Martha Robles

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La pura verdad: Sin justicia no hay Estado

Que el fascismo no se define por el número de sus víctimas, sino por la manera en que las mata, decía Jean-Paul Sartre.  Entonces, ¿cómo se define la brutal manera en que se mata en México? ¿Cómo el número? De algún modo se debe clasificar lo que está más allá del fascismo o más acá del totalitarismo nacionalista, pero no parece acuñado el término, todavía. Nos balanceamos entre la mascarada democrática, su correspondiente partidocracia, el terrorismo criminal, la desaparición del Poder Judicial, el fin de las ideologías y la infamia como divisa del único poder verdadero: el poder de matar.

He sabido de pueblos que caen sin rendirse a manos del invasor y de atacantes dispuestos a todo para saquear, mancillar y adueñarse del sitio ocupado. También de los que luchan hasta morir y hacen de la vergüenza y el orgullo sus mejores armas. De pocos tengo noticia, en cambio, que se empinan hasta auto destruirse. Así México y así  su voluntad de caer, de hundirse y no parar hasta revolcarse en lo más bajo. Parece una burla de la historia, pues el país era apenas tentativa republicana en el XIX y proyecto social durante el XX; y como resultado de esa larga carrera de desaciertos, en  la segunda década del XXI nos balanceamos sobre el abismo.  

Imposible negar que Fortuna ha anunciado las derrotas, los fracasos y los riesgos de caer más y peor; sin embargo, a pesar de obviedades y advertencias los mexicanos confirman, una y otra vez, su asombrosa y persistente capacidad de errar. No hay ni ha habido lección que valga. Ciegos, sordos y de preferencia ofuscados, entre dos opciones –la buena y la mala- invariablemente el pueblo elige la peor. Hay una obvia fascinación por la irracionalidad, la medianía y la ausencia de grandeza. Quizá sea cierto, como tanto se ha dicho, que no tenemos  remedio: ha de ser cosa de malos karmas, de maldiciones ancestrales o de magia negra porque tanta fidelidad al fracaso no es explicable por vías racionales. Inclusive el entusiasmo de las masas se desborda ante los anuncios fatídicos y, fanatizadas, se tiran al abismo detrás de su pastor.

Cuando no se tiene la voluntad de ser digno y libre, toda abyección está permitida. Eso es lo que nos ocurre a los mexicanos: aprendemos a convivir con lo despreciable y lo vil, en vez de combatirlo con energía. Desde que conocí los vestigios de Numancia entendí de golpe el significado de la dignidad. La sola idea de vivir bajo el yugo de Roma era inconcebible para sus valerosos residentes. Cuando las tropas a las órdenes  de Publio Cornelio Escipión Emiliano (El Africano Menor) sitiaron la ciudad durante trece espantosos meses en el 133 a.C.,  la población en pleno –ya mermada por el hambre, la sed y la enfermedad- prefirió suicidarse antes que rendirse al feroz soldado, nieto adoptivo del vencedor de Cartago. Aún estremece el alcance “la resistencia numantina”: símbolo de dignidad y respeto absoluto por la libertad.

El episodio viene al caso porque de tantos ejemplos de bajeza y valor que han abultado la historia antigua o reciente, no encuentro nada equivalente a lo que aquí sucede ni con cuáles episodios aparejar la abyección de los mexicanos. Campea la infamia y la perversidad se derrama sin que nadie ni nada las contengan. Decenas de miles de asesinados en menos de diez años y no se cae el techo del cielo. La crueldad nos acecha en cada esquina. El sufrimiento es el signo, nuestra divisa. Como reacción, si acaso, nos acosa una batería de frases estúpidas y la complacencia del tonto que ríe ante el peligro. La sociedad no pasa de estar enojada contra esa ridícula, necia y peligrosa calificación de la mafia del poder. En todo caso, la mafia está en todas partes, también en la partidocracia, en los procesos electorales, en los negocios espurios, en las calles, en los vendedores ambulantes, en los sindicatos. ¿Dónde no?

Si la sociedad se encuentra en plena descomposición, lo demás no puede ser diferente: Las instituciones son absolutamente incapaces de cumplir con su deber. La Constitución ni siquiera sirve para garantizar el Artículo primero; mucho menos los que le siguen. Por costosos que sean y supeditados a la cultura del espectáculo, los procesos electorales no son garantes de nada ni nada puede esperarse, sean cuales fueran los resultados, para subsanar el estado de indignidad que nos tiene subyugados. Sólo en enero de este 2018 se registraron más de 2,500 asesinatos. La cuenta de muertos por arma de fuego y/o de forma violenta  arroja una cifra de entre 3 y 4 personas cada hora en el país. La criminalidad, pues, rebasa con creces el efecto corrupción que, como respuesta al vocerío popular, tanto ocupa a la propaganda electorera, aunque nada efectivo y confiable se vislumbre más allá de lo aparente.

Cada caso peor al anterior, el de los infortunados estudiantes de cine ya no deja espacio para más indignación. Acaso tuvo razón Borges al decir que las crisis no tocan fondo porque el fondo es infinito. Sin embargo, debemos insistir en poner límites a este infierno. La descomposición social es tan pavorosa que no se ha inventado la máscara capaz de encubrirla. Sin justicia no hay Estado. Sin libertad no hay democracia. Sin derechos el hombre es un esclavo no ya de las tiranías, sino de los poderes e intereses dominantes en su propia tierra; peor si están en manos de la delincuencia.  Aniquilada en fondo y forma, de la República no queda ni siquiera la aspiración. Del   ideal nadie se acuerda.  Tanta ignominia inclusive borró el rastro de lo que pudo haber sido.

Tras inscribir en la memoria los ideales de tres revoluciones –la de Independencia, la de Reforma y la social de 1910-, México ha pasado de ser el sueño de un gran país a un pobre territorio bañado en sangre, dominado por criminales y devastado por  políticos y depredadores que a diario contribuyen a extinguir especies animales y vegetales. No es accidente del destino decir que aquí “la vida no vale nada”. Es tan rigurosamente cierto en nuestra realidad que mueren más de siete mujeres al día víctimas de la violencia machista y, según El País, han sido asesinadas más de 23,800 en los últimos 10 años. Agréguense los robos de niños, las violaciones, la explotación sexual, la pederastia, el trato inhumano a los inmigrantes, la inmoralidad de los policías que a todas luces se dedican a extorsionar…  

No hay, pues, por dónde creer que el paraíso está por abrirnos sus puertas gracias al milagro de las urnas.  Escribió Albert Camus que “si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”. Hay que vivir y padecer hoy en México para valorar esta verdad en toda su magnitud. Sin justicia no puede haber sociedad: es el eje que sostiene todo lo demás. Con un Poder Judicial de porquería es imposible suponer que el Ejecutivo y el Legislativo sean confiables en un sistema fundado en componendas, impunidad y complicidades. Sin justicia tampoco puede prosperar un régimen económico porque, por necesidad, abre las puertas a la corrupción. Así lo demás: sindicatos, empresas, partidos políticos.

Cuánta, cuánta falta hace a este pobre México esa grandeza, ese temple maravilloso de los que no se dejan destruir. Nunca hemos probado la  voluntad de superarse y vencer la adversidad. Me refiero a ese “algo” vital, al orgullo esencial que levanta a los pueblos que, inclusive a efecto de sus errores garrafales, parecían aniquilados para siempre. Aquí, al parecer, no existe el síndrome del Ave Fénix. Más bien seguimos atados a la maldición de  culebra y, la verdad, es fatigante esta necia inclinación a la derrota. ¿Qué hay que hacer para que el mexicano abra los ojos y la conciencia? ¿Qué para que de una vez por todas salga de su sopor ancestral y deje de ser un vencido?

Esta bien equivocarse una, dos, tres veces; pero, ¿siempre?