Martha Robles

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Meditación frente al Xipe Tótec

La explosión de fanatismo político/religioso que padecemos en este imperio surrealista ha reanimado inclinaciones devocionales de nuestros abuelos remotos.  Su  excluyente y no menos cerril  lenguaje anti fifí crece envuelto con promesas de una nueva era de abundancia, riqueza y amor, intercalada a la peculiar atracción por el gran Tlatuani, la caridad cristiana y los sacrificios humanos. Dicen que ofrecer no empobrece y en eso y por lo mismo nos hemos convertido en idílico cuerno de exuberancia: visas y empleos (¿?) sin ton ni son para los caravaneros, becas para ninis, nonos, madrecitas, amorcitos (¡uf!) y ñoños, el tren de la selva y los aviones de Santa Lucía, el denle a estos tanto, a los otros 25 mil, “y ustedes, súper delegados, ¿qué han hecho? ¡Dónde están sus encuestas? ¡Son unos flojos!” “No se haga esto o hágase  aquello porque lo digo yo” (cómo me recuerda al Patriarca de García Márquez), la payasada de las consultas y alegatos tribales, la consagración cotidiana del resentimiento social y la declaracionitis del Tata López Obrador (el doble apellido es importante) que por sabe Dios cuáles fijaciones se cree encarnación de Juárez…  Será por añorar el atraso del XIX y su carga de contradicciones.

Hay que decirlo cuantas veces sea necesario: aquí y respecto de la política, el siglo XXI apenas se abre paso entre rendijas. En realidad, lo que nos atrae a ciegas es el pasado: un pasado imaginado o acaso reconocido desde la entraña; un pasado más vivo cuanto menos estudiado; más atractivo cuanto más nos regrese al ceremonial no de los usos primitivos, sino al sincretismo y la teatralidad, que también distinguió al espíritu decimonónico.

Gran acierto aquél de Cosío Villegas al poner el índice, hace décadas y válido hasta la actualidad, en “el estilo personal de gobernar”. En ese aspecto, nunca ha sido pobre nuestro folclore; ahora, tampoco: desde la declaracionitis de AMLO -tan similar al infatigable Luis Echeverría, quien también gustaba madrugar y dar madruguetes, además de presidir tediosísimas e infecundas sesiones eternas, y de vigilar al jefe y al intendente-, hasta  su peculiar vocabulario personal, sin que falte nada de lo contemplado por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, el estilo del tabasqueño nos recuerda que la tentación del poder, en nuestra tierra, sigue más próxima a la ficción verdadera que a la democracia de nuestro tiempo. Y por eso, agobiada por la profusión de signos, regreso al pie del Xipe Tótec en pos de siquiera vislumbrar algo de lo que oculta el rostro bajo la máscara.

En este escenario de enredos y pasos de cangrejo no hay que olvidar que nuestro patriarcado desciende del señorío y éste, incrustado en el inconsciente colectivo, es nutriente magnífico para fortalecer la mancuerna  populismo/resentimiento social. Así renace un estado mágico/religioso, disfrazado de nueva era: ¿otra edad, otra gavilla de años? ¡No! Los augurios anuncian algo tan, pero tan inaudito como la mágica “Cuarta transformación”, ni más ni menos. La circunstancia me ha obligado, por consiguiente, a repasar peculiaridades del Quinto Sol en La historia de los mexicanos por sus pinturas, siquiera para estar a la altura e imbuirme del espíritu de esta recreación, este nuevo sol creador de una humanidad y un mundo más duraderos.

No cabe duda de que a una buena porción de coterruños no sólo les es ajeno el espíritu del siglo XXI sino que, irremisiblemente dependientes del paternalismo, mantienen vivo el síndrome del vencido con todas las peculiaridades tan bien descritas por Ramos, Octavio Paz, Jorge Portilla… Qué peculiar mestizaje éste –susurro para mis adentros- porque aferrado a la negación de sí mismo, no le bastan 500 años para asumirse real y alzarse sobre sus propias sombras. Desde los vestigios del Templo Mayor observo y oigo a mi alrededor, como caída de otro planeta. Ajena al modo popular de sentir y no pensar la política, me invade el vocabulario de excrecencias del habla que habla, hiere y no dice nada. Entre la abundancia de signos resguardados en el Museo, concluyo que el Xipe Tótec de los mexicas es el que mejor ilustra la complejidad  de un México cargado de máscaras, cruel en lo esencial y sólo arrojadizo en los móviles más bajos. Pero afuera… ¡Huuuy!, pues afuera palpita el México plural, multitudinario, intimidante e inescrutable que demuestra que lo que es, es como es.

Este reconocido dios rojo, castigador ejemplar de los que hurtan plata y alhajas,  es tan terrorífico como la Coatlicue, intimidante como la Coyolxauhqui desmembrada por su hermano Huitzilopochtli y tan misterioso como la cosmogonía mesoamericana abatida a punta de arcabuces, crucifijos, cañonazos, hogueras, cetros, catecismos y una poderosísima interpretación de la vida y la muerte supeditada al estigma del pecado original.  También protector de orfebres y plateros, invariablemente se lo representaba recubierto con la piel sangrante de una víctima humana recién desollada. De arriba abajo, esa suerte de segunda naturaleza lo cubría por completo, como de una nueva capa de tierra en primavera se tratara, salvo que en la mayor parte de las imágenes llevaba colgando  de las muñecas las manos de la víctima aún unidas a tiras de piel sanguinolenta.

Lo observo en ésta o aquélla manifestación y me estremezco: el dios, redivivo, habla aún y todavía se manifiesta. Compleja como es, inclusive inescrutable desde la perspectiva helenocentrista, reconozco que perviven vestigios de la cosmogonía nahua en el talante de nuestro peculiar mestizaje: mezcla que con “naturalidad” absorbió para sí lo mejor y lo peor de dos mundos inconciliables y dos modos de ser, estar y creer. La corrupción de los españoles, por ejemplo, tan adherida al talante y a su modus vivendi desde que Dios es Cristo, como bien se dice,   entró por la puerta grande a estas tierras de promisión -no obstante las costumbres aborígenes en contrario-, y consiguió fundirse al alma de los colonizados hasta lograr que, “independientes”, superaran a sus mentores.

En contrapunto, perdura el legado aborigen en tantas maneras de ser y expresarse, de simular  y de actuar que inclusive los extranjeros dicen reconocer quiénes somos casi a simple vista. Sin embargo, el ojo ajeno tampoco descifra la cara verdadera bajo tantas máscaras. Esto significa que en la mirada del otro se refleja una identidad engañosa que nos define sólo por lo aparente.  Tal interpretación, por desgracia, no nos ha sido favorable desde los días coloniales.  De hecho, si observan de fijo al Xipe Tótec les costará precisar al yo que se oculta bajo la piel del enemigo. El cuero externo que lo cubre como otra naturaleza, el que se pinta y repinta para agregar más elementos al engaño primordial. Así que, como todo lo demás, el dios también es engañoso.

Estremecida por el horror en estado puro y fiel a nuestra visión de las cosas, huyo de la energía tremenda que emana “Nuestro señor el desollado”. Su sólo aspecto haría palidecer a la mismísima y aterradora Medusa.  Empero, lo peor de su crueldad va más allá de lo aparente. Pienso que la piel muerta que lo envuelve no es en lo esencial distinta al hombre (dios o sacerdote) que vive en el interior, revestido o semi oculto bajo el caparazón del “otro” recién sacrificado. Miro al dios, miro a mi alrededor y, una vez más, hija de mi tiempo, me inquieta el alcance de lo humano: algo difícil de escudriñar en entornos tan revueltos.

En la plaza, mientras tanto, un grupo de danzantes disfrazados con plumas, colorines y no sé qué taparrabo, sin duda también mestizado “a nuestra manera”, realiza sus números alrededor del anafre con copal humeante. Decenas –por no decir cientos- de vendedores de toda clase de fuchinas y fritangas pestilentes, me recuerdan la maravillosa descripción de Cortés del mercado de Tlatelolco, aunque ésta del espacio aledaño a la Catedral es su versión más decadente o degradada. Un grupo familiar se acerca a la vendedora de patas de pollo. Los humores que salen de la lata inmensa donde hierven patitas pellejudas y  amarillentas, con sus uñas visibles y sus dedos  temblones, me causan náuseas, pero los que aguardan turno para comprarlas se relamen los bigotes. En cucurucho de periódico niños y adultos llevan su delicatessen como si cargaran algo precioso, y sin tardanza se apresuran a comer con singular deleite. 

Tantas y tan diversas imágenes insólitas anulan, en cosa de segundos, cualquier interpretación de la realidad que, no sin sonreír, me lleva a decir: ¿de qué te sorprendes? ¡Disfruta el surrealismo!