Martha Robles

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Noticias del infierno

El grito. Edvard Munch

Sin importar credo o cultura, todos tenemos una idea del infierno. De suyo es el terror, el sufrimiento y el Mal absoluto. Bombazos, migrantes ahogados, balsas del infortunio, mujeres lapidadas, niños famélicos; el Mal, miseria y más miseria: “El otro; el otro es el infierno…”, proclamó Jean Paul Sartre. Estremecida por tantos testimonios de dolor, crueldad, infamias y muerte, repito que sí, “el infierno es el fracaso de la vida”. Sin embargo, hay que repasar creencias del pasado para entender algo sobre la amarga confrontación entre la perversidad humana y la misteriosa beatitud atribuida a la divinidad.
Desde la Antigüedad el infierno sugiere un viaje a Ultratumba donde todo es desgarrador, sombrío, angustioso y en incesante lucha contra el absurdo y el sufrimiento. Mundos cerrados en mayoría y situados en los más bajos fondos, apenas dan señales a los vivos de lo que les espera después de la muerte:  millones de “espíritus” condenados a  vagar vivos-sin vida, presas de un espejismo “creado” para no ser vistos más que por unos cuantos.
 El primer mito relacionado con el sufrimiento infligido  de manera punitiva sería el protagonizado por el sumerio  Enkidú, amigo y servidor de Gilgamés, el héroe de la Mesopotamia que creyó en la existencia de espíritus con mala suerte: tropa de réprobos, los edimú, encargados de atormentar a otros que, en su común amargura, emponzoñan cuanto tocan. Las nociones primitivas del inframundo carecían de retribución o castigo. Aunque de atmósfera enrarecida, eran sólo lugares de muerte, el más allá de la vida. Los indicios éticos idearon el castigo en un reino de sombras o  fantasmas errantes, sin alegría. Como describiera Enkidú, algunos seres inanimados llevan el “cuerpo roído por la polilla, como un viejo vestido”. Los huéspedes de tales avernos no son perversos,  simplemente tuvieron la mala suerte de quedar sin sepultura y sin dejar en los vivos  una buena memoria que se ocupara de su espíritu.
De la mitología babilónica, heredera de las concepciones de Sumer y de Akkad, hacia el segundo milenio aC , proviene el primer código de exigencia moral –el Hamurabi-, que regulaba el orden social mediante penas proporcionales a los delitos cometidos. Derecho y moral, por vez primera en la historia, se conjuntaban para impedir que el fuerte oprimiera al débil. Únicamente los dioses tenían la facultad de infligir castigos a quienes quebrantaran las normas y causaran desgracias o calamidades. Otros textos sumerios o acadios relatan que, de polvo o tinieblas, la vida que transcurre en los infiernos no tiene orilla agradable. Alados, los espíritus vuelan en desnudez al azar, sin más alimento que el barro. Sus moradores carecen de opción: atrapados en un sufrimiento sin fin, allí se pierde el sentido del tiempo, en el no-espacio sin salida ni esperanza. La diosa Ereshkigal, dueña de los lugares siniestros, jamás otorga reposo a sus presas. En otras versiones se agrega la intervención de una cohorte de dioses monstruosos que antecedió a la demonología medieval absorbida por varios credos, incluido el cristianismo. No faltó a aquellos mitos la figura de un “defensor del mal”, abuelo del temible y alado Satanás, que tenía cabeza de un ave zu, volaba de un lado a otro y eran humanos sus cuatro pies y sus cuatro manos.
Residente de los infiernos, su nombre equivaldría a “lleva rápido”:  “tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja, llevaba un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha; con su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Amo del terror, esta personificación del miedo en adelante simbolizaría el mal y la fealdad: es el grito violento, la crueldad reconcentrada, el gusto intencionado de causar penalidades a seres inferiores en imaginación y perversidad a ellos, sus verdugos sobrenaturales. Arquetipo de perversión, de suyo es el rechazo deliberado de Dios al encarnar -como Luzbel- una fuerza contraria, aunque, en sus orígenes, esta criatura primordial no incitara a los otros a repetir su maldad, como fuera el caso del tentador Satanás.
Entonces y antes también, desde que se practicara la inhumación de cadáveres, unos 50.000 aC, los ritos funerarios indicaban una insaciable curiosidad del Hombre por conocer “su futura residencia”. Anunciada como continuación de la vida terrestre, esa estancia sobrenatural ilustraba las primeras batallas entre el bien y el mal, entre la luz y la sombra, entre la alegría y la aflicción de una humanidad que no consigue entenderse; tampoco redimirse de su capacidad maligna ni creer que “Dios quiere la salvación de todo lo que ha creado”, según las religiones monoteístas.
El infierno es una “posibilidad real”, afirmó un Juan Pablo II doblado por la enfermedad y la vejez, a fines del siglo pasado. Que es el “estado” de quienes “libre y definitivamente se separan ellos mismos de Dios”. Ante miles de peregrinos, abundó en una complicada y confusa  interpretación del sistema de justicia terrenal y divina que “enreda” el entendimiento y la fe frente a los “caminos del paraíso”: “una relación viva y personal con Dios” la cual, como su antípoda –el infierno-, se anticipa en la Tierra de manera tangible. 
Para Juan Pablo II lo disfrutado o sufrido en la Tierra está sujeto a normas humanas, pero tiene consecuencias sobrenaturales. El paraíso y el infierno son, al parecer, cuestiones de fe: si el primero es la recompensa de beatitud perfecta, el segundo, resultado del   rechazo al Todopoderoso. Si la razón es una de nuestras peculiaridades humanas, el alma, “su estado puro”, no puede sujetarse a sus leyes. Quizá por esta intrincada interpretación de lo animado y lo inanimado, el catolicismo se fue haciendo prudente porque, por donde se busque, no hay modo de descifrar o siquiera esclarecer el entuerto. En su tentativa de modernizar juicios y prejuicios religiosos y doctrinarios en este aspecto, el Concilio Vaticano II (1962-1965) decidió abrirse al ecumenismo en los términos de su encíclica Lumen gentium (1965) para abolir la antigua y estremecedora sentencia que, sin cortapisa, dictaba la fórmula histórica implícita en el discurso de Juan Pablo II: “fuera de la Iglesia no hay salvación”.  
El Vaticano acepta desde entonces que “el designio de salvación abarca también a todos aquellos que reconocen al Creador, sin distingo de credo.” Modernizada y a pesar de que el mismo Juan Pablo II condenara las corrientes espirituales asociadas al “New age” –yoga, esoteria, orientalismo, etc., - la Iglesia, en lo fundamental, aún comparte creencias  antiguas no sólo sobre el infierno y el paraíso relacionados con la conducta y el ser interior, sino la certeza de que “el infierno del más allá comienza en este mundo”, por lo que el símbolo de Satanás es todavía complemento actuante del rechazo de Dios.
El tránsito del padecimiento mundano al inanimado más allá, tropieza con un vacío. Juan Pablo II no se refirió a la “ausencia de Dios”. Tal “estado” no se equipara al acto voluntario de su negación o rechazo:  para el pensamiento católico ese “no estar” de la divinidad en la conciencia acentúa el dolor del vacío u orfandad de quienes, dotados de razón y sin atentar intencionalmente contra enunciados éticos, experimentan el mal o el bien desde la misma limitante existencial de los creyentes. 
Esta postura religiosa agrava la duda de si el justo sufre menos que el pecador o si el infierno de cada día se mitiga a dosis de fe: algo que, ante el horror extendido en nuestro tiempo, invalida tanto la figura del castigo como la recompensa que cada uno se inflige por aceptar o rechazar a la divinidad. En todo caso, el infierno “del más allá” comienza aquí y ahora, en el mundo que  está gestando un averno teológico nuevo y correlativo a la violencia que padecemos. 
Después de haber dicho demasiado al respecto durante siglos, teólogos y predicadores se volvieron discretos ante temas tan espinosos e irresolubles como el castigo o la recompensa eterna. Inclusive el Vaticano dejó de referirse al institucionalizado infierno dantesco, constituido por elementos materiales como el fuego,  equivalente a la pasión sexual, que hiere físicamente el espíritu a cambio de insistir en lo inmaterial por excelencia o  “la frustración de una vida sin Dios”: algo que también amerita un nuevo debate toda vez que el actual  terrorismo fundamentalista comete crímenes atroces en nombre de Dios.
Para la Iglesia de Roma, la condena eterna ha sido “la consecuencia última del pecado mismo”. Impreciso, este castigo autoelegido por una vida de frustración y sin Dios continúa postulando una realidad tan impenetrable como el infierno homérico, que estaba dominado por el destino exterior, por la fatalidad. Ese mundo de sombras, emparentado a posteriores figuraciones míticas de Platón fue, como el de Mesopotamia, reproducción fiel de los pensamientos humanos y de las pasiones sin consistencia.
Uno de los temas más controvertibles de todos los tiempos, el de la supuesta condena eterna implica tres asuntos ambiguos, como las cuestiones de fe: la concepción del ser divino, la consecuencia sobrenatural de los propios actos y -relacionada con el aliento del ser después de la muerte-, la existencia del alma. Podría decirse que desde que el hombre comenzara a mirarse a sí mismo surgió esta preocupación sobre su transitoriedad en el mundo. Antes que la moral apareció la primera pregunta sobre la muerte; y con el planteamiento del abandono de la vida, el miedo ancestral discurrió el enigma de esa región misteriosa “de la que nadie ha vuelto jamás”, como advirtiera Shakespeare. 
Aunque milenariamente se la ha descrito como entidad o sitio concreto, el de la condena sin fin es un misterio. Arquetipo de la pesadilla, el infierno es lo tremendo, lo que rebasa el entendimiento, esencia del mal, lo ignoto por excelencia. Una perversión absoluta, como dijera Hamlet, “que más nos empuja a soportar los males presentes que a lanzarnos hacia esos otros de los que nada sabemos”. Resulta innegable entonces que casi tan viejo como el mismísimo mal, el infierno es una figura inseparable de  la imaginación, la más vinculada a las bajezas y a los temores humanos. 
Acaso porque los antiguos sumerios supieron que el éxito sonríe al malvado y  la muchedumbre tiende a admirar a transgresores, violentos, criminales y perversos, discurrieron un infierno igualmente temible para todos -justos o bribones-, sin juicio, desprovisto de suplicios y, si acaso, como una continuidad de las desgracias terrestres. El infierno, de este modo, era reflejo y repetición sin calendario, de la condena ilustrada por Borges en su metáfora del laberinto y del espejo.
Esta manera de vincular con matices teológicos la experiencia de vivos y muertos, regresa a la imaginación religiosa de nuestros días, a partir de una certeza: el infierno está en uno mismo, en la ausencia de Dios o en su rechazo: “Si un hombre no comprende el infierno es que no ha comprendido su propio corazón”, escribió M. Jouhandeau en Algèbre des valeurs morales; y, agregó: “Donde estoy yo, allí está mi voluntad libre, y donde está mi voluntad libre, allí está en potencia el infierno absoluto y eterno.”
Tangible e inmediato, de consecuencias que se multiplican con las peores acciones de nuestra especie, un hecho es innegable: con Dios o sin Él, el infierno es la más tremenda invención del hombre: el Mal en sí y porque sí.