Martha Robles

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Página del diario. Alfabetos soñados

Reales o imaginarios, a los alfabetos les gusta pillarme dormida. Una de las compensaciones del insomne es la costumbre de soñar durante la brevedad del sosiego. Por añadidura, recordar el fugaz relato del maldurmiente nos hace partícipes del privilegio de unos cuantos “despiertos”, tocados por el dedo de Dios: vivir con los ojos abiertos y el corazón atento a la revelación del misterio. Esta invaluable disposición del Destino nos permite acceder a los lados menos visibles del ser; del ser sin estar.

Ver lo oculto en el revés de lo aparente fue proeza de héroes como Perseo, vencedor de la Medusa que no conoció de frente, sino únicamente por su reflejo, lo que no hizo menos portentoso su triunfo sobre la insignia del Miedo.  Así Moisés, que en el momento decisivo percibió la libertad en la ruta imposible de las aguas separadas; y al ver lo que solo a él estaba dado emitió la Palabra para hacerse seguir por los hebreos hacia la Tierra prometida.  Solo un Dante soñador pudo vislumbrar al detalle el acontecer  de la vida después de la vida.  Al ver lo ignoto pudo nombrarlo. Y qué decir de las aventuras nocturnas de un Kafka que trasladó a la ficción la verdad más intimidante de todas: trasmutar en cucaracha. Más próximo a nuestras horas convulsas, está el Borges creador de argucias tan insondables como las del espejo y su laberinto infinito. Figuraciones como la memoria de Funes  y el símbolo de “El golem” trascienden el modus operandi del texto que subyace en las escrituras ignotas del alma.  Al hacer visible lo invisible, Borges dijo en unas cuantas líneas “que el golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios; y es también, lo que el poema es al poeta”. Así pues, regresamos al paisaje del principio, donde Dios juega a los dados y lanza vocablos como promesa, gracia o advenimiento del Verbo.

No es que haya mejores o peores exploraciones oníricas, es que a quienes nos toca lo que nos toca se manifiesta de maneras e intensidades intransferibles. Me gusta pensar que si puedo pasear por los entresijos de los vocablos, siquiera estando dormida, es porque algo, alguien o cierta potencia indescifrable me ha puesto en la antesala del Verbo, donde esperan ser vistas grafías que pueden serlo pero no son palabras, todavía.

Nunca mejor expresado por el poeta Jabés, lo mío consiste en vivir la escritura como “la dificultad de respirar al ritmo del libro”. El ritmo comienza al entrever caracteres que piden ser descifrados. Lo supe desde que a la remota infancia poblada de hermanos llegaron a casa  cubos de madera con letras labradas. Imagino que entonces hubo una noche en que descubrí que mi lugar era el de la Palabra: nada que me espantara, pues gracias a los dados los primeros vocablos adquirieron  forma y sentido.  Lo supe o supuse porque en esos días el insomnio temprano comenzó a separar el misterioso lenguaje de la noche del ruido ajeno que enturbiaba mi vigilia. Como sea, transitar como el pájaro que se cuela por la ventana por esos complicados espacios del durmiente me convirtió en la vitalicia devota del lenguaje que soy y del enigma que nutre mi vocabulario desde el universo del libro.

Afincado en sabe cuáles honduras del subconsciente, hay un sueño al que le gusta reaparecer cuando más entregada estoy al silencio.  Me inclino a creer que el mensaje indica que encierra tantos sentidos cuantas lecturas puedan hacerse de algo cifrado: un santuario de todos los alfabetos reales, perdidos e imaginarios, sin excepción esculpidos en lápidas monumentales. Separadas entre sí, las lozas están colocadas con la obvia intención de exhibir los fundamentos de la escritura. En ellas destacan la raíz de la letra y su evolución silábica. Blanco sobre blanco, el signo, cada signo, está tan laboriosamente tallado que me paro a admirarlo como si dominara el arte de la traducción. Antiguos y nuevos, de preferencia desconocidos, aun estando dormida o acaso en tránsito hacia la duermevela me digo que el sagrario de todos los alfabetos tiene algún parentesco con el Panteón romano. Inclusive agrego que el mismo Adriano no podría haber ideado un templo más adecuado para resguardar el testimonio de lo humano por excelencia: su palabra y, con ella, el prodigio del lenguaje.

Eso es lo fascinante de recordar algo tan fugaz como un sueño: re-cordar o capturar desde el corazón un mensaje expuesto al olvido. Antes siquiera de abrir los ojos procuro “rescatar” la palabra para que su “relato” no se vaya con la primera espantada del cuerpo. Inmóvil aún, busco la última imagen para desenredar el ovillo que con frecuencia se niega a mostrar lo que más desearía saber: “¿qué sigue, qué sigue?”   Como en susurro repito que por algo la voz latina recordari formada de re, otra vez, y cordis, corazón, no indica otra cosa que “volver a pasar por el corazón” o rescatar algo que estaba en el corazón.  Al despertar nunca dejo de considerar que antes, mucho antes de ser una de las voces más hermosas de nuestro idioma,  Platón ya proclamaba que conocer es recordar. Así que me distraigo creyendo que el alma sería la página donde todo está escrito y que mi memoria encaramada al sueño atrae el saber alojado en mi corazón. A fin de cuentas, esta visión nocturna que subyace en a saber cuáles depósitos inescrutables se empeña en mostrar un enigma que no soy capaz de aclarar.

Pienso en lo fascinante que es creer con Edmond Jabès –poeta del vocablo y del libro detrás del libro-, que la esperanza es la siguiente página: lo desconocido por venir. En ese grandioso misterio de lo no dicho y del silencio que antecede a la gracia de la escritura, aguardan el hombre y su vocablo, el pasado y el instante de la creación. Entonces aparece la voz de Paz para re-cordar en “El fuego de cada día” que…

Su lenguaje es un grano apenas,

Pero quemante,

                        En la palma del espacio.

Sueño inclusive el reverso del sueño. Ausculto el relámpago y el tiempo. Persigo enigmas de la voz, de la vida, de la memoria y de la muerte. Durmiendo inscribo historias exentas de vigilia: allí las vivo, las junto o las rescato del olvido. Con ellas vislumbro páginas tendidas como vados, sombras, letras o calendarios. La fugacidad y lo perecedero, todo concurre ahí, en el territorio nocturno donde se consagran fábulas y mitos. Imposible olvidar el más hermoso mensaje de los Salmos:

Lámpara de luz es tu palabra…