Martha Robles

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Memoria infiel. De la cuna a la tumba

Fotografía antigua de niño muerte. De internet.

El rayo cayó de madrugada cuando Juan Nepomuceno, mi hermanito más pequeño, el octavo, murió de neumonía en un hospital, a los tres meses de haber nacido. El rostro de la muerte nos sorprendió al despertarnos y encontrar al bebé tendido sobre la mesa de la sala “como un Niño Dios”. El estupor empeoró al observar enlutados de arriba abajo y en rigurosa línea paterna, la imponente llegada de la bisabuela, los abuelos y los tíos que, en medio de un silencio que calaba hasta el hueso, dramatizaban la escena tocando forzadamente nuestra mejilla infantil para dejarnos la huella obligada de su compasión. Tan iguales y tan distintos, uno tras otro se iban sentando  alrededor del difunto que apenas llegamos a conocer. El aroma de nardos y azucenas cercando al bultito inerte y amortajado, se dispersó por la casa que, para disgusto de papá, mi madre había hecho pintar de rojo en pleno embarazo. Adherido como dulzor punzante, el olor abría mis  sentidos para situarme en el espectáculo funerario como testigo invisible: observaba sin ser vista; pisaba sin dejar huella, sin nada que me relacionara con gente que solo el apellido identificaba como familia, “la huella de sangre”. Solo era “alguien” que andaba por ahí deambulando: “una de las hermanitas, si, la tercera”. Y yo, sin saber qué hacer, escuchaba susurros, frases aisladas,  voces que no paraban de repetir: un angelito, el más hermoso de todos; tan rubio y rosado… Apenas lloraba. Luego, recomendaciones ociosas: hay que ponerle una cinta negra a las niñas para llevarlas al camposanto vestidas de blanco. Tráiganlas aquí, para que se despidan de Juanito. Yo no quería mirarlo. Me asomé de reojo hacia el cuerpecito mientras unos brazos masculinos lo depositaban en su féretro blanco, envuelto en un lienzo blanco, con su carita blanca y tan poderosamente presente que trasmitía lo tremendo que solo consigue sellar el primer individuo que nos coloca frente a la muerte.  Yo no era yo: era la niñita  que merodeaba entre el portal y la sala de la casa diseñada y construida por Luis Barragán, mientras que el inconsciente se atareaba en recoger pormenores que quedarían entallados en la memoria que, débil y caprichosa, tiene el poder de formar carácter.  Sentí que algo pedía ser dicho y no había palabras. Mi vocabulario interior estaba sobrepasado por el suceso. ¿De dónde, cómo obtener vocablos para nombrar miradas, gestos, sensaciones, espacios, signos de miedo o pausas que me situaban frente a la muerte? Vi rostros adultos en riguroso luto, pero en ninguno encontré respuestas que requería con urgencia. No era el murmullo lo que acentuaba la lobreguez, era el sigilo como soplido helado lo que se alojaba en el alma.

Horas después, al pie de la tumba,  mi madre lloraba, ¡cómo lloraba! ¡Y cómo habría de llorarlo de ahí en adelante! Yo no dije palabra ese día ni los que siguieron. La memoria continuó procesando el suceso hasta volverlo recuerdo vivo del niño muerto: un episodio que lejos de perdurar en imágenes fijas que vuelven de golpe, sería evocado como un fantasmal filme mudo durante mis años de crecimiento. En esa “película” sin color ni final, ni sonido ni guión reaparecían los mismos dolientes e iguales gestos, salvo que en mis versiones nocturnas cada uno se convertía en guía que mostraba otra escena, otra historia ligada al entorno que llegué a sentir asfixiante. Aquel México cerrado era profundamente anodino y negado para las fábulas, como no fueran las del universo rulfiano. Del episodio del niño muerto a las vísperas de la salida definitiva de Guadalajara, la memoria trasmutó en agujero negro, aferrado al olvido.

Cierto, la memoria es infiel, pero recordar el funeral del pequeñito Juan Nepomuceno, precisamente en la casa que yo tanto amaba por su diseño, me permitía descifrar el lado oculto de cosas y gente en espacios que veía como un todo inseparable de la historia, del padre y del medio que lo engendró y consagró su palabra.  De ahí mi costumbre de abrir  la gaveta de un armario donde permaneció guardada su canastilla entera, regalo de sus padrinos sin hijos propios: toquillas tejidas y sabanitas de opal bordadas, su medalla de oro, una sonaja de plata a juego con plato y cuchara, biberones y ropita preciosa cosida a mano, un rosario perfumado de palo de rosa con las bendiciones del Papa “traídas especialmente del Vaticano…”: Prendas de una memoria de dolor diferido. Objetos de culto saturados de aliento lúgubre. Fetiches de un medio cerrado, dominado por el clero que se infiltraba hasta el hueso en las casas no religiosas. Eran tiempos en que la Iglesia era dueña y señora de vivos y muertos, a pesar del laicismo. Un manjar, pues, para la imaginación freudiana.