Martha Robles

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Nuestra ciudad, un infierno

Fotografía, El Heraldo de México

Con la aportación innovadora del urbanismo, desde el siglo XIX quedó en claro que las ciudades en crecimiento requerían planes, normas y sistemas de higiene, vialidad y  transporte, recreación, seguridad y control de servicios para que fueran razonablemente  habitables y con la diversidad necesaria para satisfacer las demandas. Con los avances del XX, aunados al incremento demográfico y la movilidad social, se hizo   inminente evitar lo que, para nuestra desgracia, ha ocurrido con la monstruosa Ciudad de México: que en vez de urbe civilizada creciera de manera anárquica una megalópolis superpoblada y en extremo envilecida por la mancuerna de gobernantes corruptos e inversionistas que lucran a costa del bien común, gracias a la impunidad que acabó con las instituciones.

Parecen extranjeros y de la prehistoria los 14 años  (1952-1966) en que Ernesto P. Uruchurtu, entonces “Regente de Hierro” del Departamento del Distrito Federal, se enfrentó a adversarios, especuladores, “paracaidistas”, constructores  y opositores para establecer el indispensable compendio de Leyes y Reglamentos, en la actualidad violentados y sujetos a la “ley del sapo”.  Impuso el uso del suelo, el ordenamiento urbano, la adelantada en su hora protección del medio ambiente, y el crecimiento regulado del transporte público que, en lo sucesivo, de acuerdo a lo prescrito debía ser eléctrico y no contaminante.

No obstante el subdesarrollo que nos caracteriza desde los días de la Independencia y peor en la actualidad rendida al sentimiento de la derrota del mexicano, la ciudad capital era razonablemente agradable, pero ante todo segura. Los niños jugaban en parques y calles y podían ir y regresar solos a las escuelas. Las jóvenes no eran robadas ni asesinadas como ahora. Se podía circular sin regresar a casa asaltados, aterrorizados o atiborrados de insultos y mentadas de madre. La infortunada multitud de a pie no daba el lastimoso espectáculo de maltrato e indignidad durante la espera y uso del transporte público ni gastaba horas demenciales en moverse del infierno domiciliario al averno laboral, y al revés. Gobernantes y funcionarios no pagaban fortunas en propaganda e “imagen” para convencer a otros, más tontos que ellos por haberlos elegido, de lo buenos, inteligentes y eficientes que son: justo la inútil máscara de la mentira en política que pretende hacernos creer las bondades de nuestra dizque democracia. Tampoco había embotellamientos porque el número de coches en circulación no superaba el cupo de las calles, diseñadas para proporciones y flujos  totalmente distintos a las adquiridos en nuestros días.

En tanto y los recientes dirigentes de nuestra ciudad han dado incontables permisos turbios a diestra y siniestra tanto a transportistas y basureros como a la arbitraria construcción de centros comerciales monumentales y  torres enormes de oficinas y viviendas de alto costo, la ciudad se infla como enferma de hidropesía. Nacionales o extranjeros, los constructores saben cuál es la única Ley: el tanto por ciento. No sólo no cumplen con los requerimientos normativos de agua, drenaje, espacios abiertos, estacionamientos, vialidad, seguridad anti sísmica, cuidado medioambiental y servicios, sino que se convierten en causa de nudos viales, falta de transporte, hacinamiento sin áreas verdes, y ejemplo permanente de la corrupción que nos ahoga.  Debemos insistir, al menos para crear conciencia al respecto, en que tanto el diseño urbano como un adecuado desarrollo social urbano han quedado tan rezagados que da la impresión de que nuestra megalópolis fue obra del diablo para demostrarnos hasta que hondura somos una sociedad incapaz de gobernarse y de crear una república democrática.

Empezando por las distancias abismales entre los dueños de fortunas majaderas y los millones  de víctimas de la miseria con ignorancia, todo lo creado por los gobiernos de las últimas décadas (sin distingo de partido) es bizarro, desproporcionado, indigno de una sociedad que se supone con derechos.  Los ricos/ricos que fueran hasta las décadas de los sesenta y setenta, hoy pertenecerían a las clases medias.  Además del dinero y defecciones que lo acompañan, la minoría  atesora los privilegios del  neoliberalismo. Gracias a la impunidad y su “lógica monetarista”, el modelo económico y urbano  multiplica, sistemáticamente, condiciones infrahumanas y amenazantes de vida. Los contrastes entre los barrios son el espejo de la desigualdad entre sus habitantes.  Y si poco faltara al caos, el imperio del crimen campea de punta a punta.

En ámbito tan aciago y ajeno a la urgencia de imponer un sistema de deberes y responsabilidades, por consiguiente, sólo los tontos, los ignorantes, los demagogos o los locos pueden tragarse el cuento de los ángeles exterminadores que prometen acabar con el mal sólo “porque lo digo yo”. Que con su espada flamígera impondrán la era de la justicia: ¡vaya usted a saber! Lo cierto es que esta democracia es tan chapucera que hay que subsidiar a los partidos para que jueguen el juego de insultarse entre sí para hacerse del poder.  Carentes de doctrina, de moral, de confiabilidad y de compromiso, las facciones en pugna contribuyen al atraso moral, político, social y cultural a costa de una población cada vez más burlada, cada vez más infeliz, enojada, supeditada al ancestral paternalismo e incapaz de superarse para mejorarse.

Con todo y sus defectos, que los tenía -¡faltaba más!-, hay que reconocerle a Uruchurtu sus aciertos invaluables. Sus limitaciones, hoy, parecerían cosa de niños comparadas con los excesos de la abominada e impopular clase política. Enemigo de gansters sindicalizados, de padrotes adueñados del siniestro  negocio de la prostitución y de las mafias dedicadas a invadir predios privados y federales, no fue ni de lejos el funcionario  tradicional que negociaba al tanto por ciento ni  establecía acuerdos en lo oscurito. Trabajaba “con mano de hierro” para modernizar un Distrito Federal que requería complicadísimas reformas viales, sanitarias, culturales y de construcción para resolver las demandas de los Baby Boomers: la generación de niños nacidos al fin de la Segunda Guerra Mundial, beneficiarios de la penicilina y de la seguridad social; por consiguiente, primera muchedumbre destinada a salvarse de infecciones y muertes tempranas. A cambio de alcanzar en estado de salud la vida adulta, a los Baby Boomers  tocó la desgracia de superpoblar al país y crear las sociedades de masas. 

Y el regente entendió lo que significaba gobernar una urbe que ya era complicada. Con extrema mayoría de menores de 18 años de edad, en presente y a futuro se requería agua, electricidad, drenaje, viviendas,  seguridad social, escuelas, parques, jardines, clubes deportivos, reciclaje de basura,  teatros, caminos, sistemas viales, transportes, hospitales, fuentes de trabajo… En eso consistía el diseño urbano, en planificar, distribuir y construir desde el drenaje profundo hasta el Anillo Periférico, el Viaducto y la ampliación de calles y avenidas. Sus sucesores sin distingo de facción, en cambio, se han igualado hacia abajo en el empeño de envilecer y hacer de nuestra ciudad un infierno dominado por la delincuencia y el caos: emblema de la suciedad, de la injusticia y la impunidad, del horror, el abuso y, en suma, del mal vivir que dio al traste con el ideal que sin duda nos habría hecho un mejor país y mucho mejores personas.

No debemos olvidar que la urbe es nuestra morada.  Así como las culturas se conocen por sus dioses, sus logros y aspiraciones, la gente lo hace por su educación, sus barrios, sus ciudades y su civilidad. Las tremendas desigualdades sociales que ya nos ahogan extreman el hacinamiento de la muchedumbre condenada a padecer delitos tremendos en viviendas astrosas, en calles tan infames como sus espacios públicos, comerciales y privados. Barrio a barrio, y sin distingo de lo alto o lo bajo, se exhibe la codependencia entre la corrupción y el descenso de quienes han fusionado lenguaje, violencia, lucha de clases, contaminación ambiental, ínfima calidad en los transportes públicos, higiene, ruido, ausencia de parques y áreas de recreación… La corrupción, pues, es el eje generatriz de la dinámica de una urbe que ya no puede disfrazar sus bajezas  porque la lumpenización se ha expandido como el mal olor.

Y no tenemos a dónde ir ni para dónde arrimarnos. Estamos literalmente atrapados. Los chilangos somos las mayores víctimas de un régimen de poder  que debe desaparecer con todo y su partidocracia, antes que tanta corrupción acabe con todos nosotros. Ésa, así, es nuestra CDMX: agresiva e insufrible,  insegura, intimidante, enferma, degradada, fea y despreciada por sus habitantes… De “Ciudad de los palacios” pasó a ser uno de los frutos podridos de nuestra incapacidad de gobernar y de ser gobernados. Si al menos la sociedad despertara…