Martha Robles

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Madre piedad: una deuda de amor

Escudo de las Mercedarias Misioneras de Berriz

Como en la actualidad en muchas comunidades, el destino de las mujeres estaba trazado de la cuna a la mortaja. Así el de las que me rodearon desde mi nacimiento. Hasta leer publicaciones extranjeras y experimentar yo misma la discriminación y el efecto feroz de una sociedad cerrada, comencé a examinar la situación femenina; en particular la de las invisibles y menospreciadas mexicanas. Monja, soltera, viuda, abandonada o casada, solo dos cosas igualaban a nuestras mayores en la jerarquía patriarcal: su no-lugar propio y su mordaza. En ningún caso se aceptaba el talento donde lo hubiera. Las mejor dotadas carecían de voz y no accedían al selecto club del pensamiento educado. Desde los días de sor Juana, el convento y la religiosidad eran las puertas falsas de la “verdadera” realización.

Nacida en 1893 en Autlán, en un medio señalado por su religiosidad extrema, no serían de extrañar sus estrechos vínculos familiares con Anacleto González Flores y el movimiento cristero que tanto influyó a esa generación. Como su hermano Efraín, a la manera de los destacados Antonio o Ricardo Gómez Robledo o Enrique Ochoa, con quien casó en 1919 y protagonizó el eje de su historia, Piedad González Luna estuvo no solo rodeada del selecto grupo  de intelectuales miembros de la revista Banderas de Provincias, también compartió el sello de la filosofía ignaciana que marcó a los hombres de las clases acomodadas de Jalisco. Por rebote familiar, las madres, esposas y hermanas de los educados por la Compañía de Jesús absorbían los principios de esa disciplina esencial, empezando por los Ejercicios Espirituales. Piedad no sería la excepción, a pesar de quedar a cargo de la congregación española de las Mercedarias Misioneras de Berriz –con Pilar Reynoso y Bertha Salazar-, fundada originalmente (quizá a fines de los cuarenta) en esta ciudad como parte de la de Berriz -creada por la beata Margarita de Maturena- por su hermano Víctor González Luna y Bernardo Corvera con la intención de abrir el Instituto de la Vera Cruz, donde cursé mis primeros años.

Cuando mi padre recorría caminos y pueblos de aquel Jalisco fundador de la oposición, mi madre se desgastaba en ciclos de gestación, rabia, desajustes, malos negocios e inconformidad. La vida oscilaba entre anuncios de vida nueva, tentativas políticas, asaltos electorales, problemas maternos y embates que trascendían el coto domiciliario. Pero desde sus rechimales en el convento, allí estaba siempre la madre Piedad, compasiva y solidaria con el infortunio de las casadas. Y mamá la adoraba.  Llegaban a casa recién nacidos al ritmo en el que las mayores salíamos para ser tuteladas por mujeres tan inusuales como ella, la hermana de Efraín González Luna, de quien se decía que al igual que su esposo se decidió por los hábitos –gracias a la licencia papal- para sobrellevar la muerte de su único hijo. Conmigo y dos o tres imprescindibles durante sus horas de asueto, en mi Guadalajara natal rellenaba como monja de las Misioneras Mercedarias de Berriz el vacío de su doliente maternidad. Y yo, aun sin saberlo, reconocí en ella la virtud de trabajar silenciosa, lenta y disciplinadamente que habría de convertirse en señal distintiva de mi carácter. Por detalles de su biografía espiritual, susurrados en pasillos dedicados a la oración, conocí de manera temprana los rigores antifemeninos de la intransigencia ideológica, pero de eso tampoco se hablaba. Solamente, desde muy pequeñas, absorbíamos las enseñanzas dirigidas para resistir las durezas que nos aguardaban al crecer e integrarnos “a la vida del siglo”. 

Vieja, viejísima desde mi perspectiva de parvulita, aunque quizá aún no fuera siquiera eptagenaria, la madre Piedad no se quejaba ni ocultaba las huellas de su hoguera interior. Aún en el modo desordenado de acomodarse la toca, de llevar el hábito  o de ostentar en plena mejilla algo como verruga peluda o protuberancia relacionada con su tormento, era distinta al resto de las monjas que poblaron mi formación. Regordeta, con un pasado de sufrimiento a cuestas, olía a mantequilla caliente o a pan recién horneado; hablaba entre sofocones cardíacos, tenía las manos rasposas, acariciaba con torpeza y espetaba su apariencia como divisa de sus batallas. Antes de dedicarse a reorientar matrimonios desavenidos y enseñar cocina en las tardes a casaderas adolescentes, se dedicó a rescatar y cuidar a víctimas infantiles del conflicto cristero.  Destinada después a las misiones en China, salvó a niñas abandonadas durante la guerra chino-japonesa. Torturada por las milicias de Mao, alguien me susurró al oído que ahí adquirió la cojera que la obligaba a arrastrar una dolencia solo tolerable con el soporte de su religiosidad. Con una historia varias veces entrecruzada a la de don Efraín González Luna, mi padre me aseguró que la madre Piedad también se destacó como rescatista de niños durante la Segunda Guerra Mundial. Por su condición femenina y ensombrecida por su actividad religiosa, por desgracia su verdadera biografía solo se conoce mediante indicios, por testimonios cruzados, fragmentos que se repetían en secreto y algunas versiones de familiares que, como sería de esperar, siempre son incompletas y de poco fiar. De documentos, por supuesto, no existe ninguno. Ni siquiera he encontrado fotografías.

Lo que a mi me tocó es lo que me formó, sin ruido y acaso sin proponérselo porque, a fin de cuentas, yo era una niña más de las rescatadas a corta edad. La bollería deliciosa salía de sus hornos y yo me escapaba de mis deberes para estar siempre con ella. Llegué a creer que nunca  abandonaba el salón/cocina  del primer piso del colegio de la Vera-Cruz sembrado de estufas, alacenas, cazuelas y largas mesas, donde sin parar elaboraba recetas y dulces que me dejaba probar. Quizá era tan amorosa porque entonces yo vivía en el internado del colegio y, como éramos pocas, las internas compartíamos ciertas rutinas del convento. Aún había panales y campo cultivado por las “hermanitas”, allá en Chapalita. Y las “hermanitas” se encargaban de los servicios porque entraban sin dote a la vida religiosa: eran las pobres.

Quise entrañablemente a la madre Piedad, a pesar de las púas que surcaban los dobleces en sus mejillas, de las greñas canosas que salían del rostrillo y de los silencios que intercalaba a la sesión de consejos que depuraba con preocupación política, distintiva de su apellido. Su bondad era infinita. En su nombre llevaba su condición. Años después entendí que al menos para algunos como ella que tan a detalle conoció el sufrimiento, el conservadurismo era y es todavía un escudo contra el infierno, porque la tristeza en algunos espíritus arrecia su tentación de inmovilidad. Y ella me parecía triste. Por eso, cuando oigo la descarada majadería con que López Obrador se refiere a “los conservadores”, sin tener idea de nada y menos aún de lo que es y ha sido en la historia la intolerancia para las mujeres, pienso en ella, en su destino, en las enseñanzas que trasmitió a tantas niñas y madres que nos levantamos de la postración, que aprendimos a decir no, así no, que abominamos de las ideologías sin distingo de signo y solo apreciamos la libertad, el respeto y la dignidad: lo que a todas luces ignora el Presidente.

 Practicaba una compasión tan antigua que no me costó comprender que hay seres que se preocupan por los demás, aun en detrimento de sí mismos. Quizá la madre Piedad, que tanto bien hizo a mujeres de Guadalajara, encontraba a Dios en los otros, a la manera oriental. Sabía de mi escepticismo y me respetó. Quizá en el servicio  discreto confirmaba su fe. Seguramente la tremenda experiencia en China dejó más de lo que se empeñó en transmitir desde una conciencia de ser a través del dolor y de la enfermedad. A su pesar la influyó aquel universo insultante por la desmesura de una imparable crueldad. Por ella me convertí en adepta vitalicia de la miel y la jalea real. Gracias a eso todavía disfruto de buena salud.

Cuando en 1982 visité China, los responsables de guiarnos y vigilarnos nos permitieron conocer algunos puntos geográficos de La Gran Marcha, previa complicada petición oficial. Palmo a palmo tuve a la madre Piedad en mente. La imaginé confinada en algún cobertizo entre aquellas hermosísimas montañas, mal comida y mal tratada y sin embargo maravillándose, como yo en ese momento, con los colores, la gente hacinada y la pureza del paisaje inabarcable, donde se aprietan historia y batallas de miles de años. Me pregunté qué sería de los niños rescatados, a dónde irían a parar. Y, más allá, qué pasaría con las alumnas de la única escuela de las Mercedarias en Wahu, China.

También recordé el Viaje al país de lo real de Víctor Segalen y sus evocaciones poéticas. Gracias a él pude ver y entender más sobre los monumentos funerarios que lo que nos decían los traductores en un perfecto español. Uniformados en riguroso “Mao”, nada quedaba de las exóticas vestimentas descritas por Segalen durante sus viajes, hasta 1910. Tampoco, aún entre aglomeraciones iguales, encontré escenas arrancadas del remoto pasado ni rostros, escenarios ni historias como los pintados por Wan-Fu, el artista prodigioso inventado por Marguerite Yourcenar, aunque algunos parajes podrían competir con el jardín del Edén. Por más que inquirí rastros emparentados a las “maravillas” descritas por Marco Polo, el comunismo rural se imponía ante mis ojos con saldos de la brutal “revolución cultural” comandada por la demencial Jiang Quing, esposa de Mao. Y a pesar de la Banda de los Cuatro y sus ferocísimas Guardias Rojas, algo muy hondo y vital palpitaba en mi mente. Lo no mencionado me hacía creer que por donde pisaba aguardaba un mundo urgido de desvelar mensajes, especialmente los del sabio Confucio, a quien me apliqué a leer con antelación.

Más fuerte sería aquella sensación de estar ante una profecía del revés, que me revelaba el pasado de golpe, al recorrer antiquísimos recintos funerarios y vestigios del primer asentamiento humano que me dejarían sin aliento durante varios días. Por encima de la emblemática Muralla, del Palacio de Verano o la Ciudad Prohibida, los guerreros de terracota del emperador Quin Shi Huang, en el extremo oriental de la ruta de la seda, me impresionaron a tal grado que a partir de ese día investigué pasajes saturados de tanta humanidad y tantas culturas apretadas en estas tierras. Y en todos esos hallazgos me acompañaba la sombra de la madre Piedad, mi verdadera referencia materna, aunque  durante años la dejara de frecuentar. China me provocó una mezcla de fascinación, distancia y espanto. La ausencia de libertades era tangible y tanto o más intimidante que en otros países comunistas que visité al concluir mis estudios de grado en Europa cuando, en coche y en medio de prohibiciones para no salir de caminos y poblados indicados, recorrí con mi amigo Hans en una camioneta Volvo desde Alemania oriental hasta el Medio Oriente. Si ya abominaba de las ideologías, conocer de primera mano esas realidades fortaleció mi repudio a los totalitarismos. La experiencia de 40 días en China me dejó demudada: una lección de vida y de muerte, de reflexión y asociaciones difíciles de asimilar desde mi experiencia occidental.

También gracias a la madre Piedad intuí que es trágico el destino del Hombre y tan arraigada su sensación de orfandad como indispensable el sustento de lo sagrado. Y lo sagrado está en la belleza. Es la poesía. De ahí mi vínculo con los mitos, el culto a la antigüedad, mi fervor por la búsqueda de unidad y el apetito de universalidad que me apartó de los dogmas. Como supieron los sabios de antes, en la verdad hay dos lados, uno del que la dice y otro del que la cree, lo que entraña la más ardua tarea de persuasión y convencimiento. Por eso me resultan conmovedores y desagradables los misioneros, porque llevan al grado del sacrificio un raro afán de persuadir a los otros de que poseen la verdad. Y eso me perturba pues, ¿qué es la verdad? ¿A quién le pertenece y a cuenta de qué hay que convencer a nadie de aceptar cualquier credo?

Lo importante, a fin de cuentas, es que mantuve una deuda de amor con la madre Piedad. Aparece su agitada respiración entre mis primeros recuerdos. Aún vislumbro su andar trabajoso al lado de mis propios pasos. Creo todavía en el poder vivificante de su sonrisa y al tiempo confirmo que, cuando se trata de símbolos, no existen casualidades.