Martha Robles

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Meditación sobre la tristeza de nuestros días

Muerte en Samarra

La pandemia nos impuso una relación extraña con la enfermedad, con los otros, con los cuerpos, con nuestro carácter y la manera de pensar o no pensar, de reaccionar y hasta de movernos, mantenernos quietos y comer o no comer. Alteró, además, la idea del tiempo y extrajo del pensamiento mítico la figura de la Muerte, con todos sus atavíos. De pronto cobró actualidad la imagen de la espada de Damocles que, atada a un solo pelo de la crin de caballo, se balancea peligrosamente sobre nuestras cabezas.

Confinados en un extraño estado del que todo ignorábamos y para el que solo los sabios están preparados, la mayoría sacó lo mejor o lo peor de sí.  A fuerza de sumarse, los días se volvieron espejo del declive amenazante que, en todos los flancos, comenzó a multiplicarse. Los violentos se escudaron en la adversidad para dar rienda suelta a sus demonios, los abusivos afilaron garras y colmillos porque mansos, autoridades y conformistas no reaccionaron a los cambios y los depresivos hallaron excusas para sumirse en el lado oscuro, en la melancolía, en la murria o en lo que se llamaba acidia en el Medievo. 

Observo a mi alrededor y confirmo que la situación es poco propicia para que los virtuosos asomen la cabeza. Con auxilio de estrategos diestros, ellos podrían contrarrestar la revoltura de desánimo, enojo, infecundidad, frustración, desesperanza y triunfo de los oportunistas que  nos invade. Es sin embargo tan escasa nuestra producción local de sabiduría como pobre la receptividad de la mayoría para aprovecharla o siquiera valorarla. En suma, que en estos meses eternos se nos metió la tristeza al cuerpo. Se agravó la melancolía porque no existen elementos para creer que puedan mejorar la expectativas. Es innegable que la desesperanza ya afecta nuestros modos de ser y de estar, al grado de creer que nos aguarda aún algo peor: el inminente triunfo del totalitarismo tan temido.

 Nunca estuvo tan a flor de piel el sentimiento de fragilidad. Cambiaron las costumbres, las distracciones, las rutinas y los duelos porque un virus nos forzó a deslindar lo fundamental de lo secundario, justo en pleno dominio de uno de los gobiernos menos confiables. Esto nos obligó a ser otros sin dejar de ser los mismos. También nos  empobreció y nos enseñó que era ilusorio lo que teníamos por sentado. La Muerte recobró su condición de inmensa sombra y, como en el remoto pasado, su presencia se encaramó a la supremacía de los dioses.  En mi caso, acudo a la literatura para sobrellevar  lo inexorable porque la de la guadaña se presenta donde y cuando menos la esperamos. Lo ilustra a la perfección “La Muerte en Samarcanda”, antiguo cuento persa que sigue inspirando a autores de todas las culturas. El asunto invita a pensar en la fatalidad del criado que, tras comprar provisiones en el mercado, regresa desencajado ante su amo, con la canasta medio vacía.  Empavorecido, le dice que una mujer se adelantó entre la multitud para hacerle gestos que lo dejaron sin aliento. “Cuando me volví vi que era la Muerte que me llamaba”.

-Amo –agregó sin contener la angustia-, quiero que me prestes tu caballo para irme a Samarra. Allí la Muerte no me encontrará.

A sabiendas de que nadie escapa a su destino, el amo le prestó su caballo y, sin tardanza, el esclavo salió huyendo a todo galope. Cuando el mercader regresó al bazar a vender sus tapetes divisó a la Muerte. Era la única mujer que no se perdía entre la multitud, aunque su presencia no le pareció intimidante.  Convencido de que no era su hora, le preguntó: “¿Por qué amenazaste a mi criado esta mañana?” “No, no lo amenacé –respondió. Más bien me asombró verlo aquí porque tengo una cita con él esta noche en Samarra”.

La fatalidad ha sido uno de los grandes temas no solo de las letras, también de la filosofía y las religiones. La frecuentan autores tan alejados entre sí como Po, Oscar Wilde, Kafka, Hemingway, García Lorca, Cortázar, Yourcenar o García Márquez.  El verdadero escritor sabe que no importa cómo, en dónde y cuándo nos aguarda la Muerte porque, hágase lo que se haga, el encuentro habrá de cumplirse. Es lo que griegos y persas remotos  consideraban inapelable o determinación del destino. Sea en Las bodas de sangre, Cita en Samarra, La muerte en Bagdag o en la brevedad de “La Muerte” de Somerset Maugham, la reflexión sobre el acto que sella la vida puede contarse de maneras mágicas, realistas, simbólicas e inclusive poéticas, pero como se ponga, la Muerte es lo ineludible. Lo que merece una consideración, sin embargo, es si en circunstancia como la que estamos padeciendo vale suponer que el destino no nos deja alternativas o si, por acaso, de veras los hombres podemos y debemos enmendarle la plana a lo que nos parece difícil de soportar.

A diferencia de la historia, la inflexibilidad del destino tiene su perfecta correspondencia con la visión trágica de la vida:  de antemano se sabe, porque se ha profetizado, que al héroe le ocurrirá una desgracia inmerecida,  algo tremendo e inevitable, difícil de resistir. Freud se valió de está dinámica justamente porque durante el cambio de fortuna hacia lo nefasto interviene un fallo, algún descuido o el error cometido por el propio personaje, inclusive sin mala intención. En tal fisura fundó su teoría del psicoanálisis.  A diferencia del móvil del inconsciente, los griegos creían en la realización inexorable de lo previsto y anunciado por los adivinos.  En casos como los de Edipo o Antígona, por ejemplo, no quedaba más que acatar el Mandato, sufrir la desesperación subsecuente y activar la cadena de desgracias que sobrevienen a la “decisión” del personaje trágico. Y es que, de todas maneras, estaba previsto que el drama ocurriera con yerro o sin él: algo similar, por cierto, a la idea cristiana de la voluntad divina y el libre albedrío, pues el Creador no ignora cuál será la decisión que nos lleva a perder o a salvarnos, pero igual “lo permite”.

Respecto de nosotros hoy o inclusive en los dramas de Shakespeare, podemos entender el sentido trágico como la torpeza que no calculamos en su momento, sino hasta sufrir las consecuencias.  El “mal paso”, la mala decisión, yerro o tropiezo nos llena de arrepentimiento a posteriori, cuando la idea del Destino cobra su total significación y, como los héroes, igual pedimos misericordia desde el fondo del alma. Solo entonces aceptamos nuestra incapacidad para componer la torcedura causada por nosotros mismos, para nuestra mayor desgracia. Ante la imposibilidad de evitar o siquiera modificar lo anunciado y el efecto de ese acto o elección equivocada, nos emparejamos con los desesperados de siempre: pedir misericordia y piedad a los dioses.

Aun estando lejos de sucesos portentosos y tramas tan simbólicas y representativas como las de Sófocles, Eurípides, Esquilo o más acá del invaluable Shakespeare,  nos ha tocado darnos cuenta de cómo funciona el movimiento trágico, enredado de manera inexorable a los juegos del destino. El Covid-19 nos ha metido en esa dinámica de los errores, de la confusión y los yerros que ponen en un primer plano nuestra tremenda vulnerabilidad. Edipo es el perfecto ejemplo de que el destino te aguarda a donde te muevas y hagas lo que hagas para evitarlo. Edipo, Casandra y qué decir de Antígona, la más moderna de los trágicos por su empeño en desafiar el Mandato. Nuestra realidad, por desgracia, no está abierta a la grandeza de los personajes griegos, sino más próxima a las pasiones, bajezas y conflictos genialmente logrados por Shakespeare.  Lo más terrible de esta tristeza que nos habita es que vemos que no hay previsión ni cierta solución razonable para contener el declive.

Aun en el pensamiento trágico es posible intervenir hasta cierto punto, cuando la humanidad hace uso de sus atributos para modificar o al menos conmover al mismo Padre del Cielo, como le ocurriera al muy desdichado Hércules. Nuestra racionalidad sirve, entre todo lo demás, para no facilitarle la tarea a la Parca, pero de cordura es una de las mayores carencias en nuestro medio. Esta verdad empeora la tristeza que nos habita porque, también frente al acecho del virus, tanto las acciones del gobierno como la tontería resignada de los gobernados convergen en el mismo yerro.  Ante lo prudente y lo desfavorable, ambos eligen lo nefasto.