Martha Robles

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Maestros, ¿maestros?

“Feliz día del maestro”. Gobierno de México

Dar la palabra, el silencio o la señal adecuada en el momento oportuno hace al maestro. Su gran atributo es tener intuición para abrir camino y facilitar la virtud y el entendimiento. Si no hay coincidencia entre el que otorga y el que recibe es difícil que fructifique el encuentro.  Lo demás es lo demás: lecciones peregrinas, batallón de medianías, competitividad y rebatiñas, frustración y esperanzas perdidas, horas gastadas entre el tedio y lugares comunes, pobreza de ideas, rutinas obligadas, tiras de materias, fantasías de superación y, con suerte, requisitos cumplidos para liberarnos de una existencia sin certificados ni títulos ni documentos comprobatorios del paso por las aulas.

Son escasas las felices correspondencias entre dos mentalidades, dos generaciones o dos personas que siendo distintas encuentran un punto en común, sea en la  forma de entender la vida, en la pasión por el arte, por  la ciencia o el pensamiento. La curiosidad de quien recibe y la intuición del que da son extremos de un puente donde se  sabe lo que no se sabía y se afianza o transforma lo que se sabía.  

Los encuentros benéficos son imborrables. Entre tantos huéspedes de paso y salvo la feliz ocasión, en el extranjero, de asistir como oyente al curso de un discípulo de Heidegger, llevo en mi vocabulario interior a mis verdaderos maestros: los libros, unos cuantos autores, personajes, pasajes memorizados  y momentos tan decisivos como la infortunada Dido, aterrada ante su hado; Antígona desafiando al tirano; el instante en que Alonso Quijano agoniza y Ve, ve la distancia entre la locura y la lucidez; la sabiduría de Yourcenar al descubrir al hombre detrás del emperador… Nunca son muchos los nombres para poder olvidarlos ni tan pocos para suponer que somos hechura de alguien: Calasso, Borges, Kafka, Pessoa, Dante, Virgilio, Steiner…   Mi escritura es suma de lo descubierto, lo aprehendido y lo recibido. Adquirí uno de mis más preciados valores, la compasión, gracias al Quijote: lloré cuando aporreaba a los molinos de viento; lloré más cuando pidió al ventero que lo nombrara caballero. Lloré con Gregorio Samsa, con la caída de Constantinopla… La compasión me trajo el sentido de humanidad. Cuando imagino al cautivo liberado de la caverna pienso en mi deslumbramiento al ver, por primera vez, una obra de teatro: Edipo rey, de Sófocles. Después nada sería igual porque estaba despertando.

 Hubo que fijar una fecha para premiar los oficios de los maestros: marcar un día al año para inventar héroes anónimos o apuntar con el índice a éste o aquél, a saber por cuáles méritos. Día dedicado a inventar testimonios de agradecimiento a quien, supuestamente, nos enseñó algo tan trascendental que lo llevamos tatuado en el alma. No es mi caso. De la primaria solo recuerdo el instante, a mis tres años de edad o algo así, en que con el biberón en la boca me levanté de la sillita donde esperaba a mi hermana mayor, cogí un gis y, a mi pequeña altura, escribí la palabra CIEN en el pizarrón que cubría la pared de piso a techo. ¿Cómo, por qué? Mientras que para los demás fue algo gracioso, para mí el suceso inauguró mi memoria.

Desde la secundaria hasta la UNAM, sólo conocí de malos a peores profesores, que se sentían tocados por el dedo de Dios. Una escritora, cuya narrativa ha sido varias veces premiada, fue la “seño” de literatura en mi preparatoria de monjas. Pasar de noche  y jamás darse cuenta de que existían Petrarca, Shakespeare, Cervantes, Las mil y una noches, Rulfo, Paz, Martín Luis Guzmán, Rilke, López Velarde, Proust o José Gorostiza fue una y la misma cosa. De no ser por mi temprana pasión por la lectura yo sería una más de los millones de mexicanos que han pasado por las aulas sin informarse ni formarse pues, ¿qué otro deber tiene un maestro que el de formar a otro ser humano?

Hasta ser adulta no supe que Comala y el condado de Yoknapatawapha eran lugares tan ficticios como Liliput y Macondo. Nunca supe dónde estaba Madagascar ni jamás nadie me enseñó lo que es una monarquía parlamentaria. Ningún profesor me explicó en qué consistía el destino trágico del Hombre ni me hablaron de la desobediencia civil; sin embargo, al leer a sir Richard Francis Burton, a Faulkner, a Nietszche, a Malraux o a Camus surgieron tantas preguntas que una respuesta trajo a otra y ésta condujo a nuevas revelaciones sobre el cómo, el cuándo y el por qué de las cosas. Según mis calificaciones, yo aprendía más y mejor que mis compañeros gracias a mis lecturas, pero era una muchacha tan indefensa que ignoraba cómo resolver problemas básicos.  La causa era clara: no tuve quién me formara. Carecí de maestros dentro y fuera de las aulas; es decir,  en parte alguna tuve al maestro que enseña o guía para ser mejores personas.

No tener maestros que forman como primerísimo e insustituible deber moral es terrible y de gravísimas consecuencias. Desde pequeña yo leía mucho más que mis conocidos; abiertamente, sin embargo, era más débil, indefensa e incapaz de sortear obstáculos. Tardé décadas en vencer el miedo y en administrar el dolor, en aprender a defenderme de abusadores, autoritarios, manipuladores y embusteros.  Tardé en aprender a leer; digo leer, verdaderamente leer para descifrar, por ejemplo, la selva oscura donde se encontraba Dante, porque “su ruta había extraviado”.

“Callar y aguantar” era consigna divina.  Sanción obligada para no preguntar ni rebelarse, ni ser una misma, ni exigir, ni  “romper con todo y romperlo bien”. Un solo maestro me habría bastado para hallar “la guía” y caminar con pie firme. Uno solo, un hombre verdadero que, como Virgilio a Dante, me sirviera de guía en el infierno y el purgatorio.