Martha Robles

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Ni peras ni olmo ni escritura que nos nombre

Octavio Paz en Mixcoac, donde creció

Sin Ogro filantrópico ni laberinto de soledades ni otras metáforas con que Octavio Paz iluminó su visión de México y su historia: así nos quedamos, con las letras vacías. El gobierno ya no golpea con una mano y premia con la otra porque cedió al desgobierno el poder de mandar. Nadie le pide peras al olmo porque del árbol caído todos hicieron leña. El neblumo sobrepasó al tiempo nublado. Del compromiso social de la revolución no quedó ni sombra de su memoria; y del laberinto… Pues que en el laberinto no hubo Minotauro, ni Ariadna, ni Teseo, ni virgencita de Guadalupe: sólo víctimas hacinadas en corredores oscuros, a la espera del campeón que descubra la salida de todos los males.  

El México en movimiento que Octavio observó al través de la mirada de su abuelo Irineo, inspiró los versos de su inigualable y tremendo  “Pasado en claro”. Tiempo en filo, higuera, prodigio y enredo de vivos y muertos que lo vieron  crecer, encumbrarse y morir durante un siglo XX atribulado, aunque tuvo sus indicios de luz. Su mundo acabó fechado, como acaban los que sueñan la heroicidad y sólo pasan del vómito a la sed, como fuera la vida del hombre habitado por demonios que lo engendró. Por él conoció de lo que se trata el abismo que ahora nos alcanza. Lo padeció desde la  violencia que parece pegada al hueso ancestral de nuestra gente.  Infernal designio el de su padre, su hora, su origen, su manera de agredir, de ofender, de encumbrar al macho, el gran chingón… Y valiente manera de Paz, el hijo, de ponerle nombre a una realidad que ahora nos devora. Veo el país que nos tocó. Veo a su padre y pienso en las infamias que nos cercan.

atado al potro del alcohol,

mi padre iba y venía entre las llamas.

Por los durmientes y los rieles

de una estación de moscas y de  polvo

una tarde juntamos sus pedazos.

Pedazos de memoria alimentada en los “criaderos de alacranes” que suyos, míos, de tantos nosotros que caminan sobre escombros aguardando ser alguien en tierra de vencidos y derrotas. Machos como el padre abonaron la semilla del mal que reina en nuestros días. Hombres como Octavio nos dejaron la palabra para deletrear el  mundo de cactus, de espinas, de serpientes, de volcanes y de espejos tan oscuros que más y peor nos muestran el subsuelo de la muerte. Las cosas, es cierto, son las mismas y son otras porque el delirio colectivo las transforma. Abro los libros, sigo su línea de luz, aguardo el instante en que la Palabra se instaure donde solo la voz es Voz y pienso que sí: acaso nos está dado a los mexicanos alguna vía de salvación. Acaso exista un Logos claro, secreto y tan fecundo que con él podamos abatir la ancestral postración que nos define. Acaso sea posible, sí, descubrir  el enigma del Verbo o atinar con alguna revelación que nos preserve del averno que nos cerca. El acaso es el azar, así que al invocarlo, el deseo nos reduce a espectro, otra vez.

Prendida a la voz de Paz, pienso en su pasado, en el mío, en el presente que nos ata al  horror de esta borrosa patria de los muertos.  Unos aúllan, otros matan, muchos roban, los más se engañan y la mentira se instaura a sus anchas porque aquí a pocos, muy pocos, nos gusta la claridad. A Octavio lo salvó la palabra, su incondicional devoción por La Palabra. Con una madre casi analfabeta y la borrascosa sombra del abogado zapatista, político y Adán de barro que no lo deletreó, pero se infiltró en su obra como referente innominado del autoritarismo explorado en su Laberinto de la soledad, el poeta supo desde pequeño que no veía con los ojos, que las palabras eran sus ojos y que el agua no se bebe: se lee. Supo, pues, lo que a muy pocos está reservado: que no existe lo que no tiene nombre y que él, para ser, tenía que ser nombrado.

Cada vez que veo a mi alrededor, cuando me aturrulla el vocerío y me parece insoportable la dolorosa procesión de crímenes, atrocidades y razones para creer que México ha quedado reducido a inmenso lodazal,  vuelvo a Paz, a la luz de la lámpara que alumbra mis noches con poesía, a las preguntas de Jabès, a las lecciones de Mairena, a los cuentos de Chacel, a los versos de Kavafis y con suerte y tiempo,  a los tránsitos de nombres y universos de un Pessoa que imagino discurriendo identidades y lenguajes como Novo hallara voces/dardo cuando empeñado en dejar sin fama, honor ni cara a quienes eligió como enemigos.

Nunca he creído que el pasado fuera mejor. Tampoco que el presente sea un augurio nefasto del porvenir. Somos la versión más reciente de una historia malograda.   Gracias al talento empeñoso de unos cuantos las cosas no son peores. A veces creo que, como pueblo, somos una palabra sin revés, lenguaje romo, sin sustancia, movido por vientos de dos filos, sin la fuerza que transcurre entre las ideas y la poesía. Pueblo sin letra, sin palabra, sin texto ni contexto, no sabe deletrearse ni nombrarse y tampoco conoce las letras que componen su patria.

Agua turbia, infértil territorio abandonado por sus dioses, vientre dentado, nopalera hiriente: en eso se redujo la ficción de patria que cuando niños sabe Dios quiénes nos hacían creer que era tierra venturosa, entretejida de esperanza y abierta al porvenir, como las vides remotas, fundadoras de culturas prodigiosas. Vuelvo, sí, como de tanto en tanto y siempre celebrando  cada imagen, letra a letra y la voz que serpentea entre sombras adobes, pozos insondables y puertas que se abran y se cierran, a Pasado en claro. Pienso en Paz, en su dolor al desdoblarse en sílabas de lodo y sangre, en las horas dedicadas a la escritura que lo nombraba, que lo inscribía, lo desgarraba y construía al mojar la tinta en el subsuelo del país que jamás logro cambiar.

Yo no se los demás, pero en lo que a mi respecta,  en esta aridez tenebrosa, donde sobra medianía, se impone el sello del crimen y se nota la ausencia del impulso creador, me hace falta Paz. Demasiada bajeza a nuestro alrededor y poco, muy poco talento que nos permita creer que es posible un futuro mejor. Faltan las voces que se alzaban a pesar de la penumbra y ponían sin temor el dedo en la llaga. Elevaban el verso, la palabra y la crítica por encima del vocerío que a fin de cuentas se enredaba a la fiesta, a la canción de protesta y al desenfado natural de la gente quizá porque aún no era tanto el descenso ni los ánimos se atizaban como armas letales.

Salvarse sí, salvarse por la palabra: no hay más. En el lenguaje esta todo. Sin sustancia no hay nada. Y eso es los que más desalienta: el vacío, la vulgar superficialidad del palabrerío que nos acosa, nos invade, nos agrede, lastima el alto concepto que debemos tener de nosotros mismos y de lo que merecemos en una realidad que tuvo todo para ser más digna, pero que por sus complejos el pueblo eligió descender,  igualarse hacia abajo.