Martha Robles

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México entre vacunas

La experiencia anterior me había preparado para otro baño de masas, pero no acabo de entender que México es una caja de sorpresas. Cuando acudí a la segunda toma de la vacuna coleccioné (más) asombros. Primero, la profusión de vendedores que apenas dejaba espacio para andar de uno en fondo; luego, mientras caminaba en dirección a la entrada de Six Flags, una muchedumbre de “guías” consultándome como robots si podía caminar. Una vez que reiteradamente indicaban seguir la única dirección posible, otro “servidor de la nación” tuvo la cortesía de preguntarme si sabía leer y escribir. Todo menos eso esperé en el populoso paisaje surrealista, donde pululaban tantos o más becarios de la 4t que aspirantes a ser inyectados, que por cierto éramos muchísimos. Sin aguardar mi respuesta, el comedido joven se aplicó a garrapatear signos ilegibles sobre el papel.  Dizque copió mis datos de la credencial del IFE  porque, con alma de gramático, corrigió la s de Robles con una z bien grande que no dejaba lugar a duda.

“Es con s, le dije casi con timidez. Y él, convencido de estar en lo cierto, me aclaró que el plural de roble es roblez. No, pues ¡ni hablar! Haberlo sabido…  Y respecto de los números del IFE que transcribió equivocados, otra prueba de por qué México está en los sótanos del informe PISA. En vista de que hace mucho decidí no discutir –y menos con “la autoridá”-, recibí el jirón del papel garabateado y, como mis compañeritos de fila, me mantuve atenta al sin fin de instrucciones a cual más de obvias. Después de todo, no había ido a una clase de ortografía ni a corroborar la oportunista propaganda de MORENA; tampoco a enterarme de por qué había soldados, sino a recibir la dosis de Sinovac que me faltaba. Así que, con los ojos bien abiertos, aguardé sentadita mi turno. En conglomerado tan heterogéneo, sin embargo, la sociología pedía a gritos ser atendida. Y motivos de curiosidad no faltaban.

-“Siéntate acá, madrecita” –indicaba uno. “No se me desesperen, abuelitos” –añadía la gordita más diligente mientras, móvil en mano, nos hacía avanzar como si jugáramos a las sillas. A su lado, otra muchacha con los brazos tatuados anunciaba a “los de la fila” que “ya mero les va a tocar”. “Ya todos traen su papelito? No lo vayan a perder… Cuídenlo bien...”, añadía otra, a quien entusiasmo no faltaba. Mi vecino de atrás, de aspecto bastante deteriorado, despedía un tufo a alcohol que llamó la atención de los del chaleco e hicieron traer a “la supervisora”.

-Señor, así no se puede vacunar. No se cómo lo dejaron pasar.

-¿No? ¿Pos onde sí?

-Aquí le toca, pero viene usted borracho.

¿Yo? No, señito. Hoy, no he tomado.

Entre que si y entre que no,  los comedidos se lo llevaron a medio andar y nos dejaron a los mirones sin saber en qué acabó el episodio. Mi escribano, bolígrafo en mano, siguió frente a mi mirándome con extrañeza mientras yo daba un vistazo a mi alrededor como para no perder detalle de realidad tan insólita: mesas con material de primeros auxilios, bolsas para entregar una botellita de agua, una “alegría” y una manzanita blanca de Chihuahua a los que ya iban de salida, también enfilados; un grupo de bata blanca para “auxiliar” a los que reaccionaran a la fórmula china. Soldados armados… También vi las mantas con mensajes al rojo no tan sutiles; al frente, separados de los demás, decenas de ancianos en sillas de ruedas a los que se les notaba el zopilote en el hombro. Abundaban gritones que indicaban a los vacunados mover “con ánimo” los brazos “arriba y abajo; arriba y abajo…” al ritmo de la rumba que, en vivo y a todo color, interpretaba un grupo situado al frente del todo con las bocinas a todo lo que daban…  Más acá iba y venía un payasito que provocaba más lástima que curiosidad. Y como en los circos de mi infancia, estaban la de los globos, los volantes y dos o tres aprendices de  cómicos, cuya presencia amenizaba el entusiasmo electoral de una 4t que más y peor desciende en vez de siquiera elevar su nivel un puntito.

El enredo de espectáculo, campaña de vacunación y propaganda, sin embargo, no fue lo más curioso, sino la verdad que observé entre los dos grupos humanos igualmente desamparados, a pesar de las diferencias de edad: los ancianos, en mayoría en malas condiciones físicas, económicas, educativas y psicológicas, y la franja de adolescentes y veinteañeros que se veían atrapados en el mismo drama social de los abuelos. Ambos extremos se igualaban en la innegable carencia de garantías vitales; es decir, los de entrada y de salida de la actividad laboral compartíamos el mismo abandono en la sociedad.

Mientras que los mayores exhibían el pasado que cada uno llevaba a cuestas, los jóvenes, un presente con inmensas limitaciones. Dos generaciones tan separadas entre sí representábamos al mismo país quebrantado. No era alentadora aquella evidencia apretujada bajo las lonas de un “parque de diversiones”.  Reconocernos igualados en lo que más lastima a los pueblos me causó una honda tristeza por ellos, por nosotros, por tantas desesperanzas, por tantos empeños desperdiciados y sin sentido. La verdad no requería explicaciones: pobreza mayoritaria sin opciones e igual inseguridad ante el futuro inmediato. Si los de salida somos la evidencia viva de los logros y/o fracasos inequívocos del país, los ninis dibujan la inmensa franja de jóvenes con elementales bases educativas y escasas posibilidades de acceder dignamente al mercado laboral. Unos y otros parecíamos gritar el verdadero estado del país. Sin distingo de clase social,  a la población ya no se la puede atarantar con engaños ni demagogias mesiánicas. Lo que vemos a diario –y especialmente en conjunto- es lo que es.  Las máscaras ya no funcionan. Entiendo por qué la irritación es cada día más evidente, más agresiva y más compartida por millones de víctimas  de la ignominia.

A fin de cuentas, la pandemia ha sido un inmenso y prolongado escaparate para exhibir la verdad social, política, económica, cultural y sanitaria de México, con todas sus miserias. El manejo de las políticas públicas en la salud, la enfermedad, la educación y demás necesidades básicas y servicios asistenciales son indicadores que no mienten sobre este tremendo subdesarrollo. Avanzan meses –y ya años- y no conocemos un plan económico. Nada sabemos de un proyecto de desarrollo con progreso. Ningún aviso sobre energías limpias y cuidado del medio ambiente. Nada sobre seguridad social; nada sobre garantías vitales… Vaya, pues ¿cuál es el propósito de esta farsantería en el poder?