Martha Robles

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Más polis y menos poder

 Ante el tirano Creonte

 

  No ha habido poder por encima del absoluto poder de matar. Intimidada por esta verdad tremenda, en la gente pacífica recaen las consecuencias del abuso y la impunidad.  Aunque los pueblos han discurrido sanciones, políticas y fórmulas cívicas para contenerlo siempre acecha algo amenazante que inclusive bajo formas no tan visibles, incrementa el estado de indefensión individual o colectiva. Cuanto más temerosas la comunidades mayor su vulnerabilidad: de ahí la fuerza que han adquirido los terroristas, porque añaden el factor sorpresa a la supremacía de tiranos, dictadores, sectarios y asesinos que saben que infundir miedo  y hacer sentir que sin deberlo, esperarlo ni temerlo, cualquiera puede convertirse en víctima.

Privar de la libertad a otro,  por secuestro o porque un gobierno se atribuye la facultad de encarcelar y negarle el derecho a una persona a ser enjuiciado conforme a las leyes es práctica abominable, a la altura de la anterior. La libertad es tan valiosa para nuestra especie que cualquier prisionero o rehén está dispuesto a morir antes que perderla.  Siempre estará Antígona para recordarnos que al elegir su propia muerte desafió el poder del tirano, transformó el destino de la polis y dejó asentadas las diferencias entre dominar y gobernar, entre intimidar, acatar una orden superior y adueñarse del propio destino. Es de esta mujer emblemática el antecedente, válido aún, de que el acto más trascendental de nuestra especie y el que más efectos individuales y sociales produce es precisamente la búsqueda y la defensa de la libertad.

Son estos temas, el de la capacidad de matar y la libertad, los fundamentales de nuestro tiempo. De ellos derivan los mayores dilemas de las democracias y la economía global. Ante la supremacía de los intereses económicos y del sufrimiento que causa el imperio de este absoluto poder irracional,  las actuales generaciones han descuidado el  derecho a vivir dignamente al grado de convertirse en rehenes de estas novedosas formas de subyugar y matar, inclusive al planeta. Y por el cúmulo de conflictos cada vez más complejos que ni los gobiernos ni los partidos y mucho menos las religiones están en aptitud de subsanar, es hora de considerar si el neoliberalismo global merece tanto dolor y si ante tantas desgracias causadas por los errores sostenidos y acumulados no es hora ya de rectificar con valentía  desde nuestra concepción de los varios poderes hasta la política y el compromiso de gobernar.

El arte de gobernar es una combinación de talento y logros civilizadores, internos y externos, que comprometen facultades, deberes, normas y derechos supeditados a los tres elementos regentes de las sociedades abiertas:  instituciones, ciudadanía y bienestar  social. A salto de ensayos la historia demuestra que los problemas  están vinculados a la continuidad indiscriminada de errores tan evitables como la pobreza masiva, la injusticia, el deterioro del medio ambiente, la concentración de privilegios y la falta de equilibrio entre derechos, soluciones y libertades.  Gobernar con sabiduría, por consiguiente, significa propiciar los medios para equilibrar a la sociedad y mitigar las causas evitables de su sufrimiento.

“Las mejores naturalezas” lo son hasta probarse en el poder y ser capaces de crear confianza en los gobernados. Ni en su hora, sin embargo, fue considerada realista esta hermosa manera de consagrar a los más dotados o mejor formados porque casi nadie se sustrae  de manera voluntaria de la tentación autoritaria. En este mundo convulso, donde la razón y el saber del gobernante no aventajan a la intuición política, al pragmatismo o a la habilidad de resolver y negociar antes que imponer, los pueblos prefieren al otrora individualizado un orden institucional confiable, un orden legal que garantice el justo ejercicio de derechos y libertades, un orden democrático basado en la justicia, la confianza penal y la administración del bienestar.

Por malformaciones colectivas o lo que los griegos llamaran destino, sin embargo, hay países como el nuestro que  no pueden o no parecen dispuestos a elevarse por encima de su historia y atreverse, de una vez por todas, a crear un Estado emparejado a los mejores, no a los que avergüenzan.

La capacidad de adelantarse a su tiempo sin dejar de atender el presente es atributo de verdaderos y grandes políticos. Para Churchill, el hombre de Estado es el que gobierna pensando en las siguientes generaciones y no en las próximas elecciones. Tener la visión de un gran Estado y contribuir a lograrlo es un don poco frecuentado en la historia mexicana. Se repiten los malos y peores mandatarios. En vez de rectificar, agravan errores  y prefieren el mesianismo errático a la sensata tarea de actuar con lo mejor de lo recibido. Los incultos o casi alfabetizados forman legión desde el siglo XIX. Apenas uno o dos nombres merecerían si no recordarse por sabios, al menos reconocerse por su prudencia. Los tiranos atenienses que le hicieron decir a Platón que condenaban a inocentes y desataban luchas e infamias para su beneficio y en detrimento del pueblo, no serían diferentes a la muchedumbre de brutos y sinvergüenzas que, en circunstancias distintas, han gobernado nuestro país. Su torpeza, aunada a la codicia que los iguala, refleja el talante popular. Ha sido débil la ciudadanía, terrible la ignorancia, frágil el orden social y tan atrasada la ética como deficientes los poderes legislativo y judicial.  Por eso estamos en el estado de debilidad que estamos.

Antes que aguardar un iluminado, México debe democratizarse y madurar, dignificar el concepto de ciudadano y empeñarse en superar el estigma de su tentación de la derrota. No podemos ni debemos continuar siendo y actuando como un conglomerado primitivo, marginado de los logros culturales de los mejores.  Debemos exigir un Congreso responsable y un Poder Judicial independiente y respetable. El Ejecutivo no puede ni debe estar sobre los demás. Tampoco las agrupaciones que delinquen para presionar amparadas por la certeza de su impunidad. Gobernar exige talento político, principios éticos, equilibrio,  tolerancia y conocimiento de la realidad para hacer lo más con lo menos.