lo que se tenía por atributo superior inviolable: el nacimiento, la existencia y la muerte, mediante la manipulación y el dominio de la vida y del medio ambiente; es decir, del clima, las aguas,  los vientos, las piedras, los minerales y del resto de seres vivos.

Deificado él mismo y adueñado de atribuciones inimaginables por los abuelos, el hombre contemporáneo ya no se conforma con abatir impíamente a las potencias que lo mantenían a resguardo de sí mismo. Alejado de su otrora condición de criatura, ya no se considera la parte hablante de una maravillosa creación que lo dotó con la gracia del lenguaje, de las emociones y el pensamiento. Ignorante de que actúa como su peor enemigo, ahora –ensoberbecido- se autonombra principio, ombligo y fin del universo. Arbitrariamente confunde el sentido ético de la razón y la libertad al atreverse con alteraciones y ocurrencias brutales que atraen a la fatalidad en vez de alejarla de su hábitat, como sería deseable. Así vemos que la generación con más técnica, conocimiento y recursos de la historia pone al filo de la extinción la sagrada morada que, desde hace millones de años, venía acogiendo a la humanidad  en razonable armonía con una incalculable cantidad de especies.

Al respecto cabe recordar que la ciudad, tal como la conocemos y padecemos, es una invención estrictamente moderna, cuya apariencia y funcionamiento se distinguen y varían según la calidad cultural de los pueblos que las crean, las transforman, las conservan y/o las destruyen. Si bien el automóvil, la electricidad, los antibióticos y la multiplicación de los servicios sanitarios fueron el eje reproductor de las urbes verticales y sus innovadores estilos de vida, el urbanismo aportó los principios del buen vivir en comunidad que, por desgracia, son terriblemente desatendidos por los mexicanos.

Y es en esta veloz transformación del “carácter urbano” donde la otrora determinación del Destino comenzó a rivalizar en furor con los yerros y aciertos humanos, especialmente cuando de catástrofes naturales se trata. Si adquirir una vivienda, trabajar, transportarse, alimentarse, relacionarse con los demás y evitar el yugo de la enfermedad se convirtieron en prioridades del homo urbanus, formarse, distraerse, cultivarse, sentirse seguro y satisfacer necesidades espirituales, deportivas, recreativas, cívicas y sociales adquirieron la categoría de privilegios/reflejo de la jerarquía social.  

A partir del agitado siglo XX, el florecimiento del urbanismo respondió con medidas civilizadoras al complejo crecimiento económico/social, principalmente de las naciones avanzadas.  En países subdesarrollados como el nuestro, en cambio, la población rural comenzó a abandonar en masa sus lugares de origen para hacinarse en conglomerados citadinos improvisados, malogrados, inseguros, sin servicios y proclives a fomentar la desintegración social que ya ha alcanzado niveles alarmantes.  Obra arquitectónica y colectiva de excepción, la Ciudad Universitaria, bella como es, no sólo perdura como alto ejemplo en el uso y distribución de espacios abiertos y cerrados, sino que particularmente continúa encabezando con brillo los escasísimos logros que existen en el país de un verdadero diseño urbano.  

Por ignorancia primero y a causa de la creciente corrupción que ha conseguido ahogarnos, en México se ignoró, menospreció y deformó la planeación urbana hasta hacer de la construcción irresponsable presea de la rapiña emblemática de nuestro siglo XXI. Hacinados, condenados a vivir especialmente en la Ciudad de México en edificaciones mal diseñadas, amontonadas, colmadas de errores estructurales, de preferencia inadecuadas para zonas sísmicas y de fondo cenagoso, carentes de espacios abiertos y consideradas de alto riesgo a la hora de los temibles temblores, las moles se multiplican como hongos sin que ninguna autoridad de indicios de interesarse por la indispensable normativa reguladora de la vida urbana.

Por desgracia, los terremotos forman parte de nuestra biografía. Con los cumpleaños sumamos recuerdos y experiencias nefastas teñidos de muerte y pérdidas extremas que atribuimos a la ira de los dioses, a venganzas de la Naturaleza mancillada o las reacciones cíclicas de las fuerzas ocultas u oscuras que suscitan movimientos telúricos. Lo que ya debemos considerar con seriedad, sin embargo, es que también y de manera muy especial la mano del hombre interviene como instrumento del infortunio.

La tristeza y tanta evidencia de sufrimiento que ocupa nuestra total atención a consecuencia de la tremenda sacudida del pasado martes no debe distraer la urgencia de combatir la corrupción, tan enchufada en el área constructiva. La planeación, el rigor, la decencia, el control responsable, las licencias vigilantes y un estricto diseño  salvan y protegen más vidas que cualquier maquinaria o movilidad ciudadana después de la tragedia.

No podemos negar que los medios más corruptos son los favoritos de la muerte y del dolor. Muchas desgracias pudieron evitarse si tanto en nuestra ciudad capital como en el resto de los estados afectados existieran regulaciones limpias y estrictas,  alternativas de apoyo y créditos para la autoconstrucción inteligente y vigilada por arquitectos interesados en vivienda popular de bajo costo. Así se requiere con urgencia en San Gregorio, en Xochimilco, en Chiapas, en Oaxaca y en tantísimos poblados pobres y afectados del país.

Hacer la vista gorda a excusa de la desgracia es tan inmoral como la codicia de constructores y burócratas que lucran y se forran a costa de la vida: entre los escombros hay muchas licencias de construcción  otorgadas por un sinvergüenza y requeridas por otro de igual especie.  Debemos temer más a la rapiña humana que a la ira de los dioses. Ya es hora de aprender y transformarnos.