Martha Robles

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Nuevos tiempos oscuros

Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal

Es difícil que la persona con escrúpulos, compasivo, con un alto sentido del respeto y la dignidad y educado con estándares éticos sea indiferente al compromiso moral de la inteligencia. Al destacar lo importante que es oponerse a políticas abyectas, Hannah Arendt, como judía perseguida en la Alemania de Hitler, señaló que el pensamiento no solo necesita inteligencia y profundidad, sino coraje. Coraje sí, no para impedir el mal, sino para cuestionarlo, rebelarse y no repetir el destino de los doblegados. Es más posible que el ser pensante viva como inconforme en rebeldía a que se transforme en dictador, tirano, populista, ejecutor o representante de la frecuentada costumbre de creerse Mesías redivivo, fundador de una nueva era o cualquiera de las patrañas discurridas por el sujeto ordinario que se hace con el poder. 

Es de considerar que entre el dominador durante un tiempo oscuro y el ser pensante con capacidad crítica, prospera un personaje de extrema peligrosidad: el hombre “normal”: individuo común y corriente que, irreflexivo, es insensible al dolor de los demás. Incapaz de pensar la consecuencia de sus actos, está dispuesto a participar de cualquier cosa, lo que la ocasión ofrezca no por haber elegido, sino porque “así le tocó”: arrojar personas a las cámaras de gas, confinarlos en campos de exterminio, participar en narco bandas, convertirse en secuestradores, feminicidas, correligionarios tramposos, enemigos del saber, perseguidores… El ser intermedio, el que considera que el Mal carece de importancia, pertenece al grupo de sujetos oscuros u opacos que ni son alguien ni pretenden serlo, pero “ejecutan” de manera eficaz las encomiendas y las monstruosidades más inverosímiles.

Tras participar como testigo en el juicio que a principio de los años sesenta condujo a la horca a uno de los mayores criminales de la historia, Hannah Arendt examinó en Eichmann en Jerusalén, la mediocre personalidad del acusado, su contexto sociopolítico y la relación entre legalidad y justicia: lo que más se debe considerar cuando se alega que una infamia es legal, aunque injusta. En este caso, era más que legal participar en la organización del Holocausto, con todo lo que conllevaba ejecutar un crimen de lesa humanidad. Adolf Eichmann, interventor de la “logística” de la solución final, era un hombre sin atributos: un pobre diablo, padre de familia “común y corriente”; mediocre entre los mediocres, no cuestionaba las órdenes “de arriba”. Hacía lo que lo mandaban y lo hacía bien, como “cualquier” burócrata o soldado que jura lealtad a su bandera. Protagonista de un fenómeno que implica al hombre ordinario que transmuta en monstruo sin conmoverse, Eichmann reveló a la filósofa la hondura de “la banalidad del mal”. Con estremecedora claridad escribió sobre la dramática posibilidad de que, propio de la condición humana, no se requieren características especiales para atreverse con lo peor. Tuvo el acierto de notar que Eichmann era cualquier Eichmann, un López, González, García, Smith o lo que fuera: un Fulano de tal que, uniformado, ascendió a teniente coronel “a cargo” de violentar Polonia y transportar en tren a judíos a los campos de exterminio. Allí, según las normas del régimen nazi, se asesinaría a unos seis millones de judíos y otras minorías entre polacos, gitanos, húngaros y disidentes en general. No que ignorara Eichmann el destino de las víctimas, es que “era su trabajo”.

Cuando los de abajo obedecen, los opacos de arriba camuflajean sus propósitos de dominio. Así se atrae al hombre medio, al “común y corriente” susceptible de ceder, conceder y endiosar al que lo manipula. El dominador oscuro provoca sufrimiento y desesperación, fomenta la injusticia, el odio y el ultraje, por decir lo menos. Turbio, es ciego al dolor y a los derechos de los demás.  Desdeña la inteligencia. Si el soldado y/o burócrata fiel es peligrosamente oscuro, más dañinos son los gobernantes oscuros, sus jefes.  A excusa de mantener los mandos en un puño -sean éstos con uniforme (el ejército) o sin el, como los congresistas, jueces, sindicalistas, correligionarios, subalternos, etc.- violentan los derechos de los demás. 

Son notables y actuales las cabilaciones de Arendt no únicamente a propósito del Juicio de Jerusalén y la cuestión judía, también por lo que sucede en tiempos oscuros, como los nuestros: se aniquila el compromiso moral de la inteligencia y se convierte en “legal” lo que éticamente es injusto e inadmisible.  Por cada triunfo de los hombres oscuros, se retraen logros y mentes que podrían enorgullecernos. Obediente y solo apto para cumplir con eficiencia las tareas que le encomiendan, el mediocre Eichmann que la mayoría lleva adentro asciende “por sus méritos” en la escala de la burocracia. Es “reconocido” por las instancias superiores y llega a volverse uno de los protagonistas mejor realizados del régimen que lo acoge, sea como “gobernador”, funcionario, diputado, arribista, lambiscón o lo que resulte.

Al desentrañar el carácter del responsable directo de la solución final, la autora de Los orígenes del totalitarismo descubrió el revés del operario que, carente de juicio propio, como tantos, se sujeta a lo “legal”. Lo demás carece de importancia. Simplemente se coloca “el uniforme” y vigila el orden puntual en la aplicación de la política de extermino. Sin el uniforme es un don nadie, nada. Para entender el alcance de este fenómeno hay muchos espejos no solo en el gobierno, también está la estructura de la delincuencia organizada para demostrar hasta dónde el pobre diablo es una criatura tremendamente peligrosa. Es el tal por cual que no es simpático ni listo ni se reconoce por nada. Es el Eichmann sin atributos que prolifera como “estilo de gobernar” o cual miembro de una sociedad desestructurada. Es el sujeto que, sin conmoverse, se supedita a lo que le toque o le llega. Burócrata al fin, cumple con lo “que hay”, según el empuje de la política de ascensos y/o recompensas de la ideología. 

La historia es la gran maestra de la infamia, la gran desatendida y empeñada en repetir, reinventándose. Es persistente al renovar bajezas y yerros; por ello, es el mejor registro de la condición humana. Basta mirar atrás e inclusive a nuestro alrededor para confirmar  los aciertos directos e indirectos de Arendt  al acuñar, definir y tipicar “la banalidad del mal”: concepto también aplicable al “tiempo de oscuridad”, comandado por mentes perversas disfrazadas de redentores o defensores del “pueblo”; pueblo obediente que no requiere ser un pozo de maldad. Basta con que actúe conforme a lo que sus dirigentes le marcan. Basta plegarse al modelo de no-persona fomentado por la propaganda para que de Fulanito de Tal pasen a ser  parte del batallón de Eichmanns que, a fin de cuentas, no son nada. Más bien son representantes de la condición humana a los que no interesa el beneficio de la virtud ni de la razón.

Reflexionar no es cualidad de la mayoría. Lo común es ignorar la consecuencia de los propios actos, cual corresponde a la banalidad del mal; es decir, el mal es intrascendente, sin  importancia, algo superficial. Si los soldados fueran críticos y reflexivos no habría ejércitos ni guerras ni invasiones ni  oprobios. Tampoco narcopoderes ni dominios monstruosos. Bastante sabe el mundo de este indeseado fenómeno que se repite con terquedad. Pensemos, por añadidura, que la burocracia es una estructura que parece diseñada para aniquilar el espíritu porque  supedita el comportamiento a lo indicado por las instancias superiores.  

El hombre oscuro prolifera en cualquier modelo político porque carece de principios; le importa un bledo si se trata de populismo, dictadura, militarismo, comunismo… No necesita ni le interesa cuestionar si su proceder es justo o injusto, humano o inhumano, bueno o malo. Burócrata al fin, cumple sin conmoverse, sin inmutarse siquiera. Eichmann era inclusive despreciado por muchos de sus colegas y jefes que “lo veían menos”. Los testigos decían que en su ropa de civil parecía inofensivo y hasta tonto, al grado de creer que “los actos malvados” no eran su responsabilidad. Eran órdenes de “arriba”, las instancias superiores.