Martha Robles

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Memoria y olvido

imagen del nationalgeographic.com

Lo miré morir sin precisar mi estupor. Algo tan viejo como nuestra especie, la muerte era nueva: el misterio, lo inconcebible. Sabía que era el fin, pero nunca antes percibí al detalle el tránsito de persona a nada, de ser alguien a cuerpo vacío. Observé el instante en que en vez de memoria quedaba un silencio sombrío. Su agonía era el “regreso”, un proceso contrario a la gestación y al nacimiento. Pensé que el recién nacido se mueve, gime y va generando recuerdos que le permiten relacionarse. Al principio lo hace por impulso, como buscando el eje de una armonía entre coordinación y memoria, entre saber primitivo y retentiva; luego, la remembranza hace lo suyo cual lubricante vital de la mente, de los sentidos, del conocimiento. Sin memoria no hay pensamiento. Para ser y estar; para decir, entender, padecer o disfrutar, todo se supedita a su dictado puntual y riguroso. No por nada, desde los días de Platón hasta la sabiduría popular se dice recordar por despertar.  En cambio, el que se va retrocede hacia la inmovilidad y el olvido, pues el ciclo del ser es redondo.  La memoria es su núcleo y motor.

Me mantenía atenta a la proximidad de la muerte: no más recuerdos pugnando por aferrarse al atrás. El vitalicio surtidor de imágenes, voces, sensaciones y figuraciones se le iba debilitando a cuenta gotas, sin guía hacia adelante. Agonizaba: la lentitud se le metía al cuerpo en tanto y, a saltos, procuraba hablar unas horas atrás. Mal y poco, se expresaba todavía. Más bien balbuceaba, como si se fuera borrando la pizarra del lenguaje. Quería decir algo, lo que fuera para no romper  el eslabón entre hablar y recordar. Musitar era vivir, seguir acá, en este lado. La voz disminuía cuanto más se adelantaba el olvido. Entre pausas le iba ganando el silencio a él, que tanto gustaba presumir su dominio de las palabras. Sabía que perecía, que se le iba la vida, pero como podía se esforzaba en hallar algunos vocablos. No muchos ni muy claros,  ya que si en verdad el Verbo era  el principio, su pérdida sellaba a su vez el fin.

Impuesto el silencio, la inmovilidad se volvió rigidez y el olvido me recordó lo absoluto. Algún gesto reconocí en su rostro; a poco, nada: apenas cadáver cuando al abrir la ventana desapareció el color, el calor, el soplo en fuga que percibí al alborear. No más historia. No más recuerdos caprichosos ni narrativas a modo. No más presiones ni pesares; tampoco aprensión avivada a distancia. Zeus, el Padre del Cielo, portador del rayo, se manifestaba por última vez en toda su magnitud o en toda su pequeñez.  Yacente ahí, no era más lo que era: un muerto más insignificante que grande al que, imbuidos de temor y temblor, le atribuimos ficciones y capacidades extraordinarias.

Evoqué a Kafka y la genialidad del absurdo cuando, a propósito de funerales recientes y de existencias dramáticas que agitan nuestros días, comprobé que la memoria es la savia de nuestras vidas, contenedor del pensamiento, relator  interno y una extraña facultad de “traer” al presente impresiones, huellas, cuentos e información pasada. No me extrañó que Giordano Bruno la creyera “el alma del mundo”, pues sin su registro nada tendría sentido. Ni siquiera existiría el lenguaje. Tampoco podríamos dar forma a las cosas que suponemos conocer y re-conocer.  En ese espacio virtual o no-lugar de la mente que tanto nos intriga se gesta una historia secreta que crece, disminuye y se transforma sin atender lo aparente. Tiene además la particularidad agregada de inventar, borrar, acomodar el relato y/o transformar la historia, acaso a partir de un recuerdo inicial.

El cuerpo envejece, la mente envejece y en ese deterioro natural la memoria se afianza, mantiene su marcha o se debilita. Inclusive se degrada por causas misteriosas. Sentí el rayo cuando, sentada frente a mí, una víctima de Alzheimer me miraba tan de fijo y desde un silencio tan penetrante que intenté leer algo en su gesto despojado de historia. Una sensación helada me recorrió de punta a punta. Ante el olvido del otro, percibí la intensidad de la memoria. Acaso era la intuición recóndita de la existencia de una suerte de memoria acallada o atrapada en ese ser sin habla, dicen que sin recuerdos y aún en sí, aunque paradójicamente fuera de sí. Alguien aún que me parecía como muerta viva  o viva muerta por haber sufrido la terrorífica desgracia de olvidar, de olvidarse.

Soporte del ser y depósito de lo que se sabe después de que el olvido o la inadvertencia  arrasa a capricho con lo fundamental y/o lo secundario, confirmo que recordar es vivir, como cantaba maravillosamente Aznavour. Es tener sentido en presente y una ruta hacia adelante, solo porque pervive el atrás. Suelo asociar la agonía de El Quijote con el extraño fenómeno de la “lucidez terminal”, observado desde la Antigüedad. Me refiero a la súbita recuperación de quien, en el umbral de la muerte, recupera razón, habla y memoria. Hipócrates atribuía este peculiar suceso a una suerte de vida interior oculta o memoria de la memoria que subyace a pesar de enfermedades físicas o mentales. Razón del ser, del alma, savia fundamental o privilegio de quienes ven el despertar antes de entregarse al cabal olvido, lo cierto es que la memoria es un don inapreciable. Sin embargo, si es difícil descifrar la mente, más intrincada es la memoria que deberíamos cuidar y cultivar como a la palabra y el silencio, implícitos en el enigmático origen del Verbo.